Temo que pocos en España habrán oído alguna vez el nombre de Jan Karski. En su país de origen no tiene la fama que merece; mucho menos en su país de adopción. Quizá sea comprensible: la gente admira a triunfadores, y Karski, no cabe olvidarlo, fracasó. Como correo de la sacrificada resistencia polaca, él fue el primero que llevó a Occidente información directa sobre el Holocausto: cientos de miles de personas, y en particular la población judía, estaban siendo exterminadas de forma industrial. Karski quiso contarlo; pudo explayarse detalladamente ante los dirigentes aliados y ante la opinión pública. El resultado fue básicamente estéril. No se le creyó.
La historia, como la tragedia, gusta de jugar con ironías: la incredulidad fue el pago a una de las trayectorias más íntegras del sanguinario siglo XX. Jan Kozielewski (Karski fue el nombre de guerra que adoptó en la clandestinidad) había nacido en Lodz en 1914. Se incorporó al servicio diplomático, con una sólida formación, en el momento en que Polonia era de nuevo repartida en virtud del pacto secreto entre Hitler y Stalin. Como oficial movilizado, fue hecho prisionero por el Ejército Rojo, pero pudo escapar al arrojarse desde un tren en marcha: eludió así la suerte de sus compañeros masacrados en Katyn. De vuelta en Varsovia, e incorporado a la naciente resistencia, le asignaron el difícil puesto de correo gracias a sus raras cualidades: una memoria prodigiosa y una excepcional capacidad de síntesis, pero, más importante aún, una intachable probidad en los informes que le ganó la confianza de los diferentes grupos políticos enfrentados. En su primera misión, a comienzos de 1940, pudo llegar hasta París y entrevistarse con los miembros del gobierno polaco en el exilio, pero su hazaña era ya inútil cuando regresó a Varsovia en mayo de ese año: la Blitzkrieg ocuparía Francia en poco más de un mes, desmantelando toda la estructura de la representación polaca y dejando obsoletas sus indicaciones. Inmediatamente, Karski emprendió una nueva misión, pero fue capturado en Eslovaquia por la Gestapo. Creyéndose incapaz de soportar más tiempo las torturas, Karski logró cortarse las venas, pero fue internado a la fuerza en un hospital. Desde allí pudo contactar con la resistencia, solicitando veneno antes que exponerse a revelar los secretos de que era portador. En una decisión arriesgadísima que deja clara la relevancia de Karski, “Bór” Komorowski (que sería el comandante en jefe de la Armija Krajowa y dirigió como tal el dramático levantamiento de Varsovia) improvisó una operación de rescate que fructificó gracias a la colaboración de un médico y una enfermera. Karski fue trasladado a una granja en las montañas y mantenido en la reserva durante dos años que se le hicieron eternos. Su rescate se cobró un alto precio. Decenas de detenidos fueron torturados. La imprudencia de un miembro del comando permitió a la Gestapo capturar a tres de ellos y enviarlos a Auschwitz; ninguno sobreviviría. Como el médico implicado había huido, se encarceló a otro y al hermano del primero. Treinta y dos ciudadanos fueron fusilados como represalia. Quizá el recuerdo de los que murieron por su libertad fue un acicate para la tenacidad de Karski.
Con semejante antecedente, con la mandíbula desfigurada por los golpes y las imborrables cicatrices en las muñecas, emprendió aún una tercera misión. De nuevo los distintos partidos políticos quisieron confiarle mensajes adicionales; entre ellos, esta vez, los grupos judíos. Karski accedió a infiltrarse en el Gueto de Varsovia y asistió sobrecogido a cada detalle de su inhumana realidad: hacinamiento, desnutrición, razzias cotidianas. Camuflado con un uniforme de la milicia ucraniana, visitó incluso un campo de concentración que le anunciaron como Belzec pero fue con toda probabilidad Izbica: vio allí los cargamentos de seres humanos destinados a la muerte. Entre octubre y noviembre de 1942, Karski logró cruzar la Europa ocupada hasta llegar a Barcelona, donde agentes británicos lo trasladaron a Gibraltar y de allí a Londres. Fue sometido a cuarentena, pese a las protestas del gobierno polaco; liberado por fin, fue su propio gobierno el que decidió retenerle aún un tiempo (el General Sikorski le diría después: “Cuando llegó estaba usted loco. No podíamos dejar que le viesen en tal estado”). Gradualmente, sin que la sobreexcitación mermase su rigor expositivo, Karski fue confiando sus informes a autoridades y personalidades públicas: aunque desde hacía un tiempo llegaban rumores sobre matanzas en la Europa ocupada, y en particular sobre el exterminio de la población judía, las suyas fueron las primeras informaciones que, en palabras de Eden, “se tienen por fiables y suenan convincentes”. La británica prudencia de la expresión es sintomática. Nadie quiso poner en duda la credibilidad de Karski, pero las monstruosidades relatadas suscitaban estupor y escepticismo; todas las medidas solicitadas por los judíos de Varsovia fueron ignoradas (especialmente significativa era una petición descartada como ridícula: informar al pueblo alemán de las atrocidades cometidas en su nombre y amenazarles con una declaración de culpa colectiva si no hacían nada por ponerles fin). El gobierno polaco, con honradez que la historia iba a escamotearle, difundió los informes y reclamaciones en la medida de sus posibilidades. El presidente Raczkiewicz trasladó por ejemplo a Pío xii la desesperada súplica de una condena expresa del genocidio, con el resultado conocido. La conminación de Leon Feiner (dirigente del Bund y guía de Karski en el Gueto) a los judíos de todo el mundo para emprender una huelga de hambre en solidaridad con sus hermanos masacrados no tuvo mayor eco, salvo en el representante de su grupo en el gobierno, Samuel Zygielbojm, que se suicidó tras la liquidación definitiva del Gueto de Varsovia.
En junio de 1943, Karski fue enviado a Estados Unidos. El gobierno polaco buscaba ganar simpatías para su causa en un momento delicado, cuando la ruptura de relaciones anunciada por la URSS hacía ya prever el abandono aliado; la insistencia de Karski en relatar cuanto sabía sobre el Holocausto fue su iniciativa personal. De nuevo pudo reunirse con las más diferentes personalidades, gracias al celo del embajador Jan Ciechanowski. Católico ferviente, Karski recordaría décadas después la actitud de los tres arzobispos y el nuncio apostólico con los que habló: “Todos fueron conmigo muy amables, pero se interesaron casi en exclusiva por la situación de la Iglesia en Polonia: ¿se debilitaría la fe?”. Memorable es también la reacción del juez del Tribunal Supremo, Felix Frankfurter, judío él mismo, quien concluyó que “simplemente, no puedo creerle”. Cuando el embajador, presente en la reunión y amigo personal de Frankfurter, estalló indignado “¡Felix, no puedes decirle a la cara que está mintiendo!”, el juez le matizó con fina precisión: “No he dicho que este joven mienta. Digo que no puedo creer lo que ha contado”. Karski llegó a reunirse con el propio Franklin D. Roosevelt, a quien parece haber impresionado un poco más que a otros. Durante meses impartió incontables charlas y fue invitado a recoger sus experiencias en un libro (Story of a Secret State, que fue una de las sensaciones editoriales del año 1944). Consciente de que estaba siendo utilizado como un fenómeno mediático, no dejó por ello de contar lo que sabía: era para él un compromiso y una obligación moral. Su popularidad duró hasta el fin de la guerra, cuando el país al que servía fue entregado a la voracidad de Stalin.
Como sus dos títulos no le fueron reconocidos, Karski hubo de empezar de cero los estudios de Ciencias Políticas. En cuatro años obtuvo el doctorado; poco después la ciudadanía norteamericana. Desde 1953 fue profesor en la Universidad de Georgetown. De su pasado nunca volvió a hablar hasta 1978, cuando Claude Lanzmann le convenció para intervenir en su documental Shoah. Hacia el final de su vida acumuló homenajes y premios, pero sostuvo siempre que su empeño había sido en vano. “Para la enormidad de una tragedia como la judía se habría necesitado a alguien mejor y más fuerte que yo. No, no logré nada bueno. Los judíos no tuvieron suerte conmigo”. Jan Karski falleció en 2000, con el siglo que ayuda a redimir como muy pocos.
Hay mucho que aprender de su figura. Naturalmente, de su coraje, de su entrega, de su honestidad: Karski no sólo transmitió fielmente lo que había visto él mismo, sino los testimonios que le encomendaron otros. Contó algo demasiado cruel para creerlo, y siempre es más fácil admirar a un héroe que emularlo. Pero Karski desmiente la excusa socorrida: no es verdad que no sabíamos. Él se jugó la vida para que supiéramos, como le suplicaron los que estaban siendo exterminados: frente a un cúmulo de obstáculos y escepticismos, transmitió su voz. Hay quien atiende a lo que está ocurriendo alrededor y se lacera con ello el alma; hay quienes se preservan del dolor mirando hacia otro lado. No todos han nacido para combatir, pero hay mandatos que extraer de la memoria de Jan Karski: Ser veraz. No callar frente al crimen. No cerrar los ojos. El mundo sigue rebosante de injusticias, y el silencio, no cabe olvidar, nos hace cómplices. –
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