La música se nos presenta de manera ubicua en la vida cotidiana. Ya sea en los restaurantes, supermercados, centros comerciales, centros de trabajo, medios de transporte, etc. La realidad es que hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder pasar una jornada entera sin oír música. La escuchamos y no la escuchamos; prestamos atención unos segundos para después obviarla. Es una música que no tiene principio ni fin porque se percibe de forma fragmentaria y, por lo mismo, pierde el dinamismo temporal característico de cualquier música a la que se le ponga atención. Así escuchada es un adorno del espacio sonoro que nos rodea, y por eso es llamada música ambiental o de fondo. La música tradicional de los restaurantes de comida china que pareciera volver más auténtica nuestra experiencia gastronómica es un buen ejemplo o la música electrónica en tiendas de ropa que predispone al cliente a un ánimo de fiesta es otro. Lo que tienen de común los ejemplos mencionados es que aquel que programa esta música, como dice Josep Martí, tiene la intención de que dicha música sea un accesorio de otra actividad. De esta manera, poner música en la computadora mientras trabajamos es poner música de fondo. Ponernos un ipod en los oídos mientras vamos de camino al trabajo o hacemos ejercicio es programar música de fondo. Si se piensa en profundidad, resulta que son pocas las ocasiones en las que escuchamos música con atención y, más sorprendente aún, cuando es así, es dentro de un medio ritualizado como lo es el del concierto.
Si bien es cierto que nunca en la historia habíamos tenido tan fácil acceso a la música, también es cierto que, al darla por hecho y quitarle lo particular a esta experiencia, la hemos transformado en un artefacto para embellecer nuestros espacios sonoros y, muchas veces, aislarnos del ruido cotidiano, de la interacción con otras personas y retraernos en nuestro mundo íntimo. Pareciera que la música y sus poderes de sugestión emocional nos han ayudado a resguardarnos de la violencia sonora inherente a todas las grandes urbes y ayudado a personalizar nuestro espacio, como queriendo llevar nuestro hogar a cuestas.
Después del arte ready-made de Marcel Duchamp, como lo expone Yves Michaud,[1] vivimos en un mundo donde la estética ha ganado y dónde todos los objetos tienen que ser bellos, desde la lata de sopa de Andy Warhol hasta la computadora Mac. También ahora lo que escuchamos tiene que ser bello, y qué mejor manera para hacer esto que atiborrarnos de música ahí dónde vayamos. La consecuencia de esto, según lo denuncia Annie Le Brun,[2] es que ya hemos perdido la capacidad de la imaginación y de la oscuridad. Si todo objeto puede ser reconocido como arte, es decir que puede ser estetizado, la realidad se transforma en el imaginario, y viceversa. Y no solo eso, yo añadiría que otro problema es que, si se pierde la particularidad de la obra de arte, cada obra artística puede ser equiparada e igualada a otra, porque, como lo dice Michaud, lo que cuenta no es el objeto particular sino la experiencia estética que este causa. En este sentido, la categoría de género resurge de las profundidades para transformarse en realidad: Brahms, Bach y Mozart son lo mismo porque son música clásica, así como un cuadro de Monet es intercambiable por uno de Renoir o Manet porque son pintores impresionistas. No me sorprende entonces que la mayoría de los grupos de música comercial (incluidos los indie) suenen iguales entre sí y que no nos demos cuenta. La misma posibilidad que tengo de englobarlos en una etiqueta particular y que sean reconocidos es ejemplo de esto. Algo similar pasa con muchos de los compositores de música contemporánea de concierto donde, en el afán vanguardista, componen un ruido intercambiable por otro. Por suerte la música tiene todavía la ventaja escénica, que dentro del ritual del concierto particulariza la obra artística y la experiencia estética.