Jacques Dupin (1927-2012)

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El nombre de Jacques Dupin está ligado inevitablemente al de René Char –su mentor, su maestro, el prologuista en 1950 de su primer libro, Cendrier du voyage– lo mismo que al de los poetas a quienes convocó mucho más tarde, a mediados de los años setenta, alrededor deL’Éphémère, la hermosa revista patrocinada por la Galería Maeght: Yves Bonnefoy, André du Bouchet, Paul Celan, Michel Leiris, Louis-René des Forêts. Y al de otros amigos poetas esenciales: Francis Ponge, Pierre Reverdy, Henri Michaux. Giran  alrededor del suyo también los nombres de los artistas cuyos talleres frecuentaba y con los que cultivó una amistad fructífera en exposiciones, catálogos, monografías muchas veces pioneras, ensayos siempre reveladores y, sobre todo, poemas expresa o tácitamente escritos a su luz: Joan Miró y Alberto Giacometti, para empezar, y después Georges Braque, Antoni Tàpies, Pierre Alechinsky, Francis Bacon, Constantin Brancusi, Eduardo Chillida.

¿Qué hay en común en todos esos artistas y poetas, tocados todavía por el fervor de las vanguardias pero marcados por la pesadumbre de la posguerra, la crisis del humanismo y el escepticismo ante los poderes del lenguaje propios del estructuralismo y sus secuelas? Quizá, por encima de la herencia surrealista y el espíritu crítico, compartan sobre todo una estética del despojamiento y la imperfección –“la imperfección es la cima”, dijo Bonnefoy– que, concebida y practicada, enunciada y sin duda traicionada de diversos modos por unos y otros, tuvo en Jacques Dupin una de sus manifestaciones extremas. Voluntad antirretórica, anhelo de materialidad, conciencia de moverse en los límites del sentido, rechazo del discurso y de la anécdota, atracción por lo fragmentario.

Enemigo de todo sentimentalismo (“los tiernos rosales son un obstáculo para la vista”), renuente a cualquier efusión, contenido siempre y engañosamente impersonal (aunque se diría que por sus páginas transitan las figuras erguidas y descarnadas de Giacometti), el lenguaje áspero y árido de Dupin traza un paisaje abrupto que tiene la desolación de un osario. Paisaje mental pero también físico: es el de su región natal, el de las primeras líneas de su poesía, y el de pocos poetas podría tan fácilmente dibujarse. ¿De quién son esos huesos, de qué son esas ruinas? Del poeta mismo (“no se puede escribir sino habiendo muerto”, escribió) y de la civilización a la que pertenece, pero también del lenguaje y de la poesía.

Jacques Dupin, que escribió mucho y con mucha penetración e inteligencia sobre el arte y la poesía de su tiempo, tenía un vivo rechazo por la teoría –esa fiebre intelectual de las últimas décadas– y pensaba que el poeta y el artista debían cuidarse de la especulación. Pero sus poemas son un ejercicio intelectual no menos que sensorial. Su poesía es pensamiento y sus ideas son  sus visiones. Las más penetrantes  son a un tiempo oscuras e iluminadoras. ¿Cómo olvidar las primeras líneas de esta estrofa inicial de uno de los poemas de “De simios y de mocas”?

Simio con el culo color de lila

yo fluyo de ti —del peñasco

de los gritos sin voz

de recaída en simulacro

como tragedia

hasta torcer este sagrado cuello

demasiado humano

la estopa arde bajo la sábana

yo no soy el que ruge

sino en medio de la noche

la chispa

el silencio

de la supermosca       del muysimio

que alteran la luz

para incorporarla a su voz

Uno entre todos sus libros me es particularmente cercano: De nul lieu et du Japon, fruto de una fascinación tan temprana como perdurable y en cuyo título la conjunción revela tanto una oposición como una identidad. Es la única ausencia que lamento en El sendero frugal, la inteligente antología muy bien editada y traducida por Iván Salinas (Ocelote/Gobierno del Estado de Puebla, 2010). ~

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