Atropellados por la ambulancia

Que cuatro millones de votos puedan ser inducidos por Elba Esther Gordillo avería, claro, el espíritu de nuestra temblorosa democracia. Demuestra que no todos los votos valen lo mismo y que, por tanto, no todos somos iguales ante la ley.
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La pregunta “¿qué hacer ante los abrumadores y descomunales problemas que sacuden a la Patria” trae respuesta de opción múltiple: a) educación, b) educación, y c) educación. No es difícil. Como los indicadores y mecanismos de evaluación nacionales y –sobre todo– internacionales evidencian que la educación nacional es de muy baja calidad, lo difícil es responder la pregunta que sigue: “¿qué hacer para que mejore?”

La respuesta ya no correcta, sino siquiera verosímil, se petrifica ante la complejidad del problema Elba Esther Gordillo, mandamás que controla la educación oficial mexicana con una fuerza derivada del férreo control que ejerce hace 20 años sobre un sindicato cuyos 1.4 millones de miembros, y el promedio de familiares que dependen de ellos, aportan 4 millones de votantes.

Que cuatro millones de votos puedan ser inducidos por una sola persona avería, claro, el espíritu de nuestra temblorosa democracia. Demuestra que no todos los votos valen lo mismo y que, por tanto, no todos somos iguales ante la ley. Es una cantidad de poder político que, concentrado en sus manos, hace de esta señora una suerte de “príncipe elector” (y al Sacro Imperio Mexicano una suerte de monarquía electiva sexenal). La dueña de un poder político subastable, acomodaticio, negociable y chantajeante que, encima, opera desde la educación, la más inexpugnable de las coartadas.

Y encima también, desde luego, sobre el inalienable derecho de los trabajadores para organizarse en sindicatos. Esta suma de fuerza sindical y poder político engendró en México un corporativismo que hasta el 2000 condicionó la “democracia” del PRI y, desde entonces, condiciona la democracia sin comillas. Mientras los líderes sindicales hagan de los sindicatos un lucrativo negocio familiar a fuerza de ejercer la corrupción hacia adentro, y prestar servicios políticos hacia afuera, muchos cambios políticos y sociales serán cosméticos y terminarán en paradoja gatoparda.

Desde luego, sería iluso suponer que el partido al que sirven (y de los que se sirven) haga una diferencia en ese esquema: entre los líderes sindicales de cualquier partido las banderías “ideológicas” son irrelevantes mientras que los modi operandi son idénticos: los cargos vitalicios, la creación de castas de poder bien aceitadas con prebendas, corruptelas, vasallajes. ¿No reelección? Bah. Eso es para mortales, no para compañeros líderes. Cuando despertamos de las elecciones del 2000 el dinosaurio todavía estaba ahí: no ya el tiranosaurio obeso y depredador, pero sí el fósil intocado que poco a poco ha ido recuperando musculatura y ya vuelve a retemblar en sus centros la tierra rumbo al 2012.

No dudo que existen maestros esforzados y ejemplares que padecen esta sumisión forzada a un sindicato corrupto de alta definición. Pero sería iluso suponer que la vocación del magisterio no ha sido sustituida, en decenas de miles de casos, por la ambición de la carrera política magisterial, mucho más redituable, y en el consecuente enviciamiento de su sentido final: es mejor ser líder de maestros que maestro.

Que la solución a nuestros problemas sea la educación, y que la educación esté en la bolsa (Vuitton, claro) de una ciudadana revestida de poderes absolutos me recuerda aquella paradoja que narra Anthony Burgess en La naranja mecánica: la ambulancia que atropella gente para llevarla al hospital. El pueblo, obviamente, se enoja y quiere quitarle las ambulancias a esos choferes. Pero sólo los choferes tienen las llaves y el monopolio de su operación. Y la gente termina por resignarse porque, si la atropellan… ¿quién la lleva al hospital?

 

(Publicado anteriormente en El Universal)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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