Paul McCartney, confinado pero suelto

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Lo primero que se escucha –en la casi hipnótica “Long tailed winter bird”– es un insistente y disonante rasgueo de guitarra acústica. Minutos después entra esa voz que es la de siempre preguntando una y otra vez “¿Me extrañas?”. Y lo cierto es que no: porque Paul McCartney siempre está ahí. En sus buenas y en sus malas. Nunca pasó por crisis creativas. Sus frecuentes entregas siempre tienen como mínimo un nivel medio/alto y –suele ocurrir con los grandes de verdad; ahí está esa canción con coro de sapos– sus errores son más bizarros e interesantes y hasta meritorios que los aciertos de la mayoría. Y, en más de una ocasión, el paso del tiempo acaba dándole la razón de haber estado en lo cierto, solo que mucho tiempo antes de que la mayoría estuviese a la/su altura para comprenderlo. Así sucedió –vilipendiados en su momento y, mucho después, primero reconsiderados para enseguida ser consagrados como revolucionarios e imprescindibles– con los dos anteriores ejercicios de introspección a solas. Pruebas a las que McCartney no se somete sino que, más bien, se entrega y se dedica en momentos muy puntuales y marcados y remarcables de su vida y obra.

Así, McCartney (1970) fue en principio una suerte de arrebatado capricho/rabieta que encendió los motores del fin de The Beatles con lo que para muchos fue un rejunte de bocetos sónicos a medio hacer y hoy es entendido como la piedra fundamental de la mística indie/lo-fi. Así, de nuevo, McCartney II (1980), luego de desarmar al exitoso pero para él ya agotado proyecto de Wings, fue acusado de sucumbir a frívola moda tecnodisco (aunque su hipnótica “Coming up” despertó la envidia de John Lennon y estaba tanto más cerca del kraut rock y de la inminente y mejor postpunk new wave sintetizada y etnopolirritmia de Talking Heads & Co.) y ahora es pieza habitual en el sampleo-loop de los más respetados gurús de la electrónica cayendo de rodillas ante “Temporary secretary”.

El método ha sido siempre el mismo: tocarlo todo, ejecutar todos los instrumentos, autoexponer al incuestionable animal social y siempre tan feliz en banda y en constante tour mágico y misterioso a la soledad del estudio y a ver qué pasa y qué hace allí la Morsa que cantaba John pero –lo reconoció él mismo– en verdad era Paul. Y, sí, a esta altura ya ha quedado sobradamente establecido que McCartney fue siempre el más vanguardista-aventurero de los Fab Four. Y su carrera a solas, que por estos días cumple medio siglo, siempre ha ofrecido (y ahí está lo suyo junto a Youth bajo el inflamable alias de The Fireman) sitio para el experimento sónico de científico más o menos loco pero jamás demente.

La flamante tercera entrega (aunque, si nos ponemos obsesivos, podría considerarse al magnífico Chaos and creation in the backyard de 2005 o Memory almost full de 2007 como sendos McCartney II y 1/2) se titula, inevitablemente, McCartney III. Y –con portada de Ed Ruscha y fotos de hija Mary suplantando a las de la fallecida Linda– llega otra vez a tiempo para inaugurar/cerrar nueva década. Y repite sistema e instrucciones pero con/por circunstancias diferentes y más que atendibles: el arrebato solipsista esta vez fue provocado no por virulenta crisis personal sino por vírica mutación global que dejó bien clara la diferencia entre aislado y náufrago. De pronto el hit mundial en very very heavy rotation fue “Covid-19”. Y todos adentro y McCartney (suspendido tour mundial y postergados los fastos por el relanzamiento box-cincuentenario de Let it be) decidió que su lockdown sería un “rockdown”. Y se puso a jugar en su estudio doméstico en Sussex. Y de nuevo volvió a suceder y a sucederle lo mismo a McCartney que le sucedió a sus casi treinta y casi cuarenta años de edad. Otro autorretrato sónico de ahora casi octogenario titán del género (es un ejercicio interesante comparar al encandiladoramente crepuscular Rough and rowdy ways de su igual en historia y permanencia Bob Dylan con el constante amanecer de McCartney III) quien se descubre una y otra vez y sin sorpresa alguna como alguien que sigue siendo muy feliz de ser quien es y de que lo dejen ser.

De este modo –y mejorando con cada sucesiva audición– los once tracks de McCartney III se ofrecen, generosos, como la paradoja de lo introspectivo sonando extrovertido. Aquel “Let’em in” de Wings mutando a let all out y, se sabe, un artesano enciclopédico y multi-auto-referencial como McCartney tiene mucho para sacar fuera. Y lo cierto es que el sonido minimal y lleno de espacio resulta –luego de los un tanto hiperproducidos New en 2013 y el número uno en ventas Egypt station en 2018– un soplo de aire fresco a pesar de su génesis en encierro. Y mantiene las constantes vitales de siempre: melodías perfectas, versos sencillos (que no excluyen un cierto misterio), romanticismo a prueba de edad (la celebración del amor físico más allá de lo gerontológico viene siendo un rasgo recurrente en sus últimos álbumes), buen humor, revisitaciones a su legendario pasado, sabios consejos en su sencillez y primeros auxilios (ahí están el primer single “Find my way” o la ecológica “Seize the day”) y, en más de una ocasión, graciosos chistes malos. Y, claro, puertas abiertas para buscar significados e influencias e influidos. ¿Se burla “Pretty boys” de las radiaciones provocadas por The Beatles o de las actuales boy-bands by design? ¿Fue invocado el espíritu del último Johnny Cash en la mansa pero apocalíptica “Women and wives” con piano muy Nick Cave? ¿Será la boogie-marchosa y muy Abbey Road “Lavatory Lil” (otro maccapersonaje a unirse a Jude, Eleanor Rigby, The Fool on the hill, Rita, Junior, Rocky Racoon, Jenny Wren, Mawell, Lady Madonna, Uncle Albert & Admiral Halsey y tantos otros) un mensaje/vendetta contra su ex cazafortunas Heather Mills? ¿Suenan los más de ocho minutos de “Deep deep feeling” a una de esas suites aéreas y levitantes de Kate Bush? ¿Son la delicada “The kiss of Venus” o la feroz “Slidin’” algo que bien podría haber salido o encajar sin esfuerzo en aquel tan influyente y blanco The Beatles? ¿La idea de la muy sexual “Deep down” es la de proponer versión soul-carapálida y pseudo hip-hop de Prince zombi? Una cosa es cierta e incuestionable: llegado el final con la bucólica y pastoral postal de granjero preocupado por pollos y zanahorias y corderos y cercas y zorros y árboles en “Winter bird/When winter comes” (a partir de un viejo demo producido por George Martin por los tiempos de Flaming pie) queda claro que, mientras muchos salen a aplaudir a los balcones o a componer tóxicas odas a un virus, McCartney ha preferido entrar a hacer lo que siempre ha sido buena medicina. Aquello por lo que se le viene aplaudiendo desde que, junto a sus tres mejores amigos, rogó/ordenó eso de “Love me do”.

Ahora (aunque las críticas han sido extáticas en su casi totalidad y esperando que siga allí mucho tiempo más para no empezar a extrañarlo de verdad; lo próximo suyo será marcha atrás en biodocumental en seis episodios en conversación con Rick Rubin) solo queda aguardar el paso de veinte o treinta años para, por fin, enterarnos y comprender y descubrir qué fue lo que inventó y encontró Paul en el desde ya admirable y agradecible McCartney III. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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