Ilustración: Derzu Campos

La erosión de las estatuas

La santidad es incompatible con el poder. Los héroes –en libros y películas– han perdido brillo. La historia –dice Enrique Serna– nos advierte que la fe cívica en los héroes no debe fundarse en el mito patriótico sino en las complejidades de su personalidad y su tiempo.
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La épica perdió hace mucho el valor documental que alguna vez tuvo, pero el antagonismo entre la reconstrucción verídica del pasado y el imperativo político de idealizar a los próceres se mantiene hasta nuestros días, porque la épica sigue fascinando a los crédulos cuando se cuela de contrabando en los libros de historia. Subproducto de la epopeya, la historia oficial busca exaltar el fervor nacionalista y no admite medias tintas en el retrato de la virtud cívica o el valor militar. Un héroe indeciso, débil, bebedor o melancólico, profanaría el altar de la patria, donde no tienen cabida las infinitas variedades de gris que forman el mosaico de la condición humana. Como la historia aspira a la verdad objetiva, y tiene mayor autoridad cuanto más se aproxime a esa meta inalcanzable, su primera obligación es someter a crítica la visión épica del pasado, lo que significa, en los hechos, desmitificar a los próceres, aunque el historiador pueda simpatizar con ellos, y humanizar a los genios del mal que, según la leyenda, oprimen a pueblos enteros con la sola fuerza de su poder hipnótico. Ni Santa Anna perdió él solo la mitad de México, ni Benito Juárez era un demócrata ejemplar. Ni los infantes de Carrión fueron tan canallas como los pinta el Cantar del Mío Cid, ni su suegro era un santo con armadura. La verdad suele estar en medio de esos extremos y quien la busca entre legajos polvorientos no puede sentir piedad por las estatuas: tiene que demolerlas para sacar de los escombros un ser vivo y complejo.

En la actualidad, la batalla entre la mitificación de los héroes y la búsqueda de la verdad histórica se libra no solo en el mundo académico, sino en los medios de comunicación masiva. Entre la historia populachera, con héroes de bronce y villanos de teatro guiñol, y la historia enterrada en archivos y bibliotecas, a la que solo tienen acceso los especialistas, hay una zona intermedia donde el historiador intenta conjugar la erudición con la divulgación, la imparcialidad con la pasión crítica. Cuando esa historia influye en la opinión pública y además tiene buena calidad literaria, cumple una tarea educativa de primer orden. En países atrasados, el público televisivo solo tiene acceso a la visión épica de la historia, que busca siempre apuntalar un régimen o una ideología. Y cuando la épica no basta para idealizar a un caudillo, los demagogos más ramplones recurren a la hagiografía, como acaba de ocurrir en Venezuela con la canonización oficial de Hugo Chávez. Tras haber deificado a Bolívar, Chávez ocupó el lugar de Cristo en la teología populista venezolana, y ahora que ya está a la derecha del Padre, le ha cedido el trono celestial a San Pedro. La sublime aparición del prócer bolivariano en forma de pajarillo, referida con arrobo por el presidente interino Nicolás Maduro en el episodio más grotesco de su campaña, fue un vano intento por explotar en pleno siglo XXI la imaginería religiosa de la Edad Media. Solo faltó que el pajarillo defecara en la cabeza de Maduro para ungirlo como vicario. Maduro creyó que el milagroso revoloteo de su exjefe conmovería hasta las lágrimas a un núcleo importante del electorado, subestimando su espíritu crítico, pero esta vez erró el cálculo y su inepta cursilería le costó un millón de votos. Los artículos de fe mueven a las masas más que un estudio imparcial y sereno de la realidad, pero cuando esa fe se quiebra, como sucedió en este caso, la historia vuelve a recobrar su autoridad perdida. Desmontar los engaños de la épica o de la hagiografía muchas veces deja en la orfandad a los seguidores de un prócer. Algunos, incluso, se niegan a creer en los descubrimientos que les puedan derrumbar un ídolo. Por fortuna, cuando la verdad histórica vence a la leyenda, algo que tarde o temprano ocurrirá en Venezuela, los pueblos sacados del error dan un salto a la madurez.

Poner en duda la beatitud de los héroes significa para muchos una peligrosa tentativa revisionista que puede inducir a los ciudadanos a la indolencia. Si nadie alienta el sacrificio por el prójimo con esos ejemplos de entrega desinteresada a las causas justicieras o libertarias, ¿quién va a encabezar las batallas políticas del futuro? Por lo tanto, el historiador que pone en duda el heroísmo de un prócer, o lo contrapesa con la descripción de sus defectos, errores o pillerías, suele ser acusado de propagar un escepticismo nocivo y desmoralizante. La mentira piadosa, en estos casos, tiene numerosos adeptos, sobre todo entre los grupos políticos que recurren con más ahínco a la movilización social. Solo el entusiasmo saca a la calle a las multitudes y, en ciertas circunstancias, un buen conocimiento de la historia puede apagarlo. Si los asistentes a las marchas de protesta por el fraude electoral de 1988 nos hubiéramos detenido a reflexionar que el padre de nuestro candidato, el venerable Tata Lázaro, perpetró un alevoso fraude electoral contra el general Juan Andreu Almazán en 1940 o, cuando menos, concedió al PNR una completa libertad para cometerlo (la toma de casillas electorales a punta de ametralladora está documentada en las Memorias de Gonzalo N. Santos), quizás habríamos tenido menos simpatía por la izquierda cardenista, cuyas credenciales democráticas no eran del todo limpias. Pero la memoria histórica no necesariamente fomenta el escepticismo y el desencanto: también puede tener un efecto saludable cuando impide que los militantes de una causa repitan los atropellos cometidos por sus abuelos.

Otro ejemplo de revisión histórica que puede inducir a la desilusión es el retrato de Abraham Lincoln en la reciente película de Steven Spielberg, donde se nos muestra que Lincoln autorizó el soborno de algunos diputados, y extorsionó a otros, para sacar adelante la enmienda constitucional que estableció la igualdad jurídica entre negros y blancos. En este caso, la nobleza del fin justificaba su marrullería. Nada justificaba, en cambio, que Lincoln, bajo la presión de su esposa, haya eximido a su hijo mayor del servicio militar durante la Guerra Civil y, cuando por fin lo dejó ir a la guerra, lo nombrara ayudante de campo del general Grant, para no exponerlo a ningún peligro. Quien crea que los héroes jamás cometen injusticias tendrá aquí un motivo para sentirse decepcionado. Y sin embargo, la humanización del personaje puede contribuir también a inyectar una buena dosis de pragmatismo en los luchadores sociales del presente, porque, si nos atenemos a esta película, Lincoln no logró la igualdad de razas por tener convicciones firmes: obtuvo esa conquista social gracias a su talento para la zancadilla y el golpe bajo.

Como la desmitificación de los héroes tiene a veces importantes consecuencias en el ánimo popular, los buenos historiadores proceden con tiento a la hora de raspar el busto de un prócer. “Nadie es un héroe para su ayuda de cámara”, decía Montaigne, y podríamos decir también que nadie es un héroe para su biógrafo, pues un historiador escrupuloso llega a conocer a su objeto de estudio igual o mejor que los criados que le preparaban el baño. Pero como bien dijo Hegel al examinar este aforismo en la Fenomenología del espíritu: “El criado solo ve al hombre que viste, come y bebe, pero se le escapan las acciones que realiza el héroe en consonancia con el espíritu universal.” El biógrafo no puede limitarse, pues, al enfoque doméstico del ayuda de cámara: debe combinarlo con una clara visión de la coyuntura histórica en la que se encontraba el personaje, y precisar en qué forma y bajo qué circunstancias los avatares de su intimidad (amoríos, complejos, vicios, enfermedades) pueden condicionar algunas decisiones políticas importantes. Abundar demasiado en esos detalles, cuando no influyen en la actuación pública de un personaje, significa rebajar la historia al rango de chismografía. En la novela histórica, la visión del ayuda de cámara puede exponerse con más amplitud pero, incluso en ese género, lo que determina el valor de una obra es la capacidad del novelista para imbricar la vida privada con la vida pública, los secretos de alcoba con los secretos de Estado. Un ayuda de cámara con un doctorado en historia, que además tuviera capacidad de desdoblamiento, escribiría la mejor semblanza de un personaje histórico.

Si empañar la imagen de un héroe provoca reacciones que van del insulto a la excomunión, tampoco es fácil humanizar a personajes que la historia oficial ha satanizado. Pero, en este caso, la objetividad histórica también debe prevalecer sobre la simplificación épica, no para reivindicar al personaje, disculpando sus traiciones y latrocinios, sino para mostrar cuáles fueron las fuerzas políticas y sociales que lo respaldaron, y comparten, por lo tanto, su responsabilidad histórica. Los mejores estudios psicológicos de los tiranos no glorifican el despotismo: procuran, más bien, poner en claro cómo se puede alojar y desarrollar en el alma humana una ambición de poder absoluto. Un modelo insuperable de esta faena intuitiva es el Ricardo III de Shakespeare, la radiografía moral de un tullido que acumula rencores desde la infancia por su minusvalía física, y poco a poco va eliminando a todos los miembros de la familia real inglesa, por medio de crímenes y traiciones, hasta lograr sentarse en el trono. La densidad humana de Ricardo III nos permite conocer su alma corrompida casi tan bien como la nuestra. Shakespare no fue un apologista de la tiranía, pero sus dramas históricos nos invitan a establecer con los antihéroes un tipo de identificación opuesta a la del melodrama, un género que nos induce a simpatizar con las víctimas y a identificarnos con las almas nobles o los héroes justicieros. Millones de personas en todo el mundo sucumben a este autoengaño consolador. La humanización de un villano busca, en cambio, que el público haga un examen de conciencia y se ponga en guardia contra su propia voluntad de poder o contra las pulsiones homicidas que todos debemos reprimir para vivir en sociedad. Cualquier ambicioso con los rencores a flor de piel es un Ricardo III en potencia, pero la imagen autocomplaciente de uno mismo, reforzada por la telenovela o el cine comercial, es un gran obstáculo para entenderlo. La biografía no puede calar tan hondo en el alma humana como la novela o el drama, porque renunciaría a la objetividad, pero cuando retrata a las bestias negras de la historia con veracidad y sutileza en la observación del carácter, contribuye, también, a combatir el narcisismo de la conciencia.

El arduo trabajo de inocular sangre a las estatuas marmóreas no significa, por supuesto, que los héroes golpeados por la picota pierdan su puesto en el altar de la patria o los villanos queden absueltos. Dejar asentado que la santidad es incompatible con el poder solo puede incomodar a quienes desean manipular a una clientela política. La historia no trata de hacernos perder la fe en la nobleza humana: solo nos advierte que esa fe debe estar fundada en el retrato poliédrico de la personalidad y su circunstancia. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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