Las tinieblas del corazón. Futbol Argentino y mal de Maradona

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Maradona es Kurtz. Maradona es el mesías alucinado latiendo en el sombrío corazón de un país enloquecido por su Historia y sus historias, por su no-ficción y su ficción, que todo el tiempo están fundiéndose en el más mortal de los duelos. Maradona es Kurtz, de acuerdo; pero no es el Kurtz de la novela corta El corazón
de las tinieblas de Joseph Conrad ni el Kurtz del largometraje Apocalypse Now de Francis Coppola. Maradona está muy mal escrito, pésimamente filmado y, aun así, se las arregla para consagrarse como tótem/metafóra y figura arquetípica y paradigmática de una Argentina en permanente off-side en el terreno de la realidad a la vez que campeona en el estadio de una final de Mundial. Maradona es un gol inolvidable y un gol en contra de sí mismo. Maradona es Argentina Potencia e impotencia argentina. Maradona es Alfa y Omega, local y visitante. En el principio fue el Verbo y el Verbo era Él: maradonear. Maradona es también, paradójicamente, un pobre tipo y el tipo más "exitoso" de un país paradójicamente arruinado. De esa manera, si de algo sigue sirviendo su figura es para hablar de futbol. Y hablar de futbol es —para bien o para mal— hablar de la Argentina.
     Hay algo perturbador en la fonética distinta pero curiosamente parecida de las palabras Argentina y Maradona. Argentina bien podría ser el apellido de un jugador de futbol —¿Roberto Daniel Argentina?—, y Maradona no quedaría mal como republiqueta en el atlas delirante de ese planeta donde transcurre la Duck Soup de los Hermanos Marx. Maradona —y el futbol argentino por extensión— es, como suele decirse, "un sentimiento": pasión antes que razón, incondicionalidad refleja antes que razonamiento profundo. Pensar con los pies y no pensar con la cabeza. Todos juntos y rindiendo culto incondicional: como en ciertas religiones para las que el domingo —día de balón y estadio— es también el Día del Señor. Maradona es Dios cuando acierta y es leyenda cuando se equivoca en ese ancho y largo partido/país en el que los jugadores patean para cualquier arco, donde los penales se suceden uno detrás de otro, donde nadie gana y todos pierden, y a veces, con suerte, empatan. Como decía y dice y seguirá diciendo Kurtz en África, Kurtz en Vietnam o, sí, Kurtz en Argentina: "¡El Horror! ¡El Horror!"
      
     CALENTAMIENTO
     Una breve jugada autobiográfica: principios de los setenta, yo tengo diez años, dos señores malos —se llaman la Triple A— van a buscar a mi madre y no la encuentran y me llevan a mí para, cuando la encuentren, canjearme por ella. Me llevan a dar una vuelta en auto: es un Torino blanco, no es un Ford Falcon verde. Los señores malos se conmueven y me preguntan lo primero que todo adulto argentino le pregunta a todo niño argentino: "¿De qué equipo sos?" Les respondo que de ninguno, que en mi casa no se habla de futbol (mi casa es el paradigmático hogar modelo Intelligentzia Porteña), y que, sacrilegio de sacrilegios, nunca me han llevado a la cancha. Los dos señores malos se indignan, se conmueven, dicen: "¿Te das cuenta? Los viejos de este pobre nene son dos monstruos. Marxistas comunistas, tenían que ser… Decí que no es domingo, porque si no te llevábamos nosotros. No sabés, no hay nada mejor, no hay nada más glorioso, pibe. El fútbol es… el fútbol es la patria. ¡Y la camiseta es la bandera!"
     Eso.
     Para los interesados en cómo termina esa historia diré que todo terminó bien, que otras historias similares terminaron mucho peor, y que los que estaban en el equipo rival, jugando contra los señores malos, no vacilaron en pactar una tregua por lo que durara el argentino Mundial 78 para no estropear la llamada "fiesta de todos".
     Muchas cosas han cambiado en mi vida desde entonces, pero una se ha mantenido intacta: el futbol sigue sin interesarme. Puedo disfrutar, ocasionalmente, de un buen partido (y hasta fui, una sola vez, a "la cancha"), pero puedo asegurar que el futbol no figura en mi Top 5 ni en mi Top 40. Y no sé por qué escribo esto —que sólo me ganará el odio de nuevos enemigos y renovará el odio de viejos enemigos—, pero sí sé por qué me pidieron que lo escriba: no es fácil encontrar a un argentino al que no le interese el futbol. Más difícil todavía es encontrar un escritor argentino al que no le interese el futbol.
     Sí, la otra cosa que se ha mantenido intacta desde entonces —así como mi desdén por el futbol— es mi interés por la literatura. Lo que nos puede llevar —ya que estamos— a preguntarnos por qué la literatura argentina no ha dado, que yo sepa, una novela canónica y definitiva sobre el futbol. Los tres grandes escritores "futboleros" argentinos —Roberto Fontanarrosa, Juan Sasturain y Osvaldo Soriano— y muchísimos otros de vez en cuando se han acercado al estadio a través de cuentos eficaces como penales y, nada es casual, casi siempre emparentados con lo grotesco y el disparate. Fontanarrosa escribió la novela El área 18 —donde hay mucho futbol, sí, pero contaminado por las ficciones de James Bond— y Osvaldo Soriano murió cuando empezaba a armar el equipo de sus Memorias del Míster Peregrino Fernández, la saga de un director técnico polimorfo y perverso que probablemente hubiera sido, sí, la Gran Novela Argentina del Futbol. El futbol argentino no ha sabido generar todavía una novela a la altura de las circunstancias (sospecho que esa novela acabará siendo escrita por un extranjero) por más que el sensible Alejandro Dolina —otro practicante de la letra esférica— asegure que "en un partido de fútbol caben cantidad de novelescos episodios". Se sabe que a Bioy Casares le gustaba más el tenis y que Jorge Luis Borges dijo aquello de "es un deporte feo estéticamente. Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos… Mucho más lindas que el fútbol son las riñas de gallos. Ocurren ahí nomás, al lado de uno, son ideales para miopes", y que juntos —bajo el transparente seudónimo de H. Bustos Domecq— escribieron el breve relato "Esse est percipi" donde se narra, con humor profético y marketinguero, la explotación descarada del fenómeno como espectáculo, la desaparición del fútbol argentino como deporte para ser suplantado por "un género dramático a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman".
     Se me ocurre que el motivo para esta ausencia novelística del futbol —así como la recurrente edición porteña de ensayos y memoirs estilo Nick Fiebre en las Gradas Hornby o Bill Entre los vándalos Bufford— puede deberse a que en la Argentina no interesan las ficciones futbolísticas. En la Argentina —en esa Argentina donde nunca vivieron Borges y Bioy— el futbol tiene que ser verdadero y tiene que ser La Verdad. Esa Verdad gloriosa que —al menos en tramos de noventa minutos— anule o corrija para mejor a esa despiadada no-ficción que es el foul constante y en el área, junto frente al arco, de la historia argentina.
      
     PRIMER TIEMPO
     Los argentinos hablan de futbol para hablar de varias cosas al mismo tiempo: de lo que les pasa, de lo que no les pasó, de lo que puede llegar a pasarles y, finalmente, de futbol. Y hablan mucho y hablan de más para llenar el silencio de lo que debería mirarse en silencio. La potencia simbólica de este deporte en Argentina es equivalente al de todos los arsenales atómicos durmiendo en las tripas del planeta. Y su potencia dialéctica es la de todos esos arsenales despertándose al mismo tiempo. Los argentinos pueden llegar a desmenuzar un clásico Boca-River como si se tratara del Desembarco en Normandía, de la Teoría de la Relatividad o del desglose pieza por pieza de Las Meninas de Velázquez, el Ulises de Joyce o La consagración de la primavera de Stravinski. La cosa empieza desde temprano —insisto, no fue mi caso, pero sí, recuerdo, el de varios amigos— con la educación por castas a partir de las zapatillas. En los 60-70, la marca Pampero era la de la clase baja, Flecha para la clase media y Adidas —supongo que hoy suplantada por Nike y Reebok— para la clase alta. Se sigue con la lectura atenta del semanario y hoy mensuario pronto a desaparecer El Gráfico como si se trataran de encendidos agregados con fotos a color al Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein para, una vez preparados, estar listos para los programas de televisión del domingo a la noche, donde diferentes profetas y apóstoles pueden llegar a decir cosas completamente opuestas de una misma jugada. Estas personas son personas importantes, y así aprendí a soportar y hasta a disfrutar del discurso de estos "relatores" —el término no me parece casual— de aquello que el resto ve. Así supe del grito primal de José María Muñoz, del patrioterismo de Mauro Viale, de los casi haikús zen de Macaya Márquez, de la grosería de Marcelo Araujo, de los aires intelectuales de Víctor Hugo Morales… y siguen las voces. Gustos y sabores para todos. Una cosa está clara: en la Argentina, el futbol es una realidad aparte. O, si se prefiere, una suspensión absoluta de la realidad. Una tregua en el ojo del huracán de la batalla. Este síntoma se vuelve todavía más claro cuando se aproxima un nuevo Mundial. Días atrás vi por televisión española una flamante propaganda argentina que explica esto a la perfección con la habitual estética entre épica y lacrimógena (en el futbol argentino llorar es de machos) que siempre ha marcado al asunto en cuestión: se está jugando una hipotética final de Copa del Mundo entre Brasil (la alegría) y Argentina (la tristeza), van cero a cero (la incertidumbre constante), toca un penal para la Argentina (el milagro), el tiempo se congela frente a los televisores (la posibilidad del error definitivo), entonces se corta el suministro eléctrico (la crisis) y sólo un anciano (la sabiduría) que escucha en la calle una radio a baterías pegada a su oreja —jamás pude comprender cómo alguien puede escuchar un partido de futbol por radio y descifrar algo mínimamente figurativo en semejante abstracción— escucha el resultado, grita "gol" con un hilo de voz, la gente joven (el futuro) sale a los balcones cargada de banderas y ese gemido pronto salta de garganta en garganta (¡Argentina! ¡Argentina!) hasta crecer a grito de millones. El mensaje es simple y luminoso: sólo el futbol sacará al país de las tinieblas. Ese país que alguna vez exportó carne de vacas y al que ahora sólo le queda exportar carne de futbolistas y rezarle cada cuatro años a su selección.
     Y, se sabe, los países tienen los presidentes y las selecciones que se merecen. La de Argentina —país psicoanalítico hasta la exageración— tiene una selección que oscila siempre entre el estado depresivo y el ataque de nervios. Un equipo impredecible que se deprime o se alegra (sólo he visto algo más o menos parecido en el Barça) y siempre parece expuesto a la furia de los elementos y a catástrofes existencialistas. Los directores técnicos pasan —pasa el look nouvelle-vague de Menotti, pasa la estética castrense de Pasarella—, pero la selección permanece, representando a todos los argentinos con sus bruscos ciclos históricos, sus alzas y bajas, sus triunfos y vergüenzas. Y, sí, sus ganas constantes y pavlovianas de gritar "¡Argentina! ¡Argentina!"

ENTRETIEMPO
     Propongo un interesante ejercicio dialéctico. Meses atrás el periódico argentino Página/12 invitó —a partir de la noticia de la creación del Te Diegum, una secta de intelectuales italianos con sede en Nápoles— a varias firmas a que escribieran sobre el Caso Maradona. Aquí ofrezco un breve extracto de lo allí publicado, mientras los equipos descansan y la multitud recupera el aliento para seguir gritando. El ejercicio es el siguiente: leer lo que piensan todos ellos y, al llegar al final, volver a leerlo como si no se hablara de Maradona sino de la Argentina. A ver qué pasa.
      
     María Moreno: "Lo más interesante de Maradona —con su doble moral, su metabolización de la psicología más complaciente, sus fascismos de entrecasa, su impunidad y sus privilegios— es que su vivir prueba que puede haber una autoadministración de los goces de la que se puede extraer un año más, que la suerte pesa más que una forma de vida, que hay viajes de ida y vuelta, capaces de desilusionar tanto al paternalismo agorero, que es rey en el país de los psicólogos, como a esa forma sublimada del odio popular: la piedad."
     Beatriz Sarlo: "Maradona es, por cierto, un dilapidador que anda por el mundo con la reserva acumulada durante algunos años mágicos en el fútbol. El capital de Maradona es simbólicamente inagotable. Por eso puede hacer y decir cualquier cosa: visitar a Menem y a Fidel Castro, entonar el discurso del lumpen, el del padre devoto, el del jugador que revela las maquinaciones del fútbol internacional, el del cinismo y la sinceridad. Nadie puede tomar su discurso al pie de la letra. Nadie tampoco podría decir que es falso. Se sitúa, sencillamente, en un más allá de la objetividad, del valor y de la norma… Carismático y plebeyo, no puede ser sometido a ningún juicio porque, frente a un exceso que ha tenido mucho de insensato, todo juicio parece moralista. ¿Cómo criticar a Maradona sin que se piense de inmediato en el escándalo mezquino del pequeñoburgués que otros pequeñoburgueses son los primeros en denunciar?"
     Fogwill: "No: no es gracioso. No causa gracia. La gracia como un estado imaginario de contagio con la divinidad queda fuera del alcance de quien se sume al coro de celebrantes del rito de adoración a este dios de pacotilla. No dudo de que una conjunción afortunada y más que improbable lo dotó para grabar en la memoria de sus espectadores y en los registros de los videos centenares de jugadas, cada una de las cuales puede ser paradigma de la perfección deportiva. Tal vez haya sido el mejor y sus desempeños en la cancha queden para siempre como uno de esos modelos inemulables, pero esto no debe distraernos del deber de pensar de él lo peor… Es la punta de un iceberg que se da vuelta para mostrar lo más repugnante de un fútbol al que su paso estelar no ha contribuido en lo más mínimo a librar de su malentendido y su fealdad, ni de tanto daño que inflige al público y a las ilusiones de los deportistas."
     Eso.
     Los jugadores han vuelto al terreno de juego. Perdón, el jugador. Maradona. Se basta y sobra. Solo contra todos y contra él mismo.
      
     SEGUNDO TIEMPO
     Ayer leí la autobiografía de Maradona titulada Yo soy El Diego. De una sentada. Es un libro fascinante en el mejor y el peor sentido de la palabra. Es, también, el libro de un ganador que lo ha perdido todo. Por lo tanto, es un libro lleno de sonido y de furia y —bueno, como dijo Shakespeare— contado por alguien que no está del todo en sus cabales. Alguien a quien —como repite una y otra vez El Diego con un feliz eufemismo— "se le escapó la tortuga". A Maradona —al menos eso se entiende a partir de la lectura de su vida— se le escapó esa gloria que cotiza mejor que el dólar, y lo que le queda es la constante devaluación de la leyenda. Inevitable relacionar al hombre con el país. Inevitable, también, hacer una lectura comparada del libro de Maradona con el de Alfredo Di Stéfano, titulado Gracias, vieja. La de Di Stéfano es una memoria agradecida y tanguera para con su pasado. La de Maradona es una memoria punk y horrorizada ante su futuro. Di Stéfano agradece y Maradona condena. Di Stéfano fue un crack y Maradona es el crack-up. El libro de Di Stéfano es bastante aburrido y el de Maradona es divertidísimo y, confieso, no sé con cuál de mis subrayados quedarme a la hora de elegir uno que lo defina y lo resuma. Son tantos. La constante vendetta contra los de afuera; el amor incondicional para los que están con él y con su mujer y sus hijas; el pensar que la Oxford University le otorga un título honorífico para que aprendan "los que pensaban que todos los futbolistas eran unos ignorantes"; su odio visceral a "El Negro" Pelé (que "como jugador fue lo máximo, pero no supo aprovechar eso para enaltecer al fútbol", y coprotagonista del duelo constante y también conradiano por dirimir quién es el futbolista más grande del siglo y del universo); sus puteadas a Redondo (buen nombre para un futbolista) por entender que sacarse una foto "con libros y delante de la Facultad" es enviarle a él un mensaje subliminal y "para mí los que se meten los libros abajo del brazo y me hacen quedar como un ignorante son unos hijos de puta, ¿entendés?"; la enumeración de todas y cada una de sus lágrimas (que son muchas); su fascinación por Fidel Castro (intrínsecamente ligada, supongo, a la capacidad revolucionaria de hablar durante siete horas sin parar); las tres páginas de dedicatoria que cierran con un "Y por último, a mi corazón y a Dios"; la crónica yonqui de su adicción a la cocaína, cada vez más entendida como algo "que le hicieron hacer", y sus casi sobredosis donde acaba viéndose "el corazón como una milanesa" (gran símil, hay que decirlo); el capítulo final, titulado "Yo Soy el Diego: Un Mensaje", donde explica que "estoy orgulloso de haber sido siempre fiel a mis convicciones, a mis virtudes y a mis defectos"; y lo más importante de todo —lo que hace de Maradona un legítimo impotente argentino potencia, un acorralado por su propio corralito—, su capacidad de creerse, con una credulidad psicótica digna de Oliver Stone, la siempre creciente cantidad de conjuras en su contra. Los complots diabólicos en contra de alguien que es la mezcla perfecta de John Fitzgerald Kennedy y Lee Harvey Oswald a la hora de un magnicidio suicida en cámara lenta para poder ver mejor y desde todos los ángulos la misma jugada de siempre.
      
     TIEMPO COMPLEMENTARIO
     Las dos grandes jugadas de Maradona a la hora del replay son dos goles en un mismo partido en México 86 contra el seleccionado inglés. Los dos goles sintetizan con perfección maniquea pero pertinente el Ying y el Yang de un hombre y de un país: el primer gol es una picardía tramposa, un vulgar gol con la mano ascendido ipso-facto a intervención divina con eso de "La Mano de Dios"; el segundo es una incuestionable y posiblemente insuperable obra de arte futbolístico que me emociona hasta a mí. Esta es la disyuntiva que ha venido marcando a Maradona desde hace tiempo, desde el principio: momentos de genio con momentos de… ingenio. Su procedimiento ha sido el de insistir una y otra vez en su pasada condición de ex superdotado para que se le perdone su abundante presente en el que, cuando la cosa no sale, es por culpa de "los que no me quieren o me quieren hacer mal". Esta forma de entender la realidad es la que —con ese toque para atrás y para el costado, corto, vistoso, exhibicionista y, al final, exasperante cuando de golpe y sin aviso, pero previsiblemente, el rival roba el balón y se van todos para adelante— ha venido gambeteando la Argentina de Maradona en los últimos años. Esta postura y estrategia es la que continúa garantizando su vigencia como nación raquítica y deportista gordo. Una constante propensión al victimismo del eufórico anfitrión que tiene que ordenar la casa después de una fiesta de aquellas a la que invitó a todo el mundo y que se acaba cuando es, sí, demasiado tarde.
     Maradona —como Argentina— es un constante apostador a que todo se resuelva en el tiempo complementario. O por penales.
      
     PENALES
     Hasta el ingreso, y la improbable salida, en lo que podemos llamar la Edad de Maradona, yo estaba seguro de que lo que mejor simbolizaba el siempre esquivo Ser Nacional Argentino no podía ser otra cosa que el asado. Juan Domingo Perón y Evita, alguna vez firmes candidatos, habían sido desmantelados —idea hasta entonces impensable, imposible— por la frivolidad sultanesca de Carlos Saúl Menem. (No ha nacido aún —o no se lo ha visto— aquel que derrocará a Maradona, otro dictador elegido democráticamente.)
     Así que quedaba el asado. Esa compulsión carnívora y patria que involucra a la sangre derramada, la comunión con el fuego, nuestras dentaduras y la satisfacción de llenarse la tripa propia de tripas ajenas.
     Dieguito, El Diego, Maradó, El Pelusa, El Pibe 10, el blasfemo que cuestiona al Papa, el ignorante que celebra a Bin-Laden, el protagonista fascinado y consciente de ese Truman Show que es su vida, es una inversión del mismo signo: los argentinos son la carne en la parrilla y Maradona los viene masticando desde hace más de dos décadas. Pocas relaciones más enfermas —alcanza con leer esas encendidas epístolas de Jorge Valdano en primera persona del plural, incluyéndonos a todos sin preguntarnos, cada vez que a Diego le saca tarjeta roja su vida loca y hay que acudir a su rescate— se han dado nunca en nombre de "tantas alegrías que nos dio". Y la gratitud eterna que le debemos a este dios caprichoso y pecador que —a diferencia del Antiguo Testamento— se niega a desaparecer perpetuando su leyenda y su fe con modales cada vez más grotescos y con una constante incorporación de semidioses de reparto y monigotes secundarios a su cosmogonía mientras inspira una y otra vez las canciones más horribles del rock argentino.
     Maradona es la prueba fehaciente de que los países no sólo se merecen los gobernantes que tienen sino también los héroes que adoran. Y que la adoración en el Tercer Mundo siempre tiene que ser de primera y más grande y más duradera. La ópera maradonesca —ahora, fuera del terreno de juego— tiene esa patología circular que tantas veces hemos sufrido y seguiremos sufriendo los argentinos a lo largo de nuestra cada vez más cuadrada historia, y también repite rasgos característicos de otros próceres nuestros. La psicosis, principalmente. Cuando a Maradona "le cortan las piernas" —en el Mundial de Estados Unidos 94— es como si se las cortaran a todos los argentinos. Y cuando alguien le hace una falta a la Argentina (o a Cuba, da igual) es como si osara derribar a Maradona. La contemplación por estas noches de las ruinas de Maradona —y el compulsivo recordar de aquellos días cuando todo fue gloria y esplendor y Mano de Dios y piernas sin cortar— tal vez tenga su explicación en la necesidad de creer, de seguir creyendo, en leyendas todavía más lejanas, como aquella de la Argentina como "Sexta Potencia Mundial" y "Granero del Mundo". Si después de todo eso fue alguna vez así, por qué no entonces la posibilidad cierta de aquella Argentina/Atlántida que se hundió y no se encuentra, pero que en alguna parte debe de estar.
     Mezcla del alucinado Kurtz, el capo Don Corleone, el gritón Kowalski, el guerrillero Zapata, el derrotado Terry Malloy, el mesiánico Dr. Moreau, Paul el lloroso último tanguero en París, Maradona es, a mi parecer, cada vez más digno de ser interpretado por el Marlon Brando de ahora: alguien a quien le pagan demasiado por no hacer nada salvo, simplemente, ser quien es y recordar quién fue a los que, por otra parte, no pueden olvidarlo.
     En este sentido, toda reflexión sobre su persona y personaje —como ésta— tiene algo de agujero negro: ¿para qué sirve?, ¿qué sentido tiene? En cualquier caso, su nuevo "retiro"; sus súbitas materializaciones en partidos de autohomenaje (muchos) o de homenaje a otros (pocos), con ese cuerpo cada vez más parecido a un balón gigante; su espasmódica e inconexa "aparición sorpresa" en la casa del Gran Hermano versión argentina y haciendo "jueguito" con naranjas o pelotas de tenis por los sets de televisión del mundo; o el uso de su figura para promoción-freak del próximo festival Sónar de música electrónica y multimedia de Barcelona (la terrible Sodoma/Gomorra que le enseñó una nueva forma de utilizar su nariz), no son más que variaciones ilusas, espejismos como ya lo fueron anteriores adioses, para así poder volver a jugar a la resurrección del eterno retorno: no se va, el Diego no se va, ole-le-le ola-la-la, es un sentimiento, no puede parar y a uno no van a parar de pedirle que escriba sobre él mientras la carne se pasa, se quema, se incendia y, con ella y con él, siempre y para siempre, la Argentina.
      
     FINAL DE JUEGO
     Villa Fiorito —barrio marginal donde todo comenzó— es la ciudad sagrada de Qumrán. Y si el libro Yo soy El Diego funciona como versión vaticana e indiscutible —autorizada y canonizante, palabra de Dios con glorias y aleluyas por los siglos de los siglos, amén—, entonces hay una antigua filmación en blanco y negro que una y otra vez es proyectada a la hora del recordatorio de lo inolvidable y que acaso ocupe el lugar de, sí, los controversiales Rollos del Mar Muerto. Ahí está Dieguito antes de ser El Diego. En un potrero de Villa Fiorito. Después de jugar un picadito. Debe de tener unos ocho o nueve años. La cara sucia y la sonrisa limpia. Es pobre y nadie lo conoce. Se acerca a la cámara y al micrófono. Dice que cuando sea grande quiere jugar en la selección argentina y ganar un Mundial.
     Que Dios —o "El Barba", como insiste en llamarlo Maradona— se apiade de aquel hombre que, como el apocalíptico y tenebroso Kurtz, ha ganado para sí la realidad de todos sus sueños; y que Dios se apiade de aquel país pesadillesco y cada vez más irreal que los ha perdido todos.
     Uno y otro, los dos, ambos, por goleada. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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