La cárcel del converso

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Cuando el gran filósofo danés Søren Kierkegaard se refirió al tema de la conversión se enfrentó a un problema angustioso. Consideraba que él mismo había sufrido una conversión al cristianismo en los tiempos que siguieron a la muerte de su padre en 1838, misma que lo llevó tanto a romper su compromiso con su prometida Regina, como a estudiar teología y a mantenerse célibe durante toda su vida.

En las reflexiones de Kierkegaard se combinan dos nociones contrapuestas. Para comenzar nos encontramos con la idea de que la conversión significa el cambio profundo de la persona, que adquiere una nueva identidad. Pero después aparece la idea de que ser cristiano implica una vida dominada por el “temor y el temblor”, por el miedo ante la posibilidad de abandonar o perder la fe. La conversión significa un renacimiento en el que el individuo escoge libremente transformarse en un “hombre nuevo”. En este sentido la persona accede voluntariamente a una condición irreversible con la plena convicción de que ha llegado a su destino final. Como lo expresa Kierkegaard en El concepto de la angustia (1844), nos topamos con la extraña y paradójica situación en que un acto libre conduce a un estado que ya no puede ser libremente modificado, que es permanente. Así, la conversión significa la libertad de elegir una condición en la que ya no se puede ni escoger otra vía ni renunciar.

Podemos imaginar que, visto de ese modo, la conversión implica que la persona se ha encerrado voluntariamente en una cárcel de la que no puede escapar. Es el caso del comunista que después de la revolución se convence de que se ha convertido en el “hombre nuevo” en el que creía, por ejemplo, el Che Guevara. Quienes vivieron esa conversión nunca pensaron que el socialismo en el que vivían sumergidos podría sufrir una reversión. Ellos habían descubierto una “nueva verdad”, como san Pablo, y creyeron que el socialismo cambiaba a las personas para siempre.

Para el Che Guevara el verdadero “hombre nuevo” encarnaba en el revolucionario. Ubicado en la vanguardia, y con la ayuda de su iglesia (el partido), debía conducir a la masa hacia el futuro luminoso. Su tono tenía algo de religioso. En muchos intelectuales veía un sentimiento de culpa, que residía según el Che en “su pecado original: no son auténticamente revolucionarios”; y señalaba que el verdadero revolucionario “paga puntualmente su cuota de sacrificio”. Estas citas provienen de un texto de 1965, “El socialismo y el hombre en Cuba”, que fue en realidad una larga carta a Carlos Quijano, director del semanario Marcha de Montevideo. La carta termina con las siguientes palabras: “Reciba nuestro saludo ritual, como un apretón de manos o un ‘Ave María Purísima’. Patria o muerte”. Uno quisiera que aquí el Che fuese irónico.

Regresando a Kierkegaard, quiero señalar otro aspecto importante de la conversión: aún suponiendo que el individuo haya pasado por un renacimiento que lo ha transformado en un verdadero cristiano, la persona no puede estar completamente segura de que ha cambiado tan radicalmente. Podría volverse un hereje. Podría cambiar de religión. Podría recaer en su incredulidad anterior. En consecuencia vive angustiada y temerosa. Kierkegaard observa esta situación con una ironía que erosiona toda certidumbre y que lo muestra como el gran precursor del existencialismo.

Hacia el final de su vida, Kierkegaard escandalizó a los daneses cuando declaró que apoyaba a quienes se rebelaban contra el cristianismo de manera sincera y honesta. Hay quienes dicen que no quieren ni pueden doblegarse ante el poder de Dios, comenta Kierkegaard, y añade: “yo estoy con ellos, pues lo que yo quiero es sinceridad”. El filósofo danés, profundamente religioso, se alzó contra la Iglesia danesa, y se reveló como un pensador abierto, no exento de dramatismo. Y desde su profunda soledad construyó las bases más sólidas del individualismo moderno.

No son muchos los que, inmersos en alguna pasión política o religiosa, son capaces de mostrarse abiertos a las convicciones de otros y a reconocer que las personas transitan por un camino que con frecuencia se acerca peligrosamente a precipicios desconocidos o a vueltas súbitas inesperadas. Los conversos son con frecuencia individuos duros y dogmáticos que ven con hostilidad las ideas que han abandonado y con repugnancia el pensamiento que contradice la doctrina que profesan. Sus conversiones son “puras” y “verdaderas”, no son formas de la hipocresía, ni fruto de cambios colectivos masivos o de mutaciones frenadas a medio camino. Son cambios que revelan a un nuevo ego poseído por el demonio de la certidumbre, dispuesto a sacrificarse él mismo y a sacrificar a los demás. Aunque lo inflame una fe como la que ardía en Kierkegaard, le falta la humildad y la inteligencia que caracterizaron al pensador danés. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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