Europa y los judíos: historia de un amor traicionado

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En los tormentosos y poco ejemplares años veinte y treinta del siglo pasado, ¿quién era verdaderamente europeo, quién creía en la Europa fraternal, solidaria y supranacional? Cualquiera que haya leído las reediciones de los últimos años de autores como el Stefan Zweig de El mundo de ayer (Memorias de un europeo) o los ensayos dramáticos y pesimistas de Joseph Roth en sus años de exilio en París, huyendo de los nazis, recogidos en La filial del infierno en la tierra; cualquiera, pues, que se haya acercado a los que mejor retrataron esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en Europa, los judíos, habrá comprobado que, como dice el escritor israelí Amos Oz en su última y espléndida novela autobiográfica, Una historia de amor y oscuridad, ellos eran prácticamente los únicos europeos en aquellos momentos. Es la historia de un amor decepcionado. Sus cultos y eruditos padres, que habían estudiado en Praga, como sus abuelos venidos de Lituania, Ucrania y Rusia (la abuela de Amos Oz, la abuela Shlomit, inauguró el primer salón literario hebreo que hubo en Odesa), eran verdaderos europeos y así se definían, fieles a esa idea trasnacional, de refinamiento moral y humanista de Europa. Por aquel entonces nadie se definía a sí mismo como europeo: la gente como la familia de Oz estaba rodeada de feroces y altivos patriotas italianos, húngaros, pangermánicos o paneslavos. El padre de Amos Oz hablaba en siete idiomas y podía leer en 17; su madre podía expresarse sin problemas en otros cinco. Los únicos europeos de hace 75 años eran aquellos judíos políglotas, “apasionados eurófilos, amantes de Europa ilimitada e incondicionalmente durante decenas de años”, que, paradójicamente, luego serían perseguidos, asesinados y arrojados con violencia fuera de ella.
     Autor de una ya abundante obra reconocida internacionalmente, intelectual firmemente comprometido desde siempre con el proceso de paz en Oriente Medio, Amos Oz (Jerusalén, 1939) se dio a conocer en países como el nuestro a finales de los ochenta, a través de sus primeras novelas: Mi marido Mikhael, La caja negra, Las mujeres de Yoel y la magnífica La tercera condición (1993), donde daba voz al personaje apasionado, parlanchín y soñador de Fima, encarnación caótica y humana de su conflictiva y mística ciudad natal, Jerusalén. Más tarde, su obra ha sido publicada básicamente por Siruela, donde han aparecido las novelas No digas noche (1998), Un descanso verdadero (2001) y El mismo mar (2002), además de Una historia de amor y oscuridad, en la que, utilizando como trasfondo histórico la trágica, heroica y extraordinaria epopeya de la creación del Estado de Israel, abordaba al mismo tiempo la narración de una saga familiar, la suya propia, de emigrantes llegados desde la Europa del Este. Por otro lado, también, por primera vez, enunciaba literariamente un tabú hasta ahora no tratado por él de forma pública: el suicidio de su joven madre, cuando apenas tenía doce años.

Mercedes Monmany: Con Una historia de amor y oscuridad, usted ha escrito fundamentalmente una novela “espacial”. Ese espacio puede ser Jerusalén y sus iluminadas y cosmopolitas calles de los años treinta y cuarenta o sus sombrías arterias medievales, o la tierra largo tiempo soñada de Eretz Israel, o el eco remoto de una Europa abruptamente abandonada.
      
     Amos Oz: Esta novela es el resultado de un proceso de paz conmigo mismo. Durante muchos años estuve muy enfadado: estaba enfadado con mi madre, con el barrio en el que crecí, estaba enfadado con la Historia. Una vez que hice la paz conmigo mismo, pude invitar al resto de toda esa gente, es decir, a mis padres, a mis abuelos, a mi casa. Les pude hacer sentar, ofrecerles una taza de té y, sólo entonces, ponerme a hablar. Y hablé. Pero también pude oírlos. No hablé como un juez. No escribí este libro para decir: “Tú, padre, eras terrible; tú, madre, un diablo; o tú, madre, eras terrible y tú, padre, sufriste demasiado”. No. Lo escribí con curiosidad, con compasión, con ternura, y sin ira en absoluto. Por supuesto, con ira respecto a la historia y la tragedia que trajo a mi familia desde Europa, y a otras muchas familias judías desde Bagdad o Casablanca, arrojándolas lejos de allí. Mi familia no era esa gente que bromeaba y se reía en la cubierta del Titanic, en los años cuarenta, mientras los judíos de Europa se estaban hundiendo en las aguas. No. Ellos fueron arrojados al océano, mientras la música, el baile y las canciones seguían oyéndose, y mientras todo el mundo tenía una buena comida y seguía bailando. Sin embargo, ellos estaban entre los arquitectos del Titanic. De Europa. La música que sonaba, en parte, había sido creada por ellos. El menú, el menú cultural, había sido, en parte, preparado por ellos. Pero fueron echados a patadas a la oscuridad. Y toda esa ofensa me la pasaron a mí. Esto en inglés se llama unrequited love, amor no correspondido: cuando amas a alguien y ese alguien te rechaza y te arroja lejos de él.

MM: En su libro juega con un sistema permanente y obsesivo de dobles enfrentados, de oposiciones: la vieja Jerusalén contra la moderna y trepidante Tel Aviv; la diáspora políglota del ayer y de “la agonía histórica”, con sus narraciones lacrimógenas en yiddish y sus descripciones del shtetl “saturadas de grupos humanos que siempre son mendigos, traperos y todo tipo de holgazanes sofistas”, contra el floreciente renacimiento de la literatura hebrea y el deseo de su padre de que todos “nacieran de nuevo, sanos, fuertes, bronceados, europeos-hebreos y no judíos-europeos del Este”… ¿Es el asunto de la construcción urgente y sólida de una nueva identidad puramente hebrea, sin adjetivos ni calificativos que la difuminen o fragmenten en partículas?

AO:Es más complicado que eso. Durante muchos años, siglos, todo el mundo le dijo a los judíos: no nos gustáis porque no podéis defenderos vosotros mismos, no nos gustáis porque sois demasiado intelectuales, no nos gustáis porque hacéis dinero en lugar de músculos… Eran llamados “parásitos”. Esta palabra, “parásito”, hay que fijarse bien, estaba tanto en el vocabulario fascista como en el comunista. Y también la palabra “intelectual”. Mis familiares eran intelectuales, cosmopolitas y parásitos, porque no trabajaban con sus manos. Después de muchas generaciones, y después de que todo el mundo dijera “algo no funciona en vosotros”, acabamos por pensar que quizá sí, que algo no funcionaba, ya que todo el mundo lo dice. Los primeros emigrantes que vinieron a Jerusalén, hace ochenta o setenta años, querían que sus hijos fueran diferentes: duros, simples, optimistas, muy saludables. Mis padres incluso produjeron un milagro genético. Los dos eran morenos, querían un niño rubio y se dieron a sí mismos ese niño pequeño y rubio. Esta fue su curiosa reacción a la diáspora. Pero, al mismo tiempo, quisieron también que yo fuera libresco y educado, querían dos cosas opuestas. Sin importar todo lo que yo pudiera hacer, una u otra elección que emprendiera, ellos nunca estarían satisfechos al cien por cien. Si soy un intelectual como ellos, entonces ¿dónde está el nuevo judío? Si soy un simple conductor de tractores, ¿qué pasa con el talento? Por otro lado, cuando me rebelo contra su mundo, quiero estar en el lado contrario, romper con ellos. Pero no puedo. Porque si me convierto en un simple conductor de tractor en el kibbutz, entonces ellos dicen: “queríamos esto, estamos encantados”. Jerusalén era, por otro lado, provinciano a sus viejos ojos. Me acuerdo de la obra Las tres hermanas de Chéjov, cuando todo el tiempo dicen “¡A Moscú, a Moscú!”. Eso era lo que estaba en su cabeza. Mis padres, todos sus vecinos, estaban muy lejos de Europa, donde tuvieron una vida difícil, pero también estaban lejos de los kibbutzim, de los nuevos judíos, de Tel Aviv. Incluso, dentro de Jerusalén, estaban lejos del barrio de la élite de los intelectuales, del piano, de los profesores. Estaban en un rincón. Crecí pensando que en nuestro barrio el sol siempre sale después de todas las otras partes del mundo: primero, sale en Europa o en América; después de algunas horas, en Tel Aviv, en los kibbutzim, y más tarde en Rehavia, en Talpiot, es decir, en el resto de los barrios de Jerusalén. Sólo al final, a veces, sólo a veces, algunos rayos pequeños van a caer sobre nuestro barrio, cuando ya todo el mundo se ha ido hacia otra parte… Ahí es donde nací. Ese sentido de provincianismo e irrelevancia hizo de mí un chico con tendencia a la fantasía y a los sueños.

MM: Pero, curiosamente, esas fantasías, a los quince años, le empujaron a desear la vida en un kibbutz y no en una ciudad moderna y frenética como Tel Aviv.

AO:Tenía muchas clases de fantasías: fantasías sobre Europa, por ejemplo. Miedos, pero también fantasías. A pesar de hablar numerosas lenguas, mis padres tenían miedo de que aprendiera lenguas europeas. ¿Por qué? Pues porque sólo sabiendo una de ellas, sólo una, quedaría inmediatamente seducido. Me iría a Europa y me matarían. No estaría a salvo. Para mí, por lo tanto, el kibbutz representaba lo más opuesto a Jerusalén: un lugar donde el sol sale todo el rato. Un lugar donde la gente no es complicada y la vida es simple: trabajas en lugar de hablar tanto, duermes, todas las chicas bonitas están allí. Era el paraíso de la simplicidad.

MM: En su libro hay muchos recuerdos y referencias a los años cuarenta, los años difíciles antes de la creación del Estado de Israel. Algunas afirmaciones de gran dureza y racismo de líderes espirituales como el predicador de la gran mezquita de Yafo, que clamaba “por acabar a punta de espada contra esa conspiración satánica que pretende transformar la sagrada tierra de Palestina en el basurero de todos los desechos del mundo”, llaman la atención por su paralelismo con el lenguaje nazi.

AO:Había una relación estrechísima entre los líderes árabes de aquel tiempo y los nazis. El líder palestino Haj Amin al-Huseini estuvo en Berlín durante toda la guerra, haciendo planes para construir campos de la muerte para los judíos en el Oriente Medio, no sólo en Israel, sino en todo Oriente Medio. En Irak se había gestado un golpe de Estado nazi, en Egipto había un durísimo partido pronazi en aquel tiempo. Por lo tanto, mis padres tenían miedo, todo el mundo lo tenía: lo que había pasado en Europa iba a pasar otra vez en Oriente Medio.

MM: ¿Dónde está exactamente el antisemitismo en estos momentos? Para algunos está claramente en la izquierda, para otros sólo en algunos reductos de la ultraderecha más religiosa, y para otros es algo que pertenece al pasado.

AO: Fundamentalmente es una enfermedad mental. Nadie está inmune, ni la izquierda ni la derecha. Y es un problema de Europa. Especialmente de Europa, aunque no sólo. Es un virus. El antisemitismo es muy parecido a la misoginia, a la cólera hacia las mujeres. A veces los hombres odian a las mujeres porque son demasiado inteligentes, a veces porque son demasiado estúpidas. A veces porque son demasiado independientes, otras porque no lo son. A veces las odian por ser demasiado atractivas y otras por no serlo en absoluto.

MM: Aun así, muchos siguen aferrándose a los dogmas de las tendencias e ideologías cerradas en las que fueron educados.

AO: Para decirlo de forma muy simple: yo voto por la izquierda en Israel y estoy feliz por no tener que votar en Europa. La gente en Europa, es decir, los intelectuales progresistas europeos, odian Hollywood, porque ahí sólo se representa el blanco y el negro, los buenos y los malos de la película. Pero cuando esto se refiere a Oriente Medio quieren saber inmediatamente dónde están los chicos buenos y los malos: firman una petición a favor de los chicos buenos, odian a los chicos malos y se van a dormir. Mi modo de estar en la izquierda y mi actitud son muy diferentes: no estoy en el negocio de recogida de firmas ni en el de impresionar a la gente. Sé que en Oriente Medio los israelíes y los palestinos viven una tragedia, no una película del Oeste. Los palestinos llevan adelante una causa muy dura y lo mismo pasa con los israelíes. No es nada simple y no se puede mirar en términos de blanco y negro. La izquierda tuvo una vida fácil en el pasado. La colonización y la descolonización eran muy simples: podías decir perfectamente quién era bueno y quién malo. En Vietnam también era fácil de señalar. Y en el apartheid, lo mismo: podías apoyar la causa justa y objetar la causa equivocada. Pero con los israelíes y los palestinos es complicado. Lo que tienes que hacer es no ser proisraelí o propalestino, sino propaz. Es importante para la izquierda europea ofrecer una empatía hacia los dos bandos en esta ocasión, porque es una época muy difícil tanto para unos como para otros. Ambos, palestinos e israelíes, están viviendo ahí y ninguno tiene otro lugar al que ir. Ninguno. Es la única patria para los palestinos y la única patria para los judíos israelíes. Tienen que llegar a un compromiso. Y no hay un final feliz para nadie. Puede haber un compromiso pragmático. No puede haber una victoria para los chicos buenos y una derrota para los malos, porque no hay buenos y malos en esta historia. Tengo una actitud muy diferente a la de la izquierda europea: quiero imaginarnos a mí y a mis compañeros con batas blancas como las de los médicos en el hospital, en la sala de urgencias. Cuando tenemos que tratar a la gente herida, no preguntamos: “Perdón, ¿dónde está el conductor que causó el accidente? Queremos firmar una carta para castigar a este conductor”. Nosotros queremos ver cómo se puede ayudar. Cuál es el tratamiento correcto.
     Para mí es mucho más fácil hablar con palestinos, con palestinos pragmáticos, que con alguna gente de la izquierda europea propalestina. Afortunadamente, tengo que hacer la paz con los palestinos, no con los amigos de los palestinos en Europa… Porque la paz llegará en algún momento, no sé cuándo, si en seis meses o tres años, y entonces ya veremos qué se puede hacer con estos europeos dogmáticos. Pero no son antisemitas, al menos no todos ellos: son, simplemente, dogmáticos. Muy dogmáticos. ¿Recuerda la película Rosemary’s Baby? Pues si América es el diablo, el bebé de Rosemary es Israel.

MM: Usted ha escrito un lúcido libro (Contra el fanatismo) sobre uno de los fenómenos que más desconcertados tienen a los analistas de nuestros días: justamente el fenómeno del fanatismo, cuya derivación directa sería la extensión en cada vez mayores partes del planeta de un terrorismo despiadado y sangriento que no respeta ningún tipo de víctimas ni rehenes potenciales. Oriente Medio es hoy un auténtico polvorín en el que se practican día tras día muchas de estas nuevas formas de dominación y sometimiento del adversario.

AO: Muchos de los terroristas vienen de África, del África negra, donde la desesperación está provocada por lo peor imaginable, y los blancos de los ataques son Arabia Saudí y los países del Golfo, porque son los más ricos. Pero el asunto es más complejo de lo que normalmente se piensa. No se trata del islam contra el resto del mundo, no es una guerra de civilizaciones. Se trata de la ascensión del fanatismo en todo el mundo. Uno tiene que hacer dos cosas. La primera, intentar crear esperanza, porque donde existe la esperanza, el fanatismo, aunque se haya instalado, estará frenado desde dentro. No puedes derrotarlo, pero está frenado de alguna forma. Segunda: siempre recordar que no puedes luchar contra el fanatismo con fanatismo. No puedes derrotar a la yihad con una cruzada, porque la cruzada es exactamente lo mismo que la yihad. Simplemente hay que mirar el diccionario: la cruzada es el término cristiano con el que se designa a la yihad. Lo que hay que intentar hacer es lo que yo he intentado con esta novela: aproximarme al dolor con compasión, con humor, con empatía. La única manera de defenderte contra el gen fanático es tener sentido del humor, porque el humor, el relativismo, es un antídoto: la habilidad para poder ver las dos caras de un problema, de una disputa. Y leer buena literatura. Porque en la buena literatura siempre descubres que no todo es blanco o negro.

MM: La literatura puede ser una buena escuela de tolerancia.

AO: Es la mejor agencia de viajes. Si comprara un billete para un viaje de cuatro semanas a Colombia, pongamos por caso, vería sus monumentos, sus museos, el paisaje. Pero si leyera a García Márquez, visitaría también sus habitaciones, me metería dentro de ellas. Mucho mejor que cualquier tour organizado. La literatura te introduce en la vida privada de las cosas, en sus secretos, y entonces es mucho más difícil odiar. Para mí, por ejemplo, la traducción más importante de este libro que acabo de publicar es la traducción al árabe. Los lectores del mundo árabe que lean mi historia no tienen que sentir rechazo ni tampoco tiene por qué gustarles, pero sí tienen que saber cómo y por qué o cuáles fueron las razones. Por otro lado, no he pretendido escribir un libro acerca de Oriente Medio, tampoco acerca de la historia de los judíos. Se trata tan sólo de una madre, un padre y su hijo. De todos los títulos posibles que pudiera haber llevado este libro, podría perfectamente haberlo llamado, como James Joyce, Retrato del artista adolescente. Igualmente lo podría haber llamado Cien años de soledad, pero ese título también estaba tomado. O quizá El amor en los tiempos del cólera. O quizá Crimen y castigo. Pero es un libro fundamentalmente íntimo, aunque es cierto que existe un poso histórico de sangre, al fondo. Pero no es un manifesto. Es tan sólo una historia, en la que, justo en medio de ella, se da un gran misterio que yo tampoco pude llegar a resolver, sólo a plantear: ¿cómo pudieron dos muy buenas personas, hombre y mujer que se quieren, amables, considerados, civilizados, cómo pudieron producir una tragedia como la que se dio en mi casa, en mi familia? No tengo la respuesta. –

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