La comedia humana de Villalonga

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No creo que se haya prestado suficiente atención a las Memorias no autorizadas de José Luis de Vilallonga (Barcelona, 1920), publicadas en cuatro volúmenes de una cierta extensión. La atención que reclamo no es la de la gente de la alta sociedad ni la perteneciente a esa espuma que los medios (especialmente la televisión) inflan y disipan con la misma facilidad, tras haber infectado previamente un poco los tímpanos y las retinas de los incautos. La ausencia de respuesta hay que achacársela al mundo literario, el único que, finalmente, será el medio natural de Vilallonga, autor de una obra dilatada, narrativa pero sobre todo periodística y, siempre, memorialística. En un libro de Paul Preston se le menciona como dandi internacional a la hora de citarlo por sus conversaciones con Juan Carlos de Borbón, y creo que en ese tono del hispanista inglés hay algo de injusticia. Es cierto, la personalidad de Vilallonga es amplia y compleja y no siempre está a su propia altura, pero no medirlo por las cotas alcanzadas me parece, como mínimo, poco deportivo. No, José Luis de Vilallonga es un buen periodista y un escritor, por momentos, de gran fuerza narrativa y expresiva. Su escritura es heredera tanto de Hemingway como de Josep Pla. Es sin duda menos creador que el novelista norteamericano pero es, en cambio, más inteligente. Con Pla, además de cierto sentido de la economía verbal —un arte difícil consistente en saber todo lo que sobra y en acertar en lo que queda—, comparte algunos referentes literarios (tanto en la prosa francesa como en la inglesa), la misoginia y la fina y a veces mordaz sensibilidad para los retratos, para penetrar en los otros sin entretenerse demasiado en ellos. Los dos, además, son catalanes: Pla escribió en español y catalán, y Vilallonga lo ha hecho en francés y español; Pla quería pasar por palurdo y a veces lo lograba, Vilallonga ha sido siempre un hombre elegante y del gran mundo, y a veces, a pesar de pertenecer realmente a su medio (cierta aristocracia adinerada), ha querido subrayarlo, como si no se lo creyera del todo. A partir de aquí, sería forzado mantener este juego de reflejos y disonancias entre los dos.
     Mientras leía estas memorias, al tiempo que repasaba sus artículos recogidos en Hojas al viento,1 publicados previamente en el periódico La Vanguardia, he oscilado entre la fascinación y el fastidio, y este último determinado en muchas ocasiones por el encantamiento primero. Antes de seguir, quiero afirmar que ese volumen de artículos contiene algunas piezas que son obras maestras del periodismo: exactitud expresiva, inteligencia y, lo más raro: gracia. Una prosa rápida que, adivino, está escrita con lentitud. Explico ahora mi asombro ante esta obra… Yo no había leído hasta ahora de Vilallonga otra cosa que El rey, un libro que me pareció valioso y bien hecho, pero que no me había llevado a buscar otras obras suyas. Sin embargo, mi debilidad (debilidad: gusto inmoderado por algo) por las memorias, biografías y diarios me hizo leer las primeras páginas de esta amplia obra, y no he parado hasta el final. Son unas memorias en el sentido de Saint-Simon: dibujo de un mundo, de una época. Son también un autorretrato, en la medida en que lo es Las meninas de Velázquez; pero son algo más: una novela. Vilallonga, al escribir algunas de sus ficciones, no ha podido evitar escribir su vida, y al contarnos su vida no ha evitado hacer una novela. No creo que esto sea desacertado, porque Vilallonga es un escritor con un fino olfato para la anécdota y el argumento, y ha sabido descubrir en su vida y en la de los otros esas porciones de sentido dentro del absurdo general que parece ser la vida. Egotista, Vilallonga es, sin embargo, uno de los pocos periodistas españoles que saben oír de verdad y que tienen don para los diálogos. Su abuela paterna le dijo, siendo él muy niño, que tomara la costumbre de anotar los nombres, las fechas y lo que le pareciera importante de las conversaciones de la gente que conocía. Como confiesa nuestro escritor, fue un consejo que ha seguido toda su vida, y a esa voluntad y tenacidad le debe mucho de lo que ha logrado, gracias a lo cual sus lectores podemos acceder a todo un tesoro de conversaciones y personajes que conforman una “comedia humana” que refleja, sobre todo, los mundos del cine, la política y la diáspora aristocrática. Una comedia que revela, también, la condición humana mostrando a los personajes en plena acción, quizás la mejor manera de comprenderlos sin juzgarlos.
     No es posible repasar aquí los mundos que Vilallonga muestra en sus memorias, pero sí trazar sus rasgos generales. Vayamos por partes. A Vilallonga le ha gustado siempre comer y beber bien (a veces, mucho), las mujeres (aunque con matices, porque estoy tentado de pensar que asumiría la línea de Luis Alberto de Cuenca, que dice respecto a ellas: “Mira que las deseo y qué poco me gustan”), la vida social relacionada con el poder, entendiendo este término en su sentido más amplio, tanto positivo como negativo, y escribir. No es una obviedad afirmar esto último. De la escritura y de su correlato, la lectura, nos habla poco, y, es verdad, cuando lo hace en estas memorias (ignoro si en otro sitio se ha extendido sobre ello), en ocasiones comete errores o bien ofrece apreciaciones muy discutibles, como cuando menciona las características del estilo de la novela latinoamericana, o cuando atribuye una frase escrita por Bataille en L’erotisme a un libro de Simone de Beauvoir (La literatura y el mal), que en realidad no escribió ella… El Gotha literario no se lo conoce tan bien Vilallonga. Sin embargo, aunque sus disgustos no me parecen muy acertados, no todos al menos, sí creo que acierta en sus gustos: los moralistas franceses (La Rochefoucauld, La Bruyère, Chamfort), el duque de Saint-Simon, esa especie de Shakespeare observador de las pasiones e intrigas y obsesionado por la vieja etiqueta (la de Louis XIII), las memorias del príncipe de Ligne, Casanova, Stendhal, Balzac, el Journal de Jules Renard. En fin: esa prosa francesa clara, inteligente y mordaz que desemboca, entre otros, en Cioran, al que Vilallonga cita varias veces en el volumen último de sus memorias. También intuyo que ha sido buen lector de André Maurois, el gran biógrafo que sabía novelar una vida o condensarla en unas líneas, como hace Vilallonga cuando habla de Francisco Umbral: “Es un cronista a veces maravilloso, un escritor de mediocre interés y un personaje humanamente deleznable”.
     Para ser un memorialista y un cronista se necesita tener una prosa clara y afilada, capaz de avanzar sin enroscarse demasiado, sabia tanto en la relajación y la tensión como en la justeza del adjetivo. Lo dice Vilallonga en algún momento: el estilo dice algo que el raciocinio no alcanza. Además, este género, tan poco cultivado entre nosotros, exige que su autor —como personaje— sepa tanto hablar como callarse. Todos los requisitos mencionados pueden aplicarse a muchos momentos de su obra y sólo por ello debería contar entre nuestros escritores valiosos, mucho más que la mayoría de los insulsos y torpes novelistas que han invadido nuestras cínicas y descerebradas editoriales. Es cierto que no pocas veces se inclina hacia la frivolidad, pero no olvidemos nunca que es una frivolidad inteligente, y de ésa nunca tendremos bastante para contrarrestar la zafiedad reinante. En la presentación en Madrid del último volumen (La rosa, la Corona y el marqués Rojo), Felipe González mostraba su extrañeza ante unas memorias compuestas, en buena parte, especialmente en lo que se refiere a dicho volumen, por diálogos o entrevistas, por regla general con políticos, textos provenientes en buena parte de sus colaboraciones en la revista Paris-Match; incluso se ha publicado una reseña poco atenta en la que se le critica el número de páginas que dedica, en unas memorias, a asuntos que no corresponden a su vida. No digo que la observación no tenga algo de verdad, y sin duda hubiera conseguido una obra maestra si fueran más escuetas y se hubieran adelgazado precisamente por esas entrevistas y algunos escarceos amorosos, pero no hay que olvidar que Vilallonga, callándose, siempre consigue que sus interlocutores hablen de cosas que a él le interesan, o de la manera que a él le interesan, se trate de Tarradellas, José Mario Armero, Farah Diba, Felipe González, Carrillo o don Juan de Borbón. Sin duda, muchos de los detalles históricos, puntuales, de dichas conversaciones dejarán de interesar pasado mañana, como nos ocurre en muchas de las obras de Balzac, pero siempre se podrá recurrir a los dos primeros volúmenes, porque allí la anécdota está transcendida a categoría. Las Memorias de Vilallonga abarcan un gran periodo, desde el final de Alfonso XIII a la transición democrática, con algunas pinceladas en la Guerra Civil, de la que Vilallonga no oculta nada pero que tampoco quiere contar, el Londres de la posguerra, una Argentina vista muy al sesgo, su curiosa y divertida dedicación al cine como actor (en USA, Francia e Italia) y un largo etcétera de una vida que son varias vidas. Notable es la rememoración de su infancia, el relato de su boda con su primera mujer, Priscilla Scott-Ellis, su escapada al Hotel Palace de Estoril, verdadera tragicomedia de enredos admirablemente narrada, y, cómo no, muchos de los episodios parisinos. Hacía tiempo que no leía unas memorias tan noveleras e inteligentes, hacía tiempo que no leía una novela que fuera al mismo tiempo historia, autobiografía y retrato de una época. Razones todas ellas suficientes para llegar al final con una sonrisa de agradecimiento. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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