El Centro de Entrenamiento Disciplinario (CED) de Pisa, durante los estertores de la Segunda Guerra Mundial, era una cárcel gringa que Hugh Kenner llamó “el intestino delgado del ejército”. Sus huéspedes eran gente distinguida: traidores, desertores, violadores y asesinos. Y aun en esa biósfera, había celdas especiales (básicamente jaulas de metal) para los “incorregibles”.
La noche del 23 de mayo de 1945, los prisioneros pudieron ver cómo los técnicos soldaban una de las celdas especiales, con dos y tres refuerzos. ¿Quién podía ser ese nuevo prisionero que requería medidas extremas de seguridad en una cárcel de por sí infranqueable e inhóspita? Al día siguiente se enterarían: era un viejo de sesenta años, con mirada de loco, melena pelirroja y a quien habían dejado ingresar, excepcionalmente, con un libro de Confucio y un diccionario de chino bajo el brazo (también, se dice, llevaba una semilla de eucalipto en el bolsillo). Acusado de traicionar a los Estados Unidos por hacer propaganda fascista en Radio Roma, Ezra Pound (1885-1972) iniciaba sus días de poeta enjaulado.
Seis meses estuvo Ezra Pound en el CED de Pisa, antes de ser llevado a Estados Unidos para ingresar en el hospital psiquiátrico St. Elizabeth, donde pasaría los próximos doce años de su vida. En el CED dio tantas vueltas en su propia celda que dejó un surco en el piso con la forma del infinito. Para no enloquecer, además de leer a Confucio y escribir (cuando por fin le dieron un lápiz y, posteriormente, una Remington) lo que después serían los “Cantos pisanos”, Pound jugó largas partidas de tenis mental contra su propia sombra. La vida como la inminencia de una muerte súbita.
El resultado de esa estancia son once poemas o cantos (del LXXIV al LXXXIV) que reclaman un lugar destacado en la historia de la poesía del siglo XX. De hecho, también hacen historia de la poesía al remedar sus diferentes maneras de expresión con inusitado talento. Por si fuera poco, el “Tío Ez” también quiso, de paso, contar la historia del mundo. Sobre los “Cantos pisanos” escribió Montale: “Imaginemos que se pudieran radiografiar los pensamientos de un condenado a muerte diez minutos antes de su ejecución, y que ese condenado tenga la envergadura de Pound: un poema que es la recapitulación explosiva de la historia del mundo, sin ninguna ligazón ni relación de tiempo o espacio.” Dicha ambición parece haber encontrado un límite en algún momento dado de su estancia en el CED. Años después declaró el propio autor: “He tenido la dureza de la juventud hasta los sesenta; pero la soledad de la muerte descendió sobre mí, por un instante, a las 3 pm.” Acaso la mejor expresión posible de esa dureza doblegada se encuentre en las estrofas finales del célebre “Canto LXXXI”. En ese poema, como ya lo había hecho contra la usura, Pound enfila sus fuerzas contra la vanidad, y lo hace –sorprendentemente– con una entonación lírica.
Humilla tu vanidad.
No eres más que un perro golpeado bajo el granizo,
solo una urraca hinchada bajo el sol veleidoso,
medio negra, medio blanca,
y ni siquiera distingues el ala de la cola.
Humilla tu vanidad.
Mezquino es todo tu odio
nutrido por la falsedad.
Humilla tu vanidad,
ansioso en destruir, avaro en caridad.
Humilla tu vanidad,
te digo, humíllala.
¿Qué es esto? ¿La expiación del hombre que alguna vez declarara que a los treinta años de edad iba a ser la persona que más supiera de poesía en el mundo? ¿El acto de contrición de quien regañara constantemente a Roosevelt en la radio fascista? ¿El último, humilde gesto del inventor y promotor del make it new? Eso parece. No obstante, en las líneas finales del poema, Pound saca pecho, deja su vanidad de lado y ajusta cuentas:
Pero el haber hecho en vez del no hacer nada,
esto no es vanidad.
El haber, con decencia, llamado
para que un Obtuso abra,
el haber recogido del aire una viva tradición
o de un magnífico ojo anciano la llama invicta,
esto no es vanidad.
Aquí el error está todo en lo que no se hizo,
todo en la timidez que titubeó…
Ah, el viejo Ezra. “To have gathered from the air a live tradition” es uno de los versos más hermosos, fluidos y arrogantes del siglo XX. Y su importancia no solo radica en su perfecto equilibrio, sino en que, en efecto, Pound –y solo él– recogió del aire una viva tradición. La prisión lo dobló un poco, pero no lo suficiente como para que ocultara esa medalla de honor. ~