Junto a los emblemas del รกguila y la serpiente y la Virgen de Guadalupe, desde hace algunas dรฉcadas ha ido cobrando fuerza un sรญmbolo nacional que en otros tiempos tuvo una cara risueรฑa y ahora nos amenaza con el ceรฑo fruncido. Me refiero, por supuesto, a la Muerte, omnipresente en todos los mercados de artesanรญas, y en miles de puestos ambulantes donde antes se vendรญan efigies de santos o estampas religiosas. Ya sea en forma caricaturesca o investida de un majestuoso poder, con la guadaรฑa en alto y el globo terrรกqueo bajo sus plantas, la huesuda nos persigue por todas partes. De los ochenta para acรก, nuestro culto a la “putilla del rubor helado”, como la llamรณ Gorostiza, dejรณ de ser un desafรญo humorรญstico o una temeridad festiva, y parece anunciar un retroceso espiritual de alcances impredecibles. La calavera Catrina de Josรฉ Guadalupe Posada estรก perdiendo vigencia y, junto con ella, la idea de que nos tomamos la muerte a broma, o la retamos con aire fanfarrรณn. Asรญ lo creen todavรญa los turistas y los corresponsales extranjeros con una idea superficial de nuestro folclor, pero el culto en expansiรณn de la Santa Muerte, una religiรณn amoral que en poco tiempo ha reclutado a millones de fieles, indica mรกs bien lo contrario: la efigie tenebrosa de la Parca inspira a muchos mexicanos un reverente pavor, no exento de ternura, que los ha llevado a erigirle iglesias y monumentos, ante la impotencia del clero catรณlico, incapaz de contener esta nueva oleada de paganismo.
Patrona de los desesperados, la Santa Muerte es una diosa marginal, surgida de los bajos fondos, que hace veinte o treinta aรฑos los delincuentes adoraban en la clandestinidad. Pero como la delincuencia en Mรฉxico ya no es una actividad clandestina y el prestigio social del hampa va en aumento, no solo en el submundo lumpen, sino en los cรญrculos mรกs encumbrados de la polรญtica y las finanzas, los adoradores de la muerte ya no tienen impedimentos para proclamar su fe con orgullo. No todos son narcos o sicarios que aspiran a tener una muerte benigna o le desean a sus enemigos una muerte lenta y atroz: mucha gente honrada tambiรฉn le rinde culto (incluyendo en este rubro a un buen nรบmero de travestis), sin renunciar a la adoraciรณn paralela de Cristo y la guadalupana, como los indios que en los primeros aรฑos de la colonia colocaban en el mismo altar a Cristo y a Huitzilopochtli.
El apelativo cariรฑoso de la nueva deidad, La Niรฑa Blanca, sugiere que la evangelizaciรณn no pudo erradicar de la memoria colectiva la huella de Coatlicue, a quien los antiguos mexicanos llamaban La Mujer Blanca. ¿Coincidencia o reminiscencia? Tal vez asistimos a una operaciรณn de sincretismo similar a la que se produjo entre Tonantzin y Guadalupe, pero de signo moral invertido: la madrecita protectora tiene ahora como antagonista a una madrastra vengativa y torva. De hecho, los sacerdotes de la Santa Muerte se ufanan de esa raigambre prehispรกnica para llevar agua a su molino. El cronista Pedro Sรกnchez cuenta que el introductor del nuevo culto en el barrio de Tepito, un cura catรณlico proclive a la apostasรญa, fue excomulgado por sostener que la Santa Muerte tenรญa un origen prehispรกnico (vรฉase el blog Palabras malditas, enero de 2012). Pero si ha resucitado un viejo sentimiento religioso, las circunstancias que propiciaron esta involuciรณn son claramente modernas: omnipotencia del crimen, menosprecio de la vida propia y ajena, descreimiento generalizado en las virtudes cรญvicas, ruptura de lazos comunitarios, necesidad de madrugar para no ser madrugado.
Los mexicanos del siglo XXI asociamos a la calavera Catrina, una imagen laica y burlona, con el talante de los revolucionarios que se jugaron la vida en los campos de batalla y tentaban a la suerte arrojando al aire una pistola cargada en la oscuridad de una cantina. Emperifollada como una dama porfiriana, esa muerte oligรกrquica era un espantajo al que los alzados debรญan escarnecer para darse valor. Su bisnieta posmoderna, en cambio, no tolera la menor falta de respeto, impone pavor a los valentones y solo otorga favores a quien se le humilla. En el fondo, sus feligreses veneran el valor suicida, como los fascistas espaรฑoles que allanaron la universidad de Salamanca gritando: “¡Viva la muerte!” Es un sรญntoma alarmante que el pontรญfice tepiteรฑo de la Niรฑa Blanca haya querido legitimarla por su linaje azteca. La reafirmaciรณn del orgullo indรญgena es casi una necesidad ontolรณgica para millones de mexicanos, pero santificar todo nuestro pasado podrรญa llevarnos, por ejemplo, a reivindicar los sacrificios humanos. Movido por la nostalgia de la barbarie, el fervor popular comete a veces graves aberraciones. La manera de combatirlas no es perseguir a los herejes (incluso el satanismo debe tener cabida en una sociedad libre), sino restaurar en la conciencia del pueblo (o inculcar en ella por primer vez) el vรญnculo entre el respeto a la ley y el amor a la vida, algo que solo podrรก ocurrir cuando haya una mejorรญa palpable en la imparticiรณn de justicia. La podredumbre institucional creรณ un paรญs en donde mucha gente quiere tener a la muerte de su lado. Mientras la impunidad reine en todos los frentes, la guadaรฑa seguirรก ganando adeptos y cortando cabezas.~
(ciudad de Mรฉxico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mรกs reciente, El vendedor de silencio.ย