La puerta de Belén

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El camino que lleva a Belén baja por varios valles, sin rastro de nieve, y atraviesa un par de túneles cuando se viaja desde Jerusalén. Son sólo ocho kilómetros, pero aun así cabe hablar de viaje, casi de expedición. No todos los taxis aceptan el recorrido, hay que atravesar varios puntos de control en la carretera (incluso en la privilegiada para uso israelí que se toma a la ida), y es una visita que los israelíes no pueden hacer, siguiendo instrucciones de su gobierno. Claro que, desde hace seis años, tampoco los habitantes de Belén pueden ir a Jerusalén.

Tras los valles y los túneles empiezan las cuestas bordeadas de casas y pequeños comercios que llevan hasta la plaza del Pesebre, una amplia explanada rectangular donde unos cuantos chavales juegan al fútbol contra la tapia del imponente y semivacío centro de turismo, construido con dinero europeo –según anuncia una orgullosa placa. A un lado, emparedada entre el monasterio ortodoxo y el católico, la basílica de la Natividad. No es la iglesia más imponente del mundo, ni la más bella, ni la más venerada, pero sí la única imprescindible: conmemora el nacimiento de Jesús, es decir que si no existiera, no existiría ninguna otra.

Amables guías con su credencial palestina al cuello se ofrecen a mostrar la iglesia por un precio misérrimo, pero sin insistir demasiado, y un agente toma nota de la nacionalidad de los visitantes, “para las estadísticas”, sonríe. Una puerta baja da acceso al interior de la basílica, mandada construir en el siglo iv por Santa Helena, madre de Constantino (y patrona de los arqueólogos, los conversos, los divorciados, los matrimonios difíciles y las emperatrices, nunca está de más saberlo). Desde que en 326 comenzara su construcción, ha sufrido la revuelta de los samaritanos, la reconstrucción de Justiniano (que es la basílica actual), daños y retoques en las cruzadas y así hasta la fecha. Pese a tan ajetreada historia, aún perviven rastros de los mosaicos bizantinos, varias columnas con remates y pinturas de la época de las cruzadas y más allá de su significación religiosa, es una bonita basílica. Sin embargo, lo que más llama la atención es lo descuidada que está, la oscuridad que reina, los desconchones en las paredes, el monje armenio con hábito medieval que mira distraído e incongruente su teléfono móvil. Al bajar las escaleras que llevan a la gruta, esa impresión se agudiza. Las paredes de la nave inferior están ennegrecidas, una estrella de plata de catorce puntos marca el sitio donde la Virgen María dio a luz y un altarcito enfrente protege el pesebre. Claramente, no está pensado para un visitante que busque belleza, lo que cuenta aquí es el significado, no el significante.

De la basílica se puede acceder a la pequeña iglesia franciscana y al precioso claustro del convento, que data de las cruzadas. Pero hay poco más en Belén. Un gran hotel que se abrió para acoger a las riadas de peregrinos (ricos) que el proceso de paz iba a traer, y que se marchita lentamente al ritmo del conflicto. Frente a la basílica de la Natividad, al otro lado de la plaza, se alza una mezquita, y dos callejas comerciales trepan por la colina siguiente. Suciedad, pobreza, tienduchas que intentan atraer a los escasos turistas con el perenne eslogan de “es usted el primer cliente que entra hoy”, que aquí suena a cierto. Y las paredes recubiertas por cárteles que muestran a jóvenes sonrientes, como si fuera propaganda electoral. Pero cada uno enarbola una ametralladora, y sin poder descifrar lo que pone, la escalofriante conclusión es que son un último homenaje a los “mártires”, los terroristas suicidas.

El taxi de vuelta, palestino, sólo puede llegar hasta el punto de control más cercano, la puerta de Belén. Sólo entonces, al pie del muro, se da uno cuenta de lo que es. Nueve metros de hormigón, coronados de alambre de espino. Para atravesarlo, pasillos infinitos que hay que cruzar en fila de a uno, observados por cámaras que no se ven, y guiados por megafonía. Las palabras del taxista, en una risueña mezcla de inglés e italiano, adquieren más peso con cada verja que se cruza. “Vivimos en una cárcel, es grande, pero es una cárcel. No tenemos trabajo ni dinero, ni podemos salir a buscarlo. Así es imposible vivir.” Y luego la simpatía con que anima a otra visita. “Hay mucho que visitar en Belén, se pueden ver muchas cosas.” Y la sonrisa que se hiela al escuchar los atractivos turísticos de un pueblo desesperado: “Aquí tienen mi número, me llaman para avisar y yo les preparo la visita. Hay que ir a los campamentos de refugiados, para que los vean. Y, por supuesto, a ver a las familias de los mártires.” Ocupación y muro frente a atentados suicidas. El cerebro se bloquea porque con los horrores, como con el infinito, no se puede operar directamente. Mientras la soldado israelí quinceañera mira y remira un dni español y se inicia una tensa espera hasta que aparezca un superior y decida si eso sirve en vez de un pasaporte, las terribles dimensiones de un conflicto tan incomprensible como irresoluble se empiezan a manifestar con considerable nitidez. ~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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