La belleza de las espinas

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La última vez que vi a Pedro Lemebel leer en público ya no tenía voz. Fue en noviembre, en una sala llena, en el marco de la Feria del Libro de Santiago. Lemebel (1952-2015) hablaba desde los jirones de lo que alguna vez había sido su garganta y estaba amplificado y ecualizado por los sonidistas que lo acom- pañaban desde hace años, cuando un cáncer lo atacó de un modo fulminante. Con todo, como en los viejos tiempos, como con sus libros, seguía siendo feroz y conmovedor. El autor de Loco afánhabía sido una estrella del performance y su habilidad para sacudir al público aún estaba ahí, como si nunca se hubiese ido, como si la enfermedad que se lo llevó a la tumba no existiese, fuese una broma, apenas un resfrío pasajero.

Pero no lo era. Lemebel falleció a fines del pasado enero y el vacío que dejó es tan grande como imposible de medir. Hace veinte años, cuando publicó su primer libro de crónicas (La esquina es mi corazón), había dinamitado las jerarquías y órdenes de la literatura local. Eso sucedía no solo porque había cruzado espacios de trabajo tan disímiles como el performance o el periodismo sino también porque desde el margen proponía una escritura que concentraba a la vez un lirismo forjado en la calle con las polaroids de la democracia vigilada de la década de los noventa chilena y sus sueños de éxito global. Lemebel ya había pasado al imaginario cultural chileno, gracias a las Yeguas del Apocalipsis, el grupo que fundó con Francisco Casas y que sacudió la escena chilena de las artes visuales a fines de los ochenta con sus performances e intervenciones públicas. En esos años, Lemebel no tenía nada que ver con la novela o la ficción sino que trabajaba desde un límite insospechado: la crónica como un espacio tan arriesgado y personal, como una zona de guerrilla y libertad, que era impensado en las aspiraciones de éxito global de lo que alguna vez se llamó Nueva Narrativa Chilena.

Por el contrario, en La esquina es mi corazón –y en los libros que siguieron: Loco afán yDe perlas y cicatrices Lemebel recordó las historias que le contaron de oídas, anotó los nombres de homosexuales muertos por el sida, habló del incendio de la discoteca Divine y los muertos sin nombre de la discoteca Divine, de la casa de Mariana Callejas, del centro de Santiago, de las poblaciones y de los estadios, escribió sobre peladeros y basurales, circos pobres, boîtes a la deriva durante la dictadura y sobre los fantasmas que amenazaban la frágil democracia de los acuerdos del Chile finisecular, pero también el imaginario urbano del poder que la literatura chilena había construido. De hecho, cuando Carlos Franz publicóLa muralla enterrada, en 2001, donde detallaba la tensión entre la ciudad de Santiago y las ficciones que se hacían cargo de ella, mucho de lo que decía sonaba añejo o vencido porque el autor deTengo miedo torero (su única novela, que salió ese mismo año) ya había cambiado el mapa de ese Santiago literario de modo irrevocable.

Pero la radical singularidad de su obra estaba decretada incluso antes de que la escribiese. En 1986, en plena dictadura de Pinochet y en un acto político de la izquierda, había leído, a modo de manifiesto: “No soy Pasolini pidiendo explicaciones / No soy Ginsberg expulsado de Cuba / No soy un marica disfrazado de poeta / No necesito disfraz / Aquí está mi cara.” Una década después, Roberto Bolaño supo entender aquello. Supo que Lemebel era un poeta, pero también que era el futuro: antes que Carlos Monsiváis lo celebrara, antes de que la crónica invadiese el campo literario latinoamericano como la salida de emergencia a los fantasmas del postboom, Lemebel ya estaba ahí y sus textos eran los más radicales de todos, porque suponían un pacto de sangre entre la biografía y la escritura, sugiriendo que no debería haber barreras entre ellas, como bien demostraba un libro comoAdiós mariquita linda (2004).

Eso explica que explotara como explotó, cómo pasó de estar en el borde a ser el centro del canon. A esas alturas, leerlo ya no era una consigna sino un signo de los tiempos: mientras sus libros florecían en la cuneta en ediciones piratas, las facultades de literatura ya los habían vuelto objetos de tesis, carne depapersde todo tipo. Pero aquella masividad, en vez de desdibujarlos, los volvía más eficaces y urgentes, porque nos habían enseñado a atravesar el cambio de siglo, a leer en clave los acomodos políticos de la transición, a preguntarnos por los límites de lo literario, como alguna vez anotó: “Tal vez lo único que decir […] sea el balbuceo de signos y cicatrices comunes. Quizás el zapato de cristal perdido esté fermentando en la vastedad de este campo en ruinas, de estrellas y martillos semienterrados en el cuero indoamericano. Quizás este deseo político pueda zigzaguear rasante estos escampados.”

A quienes empezamos a leer a Lemebel en los noventa, su obra siempre nos pareció esencial. Mal que mal, sus libros ya llevan más de veinte años con nosotros. Han atravesado los momentos finales de la dictadura cruzando a fuego toda la transición democrática, para iluminar una y otra vez esa sucesión de presentes extraños de los que está hecha la historia de Chile y la de Latinoamérica. Porque Lemebel era el aguafiestas de la democracia vigilada, el guardián de la memoria, el poeta popular que escribía en el borde de sus propias capacidades. Lemebel era la única estrella de rock que ha tenido la literatura chilena, el vanguardista perdido y violento que sabía que la memoria era un asunto personal porque el lenguaje estaba vivo gracias a los huesos de los muertos, gracias a esa música que solo pueden bailar los fantasmas, algo que él era capaz de atesorar como si de piedras preciosas se tratase porque se trata de una literatura de la calle, de la esquina, de la noche. Ahí, la condición insobornable de su literatura subraya la paradoja de un arte que rechaza toda comodidad porque su belleza es feroz y cruel y es real y está hecha de espinas y en ese lugar era valiente pero también generoso. Supongo que nunca dejaremos de agradecerle por eso. ~

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