Jan Garbarek o la música en vivo

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El cumpleaños número 40 del sello discográfico ECM coincidió con la edición del primer disco en vivo del saxofonista Jan Garbarek, cuya carrera cumple también 40 años. No deja de ser extraño que tuvo que pasar tanto tiempo para que este excelente músico, que ha trabajado con gente como Egberto Gismonti, Ravi Shankar, Keith Jarrett y Zakir Hussein, se decidiera a grabar un disco en vivo. El título es Dresden 2007, y en él Garbarek se rodea de sus habituales acompañantes: Manu Katche en la batería, Rainer Brüninghaus en el piano/teclados y Yuri Daniel en el bajo eléctrico.

Como nunca he tenido la oportunidad de asistir a un concierto de Garbarek, mi conocimiento de su música se debe por entero a sus grabaciones que, aun muy buenas, siempre me dejaron cierto sinsabor. Por lo general, los discos de jazz se graban en varias tomas y al final se escoge la que se considera la mejor. Se puede grabar a lo largo de meses e incluso de años, con el resultado de que se acartona ese componente de improvisación que es tan vital en el género. Así, sólo se puede apreciar en pleno la música de un jazzista en un concierto o, en su defecto, en una grabación en vivo.

Esta afirmación puede aplicarse también a los intérpretes de música clásica, a los grupos de rock e incluso a las cantantes prefabricadas de música pop. Sea cual sea el género al que pertenezca, la música toma una nueva dimensión si se presenta en vivo, y ello se debe a que siempre ha sido un arte escénica y sólo en el escenario se desarrolla plenamente o, al menos, nos revela facetas que develan parte de sus misterios. Dicho de otro modo, cuando uno va a un concierto, va a “ver” música en vivo, no sólo a oírla. Hay en toda música una parte física y corporal innegable, desde mover el pie al ritmo de lo que se escucha, hasta la más elaborada de las danzas. Ir a un concierto, pues, ofrece la posibilidad de relacionar de una manera más concreta la música con la fuente de la que proviene. La interpretación que hacemos de una determinada pieza toma otros colores al ver al ejecutante frente a nosotros. Tanto los movimientos de un director de orquesta como los brincos de Mick Jagger alteran, querámoslo o no, nuestra percepción de lo que oímos. El disco, en este sentido, ha anestesiado la intensidad de las sensaciones que causa la música. Las grabaciones intachables de música clásica, con sus sonidos puros, su acústica perfecta y su ausencia de errores; la cantidad de efectos sonoros y pequeños detalles musicales que adornan a muchos grupos de rock y que son irrepetibles en sus conciertos; las espléndidas ejecuciones de cantantes que en la realidad tienen una afinación deficiente, o de bateristas y guitarristas que en vivo no logran conservar un tiempo estable; en fin, toda la pulcritud que sólo se encuentra en los estudios de grabación, ha generado una falsa expectativa acerca de cómo debe sonar un grupo en vivo y nos ha hecho olvidar que en un concierto no son la perfección ni el virtuosismo lo que importa, sino las sensaciones que logra transmitir el artista a través de la música y de su presencia escénica, ese diálogo interpretativo que se establece entre él y el público y que, sea cual sea su índole, aporta una chispa de candor inexistente en los discos de estudio. En el caso de Garbarek, las escasas pausas entre una canción y otra dan lugar a un discurso continuo, diríase novelesco, donde la música se va transformando en diferentes temas, que serían como los capítulos de la historia, cada uno sustentado por improvisaciones notables de cada uno de los integrantes del grupo. La genialidad de Garbarek se puede escuchar con detalle en este disco por una sencilla razón: el escenario, el concierto en vivo, es la prueba de fuego de cualquier músico; fuera del abrigo del estudio de grabación, la inexorabilidad de la música y su imposibilidad de perdonar desnudan al intérprete.

Pero de la misma manera en que un escenario desnuda al artista, también puede recubrirlo y maquillarlo. Hay músicos carentes de talento que pueden, sin embargo, mantener una presencia escénica suficientemente fuerte como para hacernos olvidar la mediocridad de su música. De la misma manera, uno puede asistir a un concierto de un un gran pianista y a los pocos minutos morirse del aburrimiento: una vez más la estúpida seriedad y el frac negro del ejecutante (cuando no del propio público, o al menos de parte de él) terminan por sumir en el letargo a buena parte de la concurrencia.

Estos dos extremos siempre me han inquietado. Por un lado ya casi nadie va a conciertos de música clásica. Pregunten en la Ofunam cuándo fue la última vez que se llenó la sala. La respuesta es fácil: cuando se presentó un músico reconocido mundialmente o tocaron la Quinta de Beethoven o el Bolero de Ravel. Algo similar sucede en los conciertos de jazz. ¿Y qué decir de los conciertos de música contemporánea, con sus consabidos estrenos mundiales, que suelen ser despedidas universales? Ahí no se para ni una mosca.

¿Dónde está el problema? Sin pretender dar una respuesta absoluta, señalaré unos puntos que me parecen importantes.

La música clásica ha optado por creer que la música es presencia suficiente en el escenario para entretener al público, lo cual no es cierto. Yo, como músico clásico, me la pienso dos veces antes de ir a sentarme dos horas a escuchar alguna sinfonía de Mahler en un asiento incómodo, sin poder toser o incluso cambiar de posición cuando tengo la mitad del cuerpo dormida por miedo a hacer ruido. Pero más sufrimiento es ir a un concierto de Gorillaz para contemplar comics en tercera dimensión y ver al cantante oculto detrás de una mampara azul. En la música clásica, la incomodidad física en la sala de concierto, aunada a la intrínseca dificultad de una experiencia estética para la cual es preciso cierto grado de entrenamiento, alejan al grueso del público, aun aquel que tiene cierto grado de ilustración. Por otro lado, en muchos conciertos de música pop, nuestro apetito musical se ve defraudado ante un show multifacético donde la música es sólo un componente más, y a menudo no el más importante. En ambos casos, se pierde esa vibración particular que es inseparable de la música, esa corporeidad de la ejecución sin la cual la música se torna distante. La posibilidad que nos dan los discos de escuchar música en cualquier lugar y en cualquier momento, seleccionando incluso nuestros fragmentos preferidos, nos ha llevado a acercarnos a la música como si fuera un cuadro, algo estático, una obra de arte ya terminada que sólo cambia cuando nuestra interpretación de la misma cambia, sin darnos cuenta de que la música en vivo, su transformación en el escenario, sus discrepancias con el original, es uno de los valores importantes de este arte. El disco de Garbarek es justamente esto. Por esta razón siempre he creído que aquellos grupos que suenan igual en vivo que en disco están, a todas luces, quitándole a la música, uno de sus elementos fundamentales.

– Diego Morábito

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