Muchos neurocientíficos rechazan la idea de que la conciencia sea algo que se extiende fuera del cerebro. Les parece que ello abre las puertas a la metafísica. Suelen pensar que el conciencia es única y exclusivamente un fenómeno neuronal interior. Algunos llegan a pensar que el entorno cultural mismo es una construcción del cerebro y que todo proceso consciente de interacción social se puede reducir, en última instancia, al funcionamiento de los circuitos neuronales. Es una reducción abusiva.
Por otro lado, casi como una venganza contra este reduccionismo, entre algunos científicos sociales ha surgido la idea de que la realidad natural es una construcción cultural o social. Esta idea ha producido algunas de las más curiosas extravagancias. Podemos reconocer que las personas, hasta cierto punto, inventan su pasado y su ubicación en el mundo. Las diferentes culturas igualmente construyen una visión de su entorno y de su pasado. Pero hay un ejemplo que sin duda pasará a la historia de los extremos ridículos.
A fines del siglo pasado se anunció que unos investigadores habían descubierto que, muy probablemente, el antiguo faraón egipcio Ramsés II había muerto de tuberculosis. Pero el antropólogo Bruno Latour declaró que ello era imposible, puesto que el bacilo que provoca la enfermedad había sido descubierto por Robert Koch mucho tiempo después, en 1882. “Antes de Koch, el bacilo no tenía existencia real”, escribió Latour en la revista La Recherche (# 307, 1998). En este caso la idea de la construcción social de los hechos se aplica a la realidad física: los descubrimientos en química, biología o física serían también construcciones sociales. Desde esta perspectiva, los “descubrimientos” no revelan la existencia de una realidad previa, sino que son inventados de una manera similar a como fueron creadas la pólvora, la imprenta o las bombas atómicas. Así que el faraón no pudo haber sido atacado por un bacilo que se desconocía en su época, de la misma manera que tampoco pudo morir de un disparo de escopeta.
Podemos encontrar entre neurocientíficos expresiones similares. Por ejemplo, Steven Pinker en La tabla rasa (2002) afirma lo siguiente: “El sentido moral es un dispositivo, como la visión en estéreo o las intuiciones sobre los números. Es un ensamblaje de circuitos neuronales engarzados a partir de piezas más antiguas del cerebro de los primates y configurados por la selección natural para realizar un trabajo.” Según Pinker, habría un módulo moral que sería un producto innato del altruismo recíproco inscrito en un proceso evolutivo natural. Su expansión sería estimulada por las interacciones personales y el intercambio cultural entre la gente. Estos factores habrían provocado una ampliación de las redes de reciprocidad que generaron el respeto a los otros humanos vistos como seres más valiosos vivos que muertos. El genetista H. Allen Orr ha observado que la propuesta de Pinker es ridícula y, además, un sinsentido histórico. Orr observa que los hombres han tenido abundante interacción personal con las mujeres al mismo tiempo que las condenaron a una ciudadanía de segunda clase. Y los sureños esclavistas tuvieron más intercambio cultural y más contactos personales con los afroamericanos que los norteños abolicionistas. “¿En qué momento de la historia nuestras ‘redes de reciprocidad’ con mujeres y esclavos se volvieron suficientemente densas como para que el cálculo de reciprocidad exigiese que les diésemos el voto y la libertad? La pregunta es absurda” (“Darwinian storytelling”, The New York Review of Books, 27-II-2003).
La idea de que hay módulos morales parece una versión renovada de la vieja frenología, que consideraba que en el cerebro hay facultades innatas ubicadas en determinados espacios de su superficie. Estos espacios fueron considerados como órganos que se reflejaban en la forma del cráneo. Franz-Joseph Gall, un médico alemán del siglo XIX, describió y ubicó veintiséis órganos en el cerebro.
Por supuesto, nadie hoy en día pretende ubicar órganos mentales según la forma del cráneo. Ni siquiera se piensa que los módulos lingüísticos, morales o religiosos ocupan un espacio preciso en el cerebro. Los módulos son pensados más bien como estructuras en las que intervienen diferentes partes del sistema nervioso. La teoría modular postula que las estructuras esenciales del lenguaje o de la moral se encuentran localizadas en el cerebro. Por extensión, se supone que todas las estructuras esenciales de la cultura y la sociedad se hallan dentro del cerebro, distribuidas en diferentes módulos innatos, genéticamente determinados. La prueba de la existencia de estos módulos sería el supuesto hecho de que un niño es incapaz de adquirir un sistema gramatical o moral en tan poco tiempo como lo hace a partir de lo que ve y escucha a su alrededor. Esta “pobreza de estímulos” demostraría la existencia de módulos innatos en los que estaría depositada la enorme riqueza de nuestro comportamiento moral y lingüístico. Yo creo que esto más bien es una prueba de la pobreza de los argumentos que pretenden imponer una teoría por encima de los hechos, como lo hizo quien no quiso creer que Ramsés II había muerto de tuberculosis. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.