La ciudad en el agua

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Cuando le dije a Pérez que este verano volvía a Estocolmo, me preguntó si me estaba preparando el trono. Y no se refería al de la princesa Magdalena de Suecia, que no tendrá trono. Se refería a lo que algunos practican cuando viajan con intenciones metaliterarias a la meca literaria de Estocolmo, que es el Nobel. Estaba en su derecho, el amigo Pérez, de ejercer la ironía cariñosa, como si no supiera que uno está bastante lejos de los tronos.
     El año pasado había visitado Suecia, y con esta nueva estancia pretendía asentar en la retina mis impresiones de la capital báltica. Quería darle, como si dijéramos, un pellizco a la retina para cerciorarme de que no había sufrido una ensoñación virulenta al estilo de los cielos encendidos de medianoche en las telas de los pintores finiseculares como Egedius, Jansson, Edelfelt… Quería comprobar si me fascinaban otra vez las nubes casi árticas, la luz renacentista del verano de esta Venecia del norte, Estocolmo, más que decadentista, simbólica, más que lánguida, pletórica, con sus olmos centenarios y enfermos, sus tilos de Crimea junto a los embarcaderos, sus cuervos y cormoranes, con la belleza inagotable, y agotadora para el observador, de sus gentes.
     ¿Vuelve uno tan pronto al lugar del goce? ¿Es la edad quien nos tuerce, nos hace reincidentes, nos apega a lo ya conocido? Después de lo vivido en Estocolmo, ¿por qué no probar con Birmania, por lo mismo que saciado del rozamiento de la multitud en las capitales árabes uno suspira por la asepsia de Corea del Norte?
     Cuando el avión sobrevolaba Lübeck (recuerdos a Thomas Mann), las preguntas seguían conmigo en el aire. Y cuando miré por la ventanilla para comprobar si seguíamos la ruta del año pasado, surgió de nuevo entre los nimbos el semillero de islas que se derraman a la entrada de Estocolmo. Es el Skär, el archipiélago que preludia las catorce islas sobre las que se asienta la ciudad, entre el lago Mälar y el mar Báltico, desde el año 1252 en que Birger Jarl fortificó un castillo para defenderla de los piratas estonios.
     Lloviznaba, cuando el avión tomó tierra en Arlanda, que para mí resuena como un topónimo de Alaska. Un detalle importante, ese de la llovizna. El año pasado, para ser precisos, el verano se prolongaba sobre Estocolmo, lo que podía explicar el buen humor de los estocolmenses, su elegancia innata, la cortesía y la amabilidad con que lo trataban a uno, el tiempo tibio y despejado que invitaba a cenar a bordo de los barcos fondeados en el lago Mälar mientras, a la caída de la tarde, los globos aerostáticos se deslizaban desde Djugården hasta las colinas de Södermalm, desde el antiguo coto de caza real hasta los barrios de la bohemia distinguida.
     Pero en esta ocasión, estaba diciendo, lloviznaba. Todos mis recelos de antes de conocer el país salieron a mortificarme, pues, en verdad, ¿puede un atlántico subtropical como uno vencer las brumas nórdicas, las fachadas melancólicas, las primeras mantas a disposición de las damiselas en las terrazas de los bulevares de moda? Vinieron a mí, como el sello de un terror definitivo, las ristras de bacalaos que curten al aire libre los vientos hiperbóreos, la fortaleza de piedra aislada junto al mar donde se devoran los personajes de Danza de muerte, la pieza teatral de Strindberg.
     Frente a las aprensivas imágenes invoqué la tarea que le reclamaba a la poesía Gunnar Ekelöf, el autor sueco más original del siglo XX, la tarea de convertirse en uno mismo, como si esto pudiera enderezarme ante las adversidades meteorológicas. Pero no hizo falta. Estocolmo bajo la lluvia, y aun bajo el frescor incipiente del atardecer, sigue siendo hermosa. Tanto como para hacer mía la observación de Hjalmar Söderberg —otro raro entre los excéntricos escritores que abundan en Suecia desde el siglo de las luces— en su novela El doctor Glas, traducida por Gabriel Ferrater y publicada por Seix Barral en 1967, cuando Tyko Gabriel Glas, anclado en la sensación de que “los días vienen y se van, y uno es igual que otro” —que parece un eco del melancólico verso de Kavafis “sigue a un día monótono otro día igualmente monótono”—, mortificado por un amor imposible al que casi ha rozado, abjura de todos los arrobos que pudiera encontrar más allá de Estocolmo: “A menudo”, escribe en su diario el doctor Glas, “voy paseando hasta el Skeppsholm, simplemente porque allí hablé con ella por última vez. Esta tarde he subido a la loma de la iglesia y desde allí he mirado la puesta de sol. Me he dado cuenta de lo hermosa que es Estocolmo. Antes no la veía tan hermosa. Los periódicos traen siempre la noticia de que Estocolmo es hermosa, y por lo tanto no nos lo tomamos en serio”.
     Estocolmo es muy hermosa. En mis ensoñaciones, también la siento así en lo que dura la noche invernal que espero conocer dentro de poco, toda vez que han sorteado al Nobel de este año, y habrán celebrado la ceremonia de entrega en el Salón Azul del Ayuntamiento, y Pérez, mi amigo, ya no se verá obligado a los guiños metaliterarios.
     Tomando la novela de Söderberg, o cualquiera de los libros autobiográficos de Strindberg —particularmente El cuarto rojo—, uno puede deambular por Estocolmo desde el barrio de Mosebacke hasta Djugården con la sensación de una añeja compañía que nunca molesta. Y, claro está, también puede pasearse a placer por la ciudad sin referencias literarias.
     Pero cunden, esas referencias. Se encuentra uno en la cava del antiguo hotel y taberna Den Gyldene Freden, y tropieza con la jarra de cerveza del poeta Carl Michael Bellman. O gracias a los buenos oficios de una amiga —la periodista e investigadora de la fotografía documental española Maria Nilsson—, le abren a uno el acceso a la planta alta del establecimiento, donde se suelen reunir una vez a la semana los miembros de la academia sueca para tomarse unas copas y rellenar las quinielas anuales, esos Adonis, esos Amos Oz, esos Philip Roth de los que se rumoreaba en los mentideros, ese Pinter que finalmente ha salido en el sorteo.
     Pocos sitios he conocido tan acogedores como Den Gyldene Freden, en Gamla Stan, el barrio antiguo de Estocolmo con un trazado parecido al de la ciudad de Lübeck, por aquello de las vinculaciones con la Liga Hanseática que enseñoreó el Báltico durante unos cuantos siglos.
     Posiblemente Descartes, cuando fue invitado a instalarse en el país por la reina Cristina de Suecia, no pisó la taberna. En cualquier caso, porque aún no estaba abierta. Ya que, la verdad, es como si toda eminencia sueca se hubiera sentado a sus mesas y hubiera dejado testimonio en forma de dibujo, jarra de cerveza, silla con el nombre grabado, autógrafo, loa festiva y poema báquico como sucede con el ya citado Bellman, apóstol del placer y de la delicia de vivir, cuando Estocolmo contaba con ochocientas tabernas censadas en el XVIII, que se dice pronto. Pero no sólo Bellman y su alegre tropa literaria pasaron por Den Gyldene Freden, sino el mismísimo científico y filósofo Swedenborg, supongo que antes de abandonar los reconocimientos sociales para entregarse al estudio de la arquitectura celestial encerrado en el Söder.
     Llama la atención el número de autodidactas en la literatura sueca, autores de origen humilde, que diría el cursi, empleados en mil sobrevivencias, alucinados, extravagantes, misóginos, misántropos, amigos sólo de los ángeles. En contacto con el espiritismo como Jan Fridegärd, con los arcanos de Sâr Péredan como el Strindberg del Inferno, el relato y diario de sus desvaríos alquímicos, donde Swedenborg actúa como el Virgilio que lo salva de la locura y la Serafita de Balzac se convierte en su Biblia. Poetas extraños como Erik Johan Stagnelius, solitario y romántico como el neoplatónico y metafísico Per Daniel Amadeus Atterbom. O el visionario Hjalmar Bergman, novelista y dramaturgo, o Vilhelm Ekelund, por no volver a citar a Ekelöf y sus divanes poéticos de éxtasis bizantinos.
     La extracción “proletaria” de los escritores suecos cuenta en el siglo XX con los nombres de poetas como Hjalmar Gullberg y Harry Martinson, innovador estilístico comparable a Strindberg, de quien hay una Antología poética a cargo Francisco J. Uriz, el traductor de Ekelöf. Podrían añadirse los novelistas Ivar Lo-Johansson, Jan Fridegård, Vilhelm Moberg y Eyvind Johnson, quien compartió el Nobel de 1974 con Martinson.
     Algunos de estos escritores figuran en una curiosa Antología de cuentistas suecos, traducida por Jaime Peralta, que apareció en la editorial Escelicer de Madrid en 1967 con prólogo de José María Pemán. Y por cierto que al mediocre poeta gaditano no le faltan las observaciones inspiradas: “Europa es el mundo de la Civilización porque es una tierra rota y desflecada por la que el mar entra y sale como el pensamiento. Grecia fue, dentro de ella, otro nudo de cultura porque es península y archipiélago. Y otro nudo es Escandinavia, porque es tierra visitada, tentada y herida de mar. Las supremas ciudades cultas son aquella en las que, como Venecia o Estocolmo, el mar es un transeúnte más, y la espuma forma parte del tránsito rodado”.
     Me había quedado bajo la llovizna en Arlanda como si no hubiera bajado a tierra. Lo hice, no obstante. Salí a la calle como quien pasea por una ciudad ajena pero familiar. Volví —como el personaje de Söderberg— al Strand, el bulevar de las primeras mansiones de los madereros acaudalados, con los barcos abarloados o en frenética carrera hacia el Skär, hacia los castillos y las casas de madera pintada de rojo del lago Mälar. Repasé los cuadros pintados por Ekelöf y por Strindberg, las fotos de éste último y de su amigo Edvard Munch. Tomé mis cafés como el doctor Glas sus limonadas en la veranda del Grand Hotel. Contemplé por el noreste el avance de los enormes cúmulos grises y violados del golfo de Botnia, y volvieron a regocijarme las bellas en las terrazas del cosmopolita bulevar de Birger Jarl, donde se resguardan del relente con mantas de cuadros multicolores.
     Tal vez porque Estocolmo, la ciudad en el agua —como el título de un cuadro de Eugène Jansson— vagamente se relaciona con el antiguo vocablo escandinavo birka, que vendría a significar los que parten de su lugar de nacimiento. –

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