La desgracia de las universidades británicas

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Las universidades británicas enfrentan una crisis de la mente y del espíritu. Desde hace treinta años, políticos, burócratas y “administradores” tanto tories como laboristas han ido atacando las bases de la vida académica. Si no se hace algo pronto para que cambien las políticas y las prácticas actuales, el daño puede ser imposible de remediar.

Como “estudiante temporal” en el University College de Londres en la década de los setenta, y como visitante constante del Warburg Institute, de Oxford y Cambridge después, yo –como tantos otros humanistas estadounidenses– envidiaba a los colegas que daban clases en universidades británicas. Nosotros teníamos cubículos con piso de linóleo, ellos tenían oficinas con alfombra. Nosotros trabajábamos en escritorios, ellos se sentaban junto con sus estudiantes en sillones mullidos y compartían copas de jerez. Sobre todo, nos sentíamos presionados para estar en lo último de lo último y mostrarle al mundo que eso era lo que hacíamos: ser incansablemente innovadores, interdisciplinarios e industriosos.

Los humanistas ingleses innovaban también. Edward Thompson y Eric Hobsbawm, Frances Yates y Peter Burke y muchos otros propusieron nuevas formas de mirar la historia para mi generación. Pero los académicos británicos siempre aceptaron, como nosotros en ocasiones no lo hemos hecho, que era vital actualizar y preservar nuestras disciplinas y nuestras formas de conocimiento tradicionales: lenguajes, in-
terpretaciones precisas de textos e imágenes y objetos, análisis y argumentos filosóficos rigurosos. De otra manera, toda esa sexy interdisciplinariedad sólo producirá un hilillo de palabrería a la moda.

Había un espíritu similar al de la comida lenta [slow food] en la vida universitaria británica, basado en el consenso de que la gente debería de tomarse su tiempo en hacer que un artículo o un libro fuera tan denso y tan rico como pudiera. Las buenas universidades estadounidenses no es que fueran exactamente como un restaurante de comida rápida, pero sin duda sentíamos esa presión por producir de manera constante y veloz. En contraste, Michael Baxandall pasó tres años en el Warburg Institute trabajando en la colección fotográfica, no terminó su disertación y después pasó otro tiempo como conferencista y escribiendo sólo unos cuantos artículos. Luego, en 1971 y 1972, publicó dos libros interdisciplinarios brillantes con los que transformó el estudio del humanismo y el arte del Renacimiento; estos libros siguen siendo referencias hasta la fecha y fueron el inicio de una gran carrera. Gertrud Bing, E.H. Gombrich, J.B. Trapp y A.M. Meyer, quienes administraban Warburg en esos años, supieron ser pacientes. Los resultados hablan por sí solos.

De la ascensión de Margaret Thatcher en adelante, la presión ha incrementado. Las universidades han tenido que probar que importan. Administradores y rectores han impulsado a los profesores a ganar becas y publicar, y recompensan a aquellos que lo hacen con periodos sabáticos y otros privilegios que los profesores estadounidenses no pueden más que añorar. El ritmo de producción es alto, pero el tejido social entre los profesores está desgastado. En los últimos años, el ataque ha sido más intenso que nunca: los presupuestos se han reducido y las universidades se han apretado el cinturón aún más para subsistir. Ahora enfrentan todavía más recortes en los tres años por venir.

Los administradores han respondido no a través de la resistencia sino, en su mayoría, mostrando que pueden “hacer más con menos”. Para explicar cómo han cuadrado el círculo, emiten declaraciones en el lenguaje orwelliano de la “planeación estratégica”. Un documento típico de planeación, del King’s College en Londres, explica que la institución debe “crear actividades académicas financieramente viables al dejar de invertir en áreas que están en niveles subcríticos sin prospectos realistas de inversiones extras”.

Las realidades que esta nube de tinta intenta encubrir sin lograrlo del todo son tan nefastas como uno esperaría. Los humanistas que trabajan con manuscritos y lenguas antiguas o que escriben acerca de historia premoderna, o batallan con oscuros problemas de semántica, no siempre tienen un impacto inmediato ni logran atraer grandes cantidades de dinero –aun cuando otros académicos alrededor del mundo dependen de esos estudios. Si el motivo de su trabajo no es evidente, ¿por qué no mejor eliminarlos? Así por lo menos habrá lugar para las cosas que son redituables de inmediato.

En el King’s College en Londres, el director de Artes y Humanidades ha informado a profesores reconocidos mundialmente –uno de ellos, David Ganz, especializado en paleografía, y dos en filosofía– que sus puestos serán descontinuados al final del año académico. Los tres son académicos sorprendentes con estudiantes notables. La paleografía –por tomar la materia que conozco mejor– es al estudio de textos lo que la arqueología al estudio de ciudades y templos. Los paleógrafos sientan las bases sobre las que otros humanistas trabajarán. Dicen a historiadores y académicos literarios qué textos fueron escritos cuándo, qué escritura fue usada y por qué y por quiénes. Estudiar y analizar estos manuscritos es central para que funcionen adecuadamente los muy reconocidos programas de estudios medievales que se cuentan entre las glorias del King’s College. Es por eso que Jeffrey Hamburger, el historiador del arte de Harvard y uno de los expertos más renombrados en manuscritos medievales, ha organizado una campaña mundial para revertir esta decisión. (De manera similar, el filósofo de Chicago Brian Leiter ha hecho públicos estos recortes en departamentos de filosofía en su popular blog Leiter Reports.)

Estos recortes no pretenden detenerse con las primeras víctimas. Todos los demás miembros de las facultades de Artes y Humanidades en el King’s College están siendo forzados a repostularse a sus puestos. Cuando la evaluación termine, cerca de veintidós de ellos serán expulsados de la torre de marfil. Incluso las declaraciones oficiales dejan claro que estos miembros de las facultades no pierden sus puestos porque hayan dejado de hacer investigación básica o porque estén enseñando mal, sino porque sus áreas de estudio ya no están de moda y no dejan dinero. Cuando fue criticado, el presidente de King’s College, Rick Trainor, se quejó de que los profesores extranjeros no tomaban en cuenta los problemas financieros a los que se tiene que enfrentar. Se equivoca. Todos nos estamos enfrentando a nuevas y drásticas presiones económicas.

Pero también alcanzamos a percibir un principio básico que parece escapársele a Mr. Trainor –así como a sus colegas en Sussex, quienes han tenido que aplicar medidas similares, y a los administradores en Londres que parecen empeñados en transformar al Warburg Institute, un centro de investigación único, con estanterías llenas de tesoros accesibles a todos los lectores, en un depósito de libros. Las universidades existen para descubrir y transmitir el conocimiento. Los académicos y profesores proveen esos servicios. Los administradores deben proteger y nutrir a los académicos y a los profesores: darles la seguridad, los recursos y las posibilidades que faciliten la camaradería y el debate que permite el trabajo serio. Correr a profesores y académicos de excelencia no es un “saneamiento financiero” astuto, es un rotundo fracaso.

¿Los salarios de los académicos son realmente el principal problema que aqueja a las administraciones? Documentos oficiales vagos, plagados de jerga, resultan difíciles de descifrar. El novelista e historiador del arte Iain Pears señala que el King’s College ha armado en años recientes un “equipo ejecutivo con el glamour de una multinacional, con todo y dos directores ejecutivos y un director en jefe de información”. Ha gastado 33,5 millones de libras esterlinas en costos administrativos en 2009, y continúa reclutando a más administradores de alto nivel. Estas cifras no evidencian una pasión por el ahorro. Peor aún, el director de Artes y Humanidades ha propuesto nombrar a nuevos miembros en el staff al tiempo que despide a otros. La administración probablemente quiere ahorrar dinero, pero lo que sin duda quiere hacer es instalar a su propia gente y sus propias ideas, sin importar el costo humano ni el costo intelectual.

Las universidades han florecido cuando se invierte en ellas a largo plazo. Se elige a los mejores académicos y profesores posibles, se les otorgan recursos y tiempo. Algunas veces un profesor resulta ser un personaje difícil, elocuente e implacable como el protagonista de The history man, la novela de Malcolm Bradbury; otras resulta ser alguien tan agradable como Michael Baxandall. Nadie sabe por qué sucede así. Sabemos, sin embargo, que convertir la universidad en una parodia de oficina producirá más history men que investigadores como Baxandall.

Aceptar que el parámetro es el corto plazo –apoyar sólo lo que los estudiantes quieren estudiar en este momento– es perder el futuro. Las materias y los métodos que importarán más en veinte años son por lo común los que nadie valora en este momento. La lenta investigación –así como la comida lenta– es mucho más rica y profunda y mucho más nutritiva que esos otros productos veloces. Sin embargo, toma demasiado tiempo realizarla, y para hacerla bien hay que emplear a gente excéntrica que insiste en hacer las cosas a su manera. Los británicos sabían esto, pero ahora nos han rebasado para irse hasta el extremo opuesto.

En este punto, las universidades estadounidenses están más cerca de aquel modo antiguo de hacer las cosas. Pocos entre nosotros envidian ya a nuestros colegas ingleses. Pero hay algo en el aire. El lenguaje del “impacto” y la “inversión” se escucha en esta tierra. En Iowa, en Nevada y en otros lugares se empieza a hablar de cerrar los departamentos de humanidades. Si usted empieza a escuchar esa neolengua de los “núcleos de excelencia sostenible”, preocúpese. Seguiremos a los británicos por el muy corto camino hacia la tienda de comida rápida. ~

©The New York Times Syndicate

Traducción de Pablo Duarte

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