Las vidas de Jorge Semprún

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Testigo y protagonista

Como pocos escritores de su tiempo, como a Malraux, a Arthur Koestler o a Orwell, a Semprún le tocó vivir como actor, no como testigo, los grandes hechos históricos del siglo XX. Sin embargo, tuvo la capacidad, muy infrecuente en el hombre de acción, de tomar una distancia intelectual para analizar lo que vivió o escribir ficciones a partir de su experiencia histórica. No se puede separar al Semprún militante, actor en los grandes acontecimientos históricos de su siglo, del escritor y del intelectual.

Le tocó vivir la Guerra Civil española en el exilio; luego, cuando viene la Segunda Guerra Mundial, es un estudiante de filosofía y pasa muy joven todavía a militar en la resistencia; es capturado por los nazis, es torturado y es enviado a la experiencia más atroz de la época, que son los campos de concentración. Pasa casi dos años en Buchenwald y sobrevive, en cierta forma, de milagro. Luego milita en el Partido Comunista, para vivir la utopía de la sociedad sin clases, de la igualdad absoluta, y durante muchos años es un militante muy arriesgado, porque durante el franquismo lo envían a España para tratar de constituir grupos o células comunistas en Madrid, y en cada viaje se juega literalmente la vida. Son los años de su pseudónimo, Federico Sánchez, sobre los que escribió después un libro muy interesante, la Autobiografía de Federico Sánchez; luego le toca vivir también la crisis del comunismo. Se convierte en una víctima del estalinismo: es expulsado por tratar de introducir en el comunismo español el eurocomunismo, más bien democrático y abierto, lo que para él es un desgarramiento terrible, porque había consagrado toda su vida al Partido Comunista, y luego tuvo que reconstruirse ideológicamente adoptando la cultura democrática, volviéndose un crítico tan severo como Orwell o Koestler de los viejos comunistas. Y luego está su inserción en el mundo democrático: llega a ser ministro de Cultura de un gobierno socialista sin perder nunca una independencia que desde que fue expulsado del Partido Comunista lo caracterizó siempre a la hora de escribir. Al vivir de esa manera tan intensa, y como actor de los grandes hechos históricos, Semprún fue un escritor comprometido en un momento en el que ya no estaba de moda la literatura comprometida. En El largo viaje, su primera novela, habló de su experiencia concentracionaria. Pero el libro de Semprún que me parece más admirable es La escritura o la vida, una reflexión sobre la manera en que la literatura puede dar un testimonio vívido, creativo y al mismo tiempo tremendamente enriquecedor, de lo que es la experiencia de la historia.

Es un libro muy hermoso, maravillosamente escrito, muy desgarrador, porque en él se encuentra todo el drama de una vida que estuvo constantemente enfrentada a fracturas terribles.

Semprún y yo fuimos muy amigos. Y siempre fue para mí una experiencia riquísima conversar con él. Era un hombre muy discreto, no exhibía para nada esa experiencia tan intensa y tan diversa que tuvo; jamás le oí hablar, por ejemplo, de los campos de concentración, salvo una vez que me impresionó mucho, porque nunca le había visto tan conmovido. Era 1992, yo estaba viviendo en Berlín y él acababa de ir por primera vez a Buchenwald desde que estuviera preso allí dos años. Hizo escala en Berín y estuvimos conversando; estaba completamente afectado cuando me dijo: “A mí me salvó la vida un hombre ante el que tuve que registrarme la noche que llegué a Buchenwald. Se trataba de un prisionero político alemán que tomaba registro de los que llegaban a los campos.” Semprún se acordaba claramente de que ese hombre alemán le preguntó cuál era su profesión, y él le dijo que era estudiante de filosofía. Entonces, recordaba, el alemán levantó la vista e hizo un movimiento negativo con la cabeza, como diciéndole que no. Pero él insistió. Le dijo: “Sí, sí, estudiante de filosofía.” Y el alemán escribió en el registro. Pero Semprún nunca vio lo que escribía hasta que en 1992 volvió a Buchenwald y le mostraron el registro, recordó la escena y se dio cuenta de que en el rubro “profesión” el alemán había escrito “estucador”, “stukateur”, obrero del estuco. A los estudiantes de filosofía y a los intelectuales los fusilaban inmediatamente. Al hacerlo pasar como obrero le salvó la vida, y eso lo descubrió en 1992. Es la vez que vi más afectado a Semprún, quien tenía esa cosa elegante de disimular sus sentimientos. Él estaba profundamente emocionado porque descubrió medio siglo después que quien le había salvado la vida era un prisionero político alemán.

Era muy buena persona, muy buen amigo, generoso, un hombre más bien modesto y templado por esas experiencias terribles. Me ha dado pena su muerte: tengo la sensación de que desaparece un determinado linaje de escritor que ya no puede existir en el mundo de hoy. ~

Mario Vargas Llosa

Transcripción de una entrevista telefónica con la redacción.


Semprún cuando ya era Semprún

No es fácil imaginárselo por entonces, aunque él lo haya contado y aunque haya sido un espacio habitual de su memoria novelesca. O quizá precisamente por eso resulta tan difícil: porque sabemos que nuestra construcción es cautiva de su propio relato y no hay modo de contrastarla. Pero importa poco en lo básico: la experiencia de Buchenwald reforzó la fe en el Partido Comunista, no solo en su lucha contra la dictadura de Franco sino contra el poder del capital y la desigualdad. Y seguramente en esa militancia, y en otras razones puramente temperamentales, radica la precocidad de un modo activo de vivir el exilio: no como trauma incurable, no como estadio de espera, no como drama intangible sino como condición material de la lucha por la propia nación, como espacio de desarrollo personal y como oportunidad de acción programada y restitutiva de lo perdido.

Tampoco en esto fue previsible Semprún. Su modo de combatir la nostalgia inhibidora del exiliado fue rehacer su vida más allá de una primera derrota –la Guerra Civil– y de una victoria contra Buchenwald. Entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta se despliega la actividad del militante en Francia y sobre todo su colaboración en las revistas del partido: a Felipe Nieto se debe el estudio meticuloso de ese material, sobre todo de sus contribuciones a las revistas Independencia y Nuestro Tiempo. Lo que mejor se recuerda de esa etapa son sus autoparodias y la estupefacción misma con la que Semprún se evocó en fase estalinista: no calló sus odas a la “Pasionaria” ni dejó de citar los efectos narcóticos que el totalitarismo dejó en sus versos y en algunas de sus ideas de entonces.

Pero no todo va tan simple en Semprún. En aquellos años hizo más cosas que ser predicador de la fe y defensor cerrado del estalinismo porque entre sus artículos hay alguna precoz autobiografía sintética y hay sobre todo una meditación sobre el exilio que también es infrecuente. A la altura de finales de los años cuarenta son muy pocos los exiliados que defienden una acción intelectual o política relacionada activamente con la España del interior y pensada para ella contra el desánimo: en público apenas habrán hablado en favor de ese enfoque Corpus Barga en 1946 y Francisco Ayala en 1949. Y en público apenas se habrá oído desde el exilio el repudio de la pena como emoción del exiliado, que formula con un punto de intransigencia en su artículo “Ardiente proximidad”, publicado en la revista Independencia (febrero-marzo, 1947):

y eso no, y mil veces no. El masoquismo puede ser un ingrediente literario pero aquí no viene a cuento. La razón de nuestra existencia es exactamente la contraria [a la pena], es la voluntad de hacer desaparecer nuestra pena. El sufrimiento nuestro debe ser estímulo y no complacencia en sí mismo. El orgullo del hombre no reside en el sufrir (¡vaya romanticismo!) sino en el ser dichoso y todas nuestras fuerzas deben tender a realizar nuestra dicha.

Y tampoco el pasado ha de ser el lastre que impida avanzar porque “el tiempo pasado no está petrificado, continúa fluyendo: petrificados están quizá algunos entre nosotros, pero el tiempo no. No está quieto, no nos espía [sic], nos empuja adelante, nos lleva en andas, cada recuerdo contiene un germen, una promesa de porvenir”. Sobre todo si la vocación del exiliado tiene que ver con la literatura o la actividad intelectual, porque entonces habrá de ser capaz de metabolizar su maduración en otro país y otro medio, sin temor a la contaminación o a la pérdida de las raíces: “¿es eso perder los factores constantes de cultura? No me parece así, por lo menos mientras se conserve vivaz la decisión de hacer lo que esté en nuestro poder para matar al destierro, para desterrarnos de él y recobrar la vida nueva, próxima, de nuestra patria reconquistada”.

La única vía de hacerlo y de “reincorporarnos a nuestro medio cultural, subterráneamente intacto bajo la costra del franquismo”, habrá de ser abandonar la pena y la tristeza o el abatimiento, porque esa decisión “implica el prescindir de la angustia devorándose a sí misma” que reflejan demasiados documentos y cartas procedentes del exilio.

Y ni siquiera les acepta otro error más. La juventud más joven del exilio no ha construido imagen idílica alguna del pasado ni de España, sino más bien lo contrario. Por eso Semprún echa la vista atrás de sus apenas veinticinco años:

¿Mis recuerdos de España? Un breve tiempo infantil, templado y quieto, con tardes en el Retiro y veranos santanderinos o vascongados; en seguida, a los siete años, la calle de Alcalá cubierta por el gentío republicano, un trece de abril, y a los once, los tiroteos de octubre, y a los trece, un día de julio veraniego, el primer camión con fusiles y cantos y las bombas sobre Bilbao y aquella noche sin dormir, en una ciudad extranjera, sin dormir y llorando porque los periódicos “bien informados” anunciaban la caída de Madrid; y más tarde, mucho más tarde, una mañana gris y fría en el patio de un liceo parisino, el odio anudando mi garganta al enterarme de la entrega de Madrid por un puñado de traidores.

Y claro que el destierro ha cambiado al desterrado: “hemos cambiado por haber adquirido una conciencia más aguda de lo que somos, de lo que éramos naturalmente antes, más españoles cada día y por serlo más, e intentar serlo mejor, más permeables a lo que en el mundo entero haya que sea verdadero”.

 

Y entre esas cosas está la memoria reciente “en aquella noche, ¿os acordáis?, doblemente desterrados en el campo de Buchenwald, cuando estábamos reunidos para celebrar el aniversario del primer día de nuestra guerra, que dura aún, rodeados del fraternal calor de voces francesas, rusas, alemanas, checas, yugoeslavas, de voces de todo el mundo cantando con nosotros ‘El paso del Ebro’, las canciones del Ejército Popular”. Semprún estaba ya ahí. ~

Jordi Gracia


Por qué Europa nace en el lager

Jorge Semprún y Elie Wiesel mantienen una conversación cincuenta años después de ser liberados de Buchenwald. Ninguno de los dos quiere ser el último superviviente. Ellos han ligado el futuro de la humanidad a la memoria de la barbarie que han experimentado. Lo que al ser humano quepa esperar pende de un hilo tan delicado y exigente como repensar todo –el mundo y el hombre– a partir del lager. Saben que han fracasado en su intento. El mundo sigue como si nada hubiera ocurrido. La responsabilidad del último superviviente consistirá en un último esfuerzo, un esfuerzo sobrehumano, para convencer a sus congéneres de lo que en tantos años y con tantos supervivientes no se ha conseguido, a saber, que Auschwitz es lo que da que pensar. Uno y otro piden que se les ahorre esa responsabilidad.

Sorprende esa reacción en quienes han asumido por entero su papel de testigos. A Semprún le costó lo suyo porque entendió enseguida que tenía que escoger entre la memoria y la vida. Durante dieciséis años optó por la vida, tratando de olvidar el campo con una existencia trepidante como era la del agitador clandestino comunista en la España de Franco. Hasta que se reconcilió con lo inevitable, a saber, que “el débil estertor del moribundo era la patria de la que no podía escapar”. Su centro existencial era la experiencia de muerte que no podía dejar atrás. Murió entonces Federico Sánchez, su nombre de guerra en el Partido Comunista, y el superviviente de Buchenwald apareció encarnado en el autor de memorables relatos.

Se le reconoce a Semprún un enorme talento literario, pero la fuerza de El largo viaje, La escritura o la vida y tantos otros es la carga filosófica de su narrativa. El que fuera estudiante de filosofía en la Sorbona interpretaba el campo como expresión del mal absoluto. El hitlerismo había organizado la vida concentracionaria de manera que el deportado interiorizara que la muerte no era una posibilidad, como para los demás mortales, sino una fatalidad que le esperaba en cualquier segundo de su existencia. La suya era una vida construida para y desde la muerte. Para Semprún ese supuesto nazi era un desafío que no podía eludir y al que tenía que dar una respuesta.

Esto explica la importancia que tienen en sus relatos los moribundos. Era la cita del mal absoluto con el combatiente. Recordemos, por ejemplo, la muerte en sus brazos de su maestro, Maurice Halbwachs, el autor inolvidable de extraordinarias investigaciones sobre la memoria. Semprún le recita a modo de plegaria unos versos de Baudelaire: “Ô Mort, vieux capitaine, il est temps! levons l’ancre! […] Nos coeurs que tu connais sont remplis de rayons!”, mientras el agonizante sonríe “con la mirada sobre mí fraterna”. O la agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que hasta había pasado por Auschwitz. Otra vez la poesía, esta vez de César Vallejo, para fraternizar con el agonizante: “Al fin la batalla, / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre / y le dijo: ‘¡No mueras, te amo tanto!’ / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.”

Semprún acude a la muerte de Morales, como un año antes a la de Halbwachs, para luchar contra el mal absoluto con el arma de la “fraternización del morir”. Frente a la idea hitleriana de que la muerte era el destino fatal del prisionero, Semprún la presenta como una opción a favor de la vida. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar el destino al nazi y decirle que “todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”. La muerte que el nazi esgrimía como una fatalidad era vivida por ellos como una opción libre, fraterna, en favor de un mundo mejor.

En el campo se había librado la gran batalla entre el hombre y la barbarie. Por eso, en su última aparición en Buchenwald, el pasado 11 de abril, invitaba a los europeos a visitar Buchenwald “para meditar sobre el origen de Europa y sus valores”. En un momento como el actual, donde los intereses nacionales o nacionalistas, sobre todo en Alemania, priman sobre la construcción de Europa, esa invitación, a modo de testamento, no debería echarse a perder.

Que a una figura tan lúcida y comprometida como Semprún se le siga negando el reconocimiento debido en España es prueba de la mezquindad de los unos, y de la pervivencia del franquismo, en los otros. ~

Reyes Mate


Federico Sánchez

A mí, la época de activa clandestinidad de Jorge Semprún que, como Federico Sánchez, el miembro más joven de la dirección del PCE, tuvo a su cargo la organización de las células del interior en los tiempos más duros del franquismo, me quedaba muy lejos. En el momento de su expulsión del partido yo contaba apenas trece años y nunca había conocido a un comunista. El Semprún que traté desde comienzos de los ochenta, aunque aureolado por la leyenda de resistente que él mismo se había ido construyendo en su autobiografía y en sus novelas, era un anticomunista menos vehemente que su amigo Yves Montand, que proclamaba su intención de partirle los morros al primer miembro histórico del pcf que se cruzara en su camino.

Jorge explotaba con discreción su ejecutoria de temprano disidente, al menos en España, donde el carrillismo se había derrumbado antes incluso de que aquel aterrizase en Madrid convertido en flamante ministro de Cultura del  gobierno de Felipe González. Como miembro del gobierno, sus relaciones con los restos del pce eurocomunista fueron templadas y correctas. Así y todo, le vi zumbarse de lo lindo con castristas cubanos y españoles en el memorable pandemonio que puso fin al Congreso de Intelectuales de 1987, celebrado por todo lo alto en el Palau de la Música de Valencia, acontecimiento un tanto cómico que precedió a la perestroika, y en el que Semprún, Daniel Cohn-Bendit, Carlos Franqui, Vargas Llosa y Savater, entre otros, se liaron a bofetadas con la delegación cubana presidida por Manuel Barnet, Pablo Armando Fernández y Lisandro Otero, apoyada por la claque de los comunistas de Ignacio Gallego, y más o menos capitaneada por Paco Rabal (yo, que me hallaba en el escenario, no pude intervenir en la bronca porque ponía todo mi esfuerzo en contener a Octavio Paz, que pugnaba por lanzarse al patio de butacas bastón en ristre). La refriega terminó cuando Vázquez Montalbán, que presidía la sesión, consiguió hacerse oír por encima del barullo y dio la noticia del atentado que eta acababa de cometer en el Hipercor de Barcelona. Por lo que recuerdo, lo que provocó la pelea fue un insulto directo de Barnet a Semprún, que respondió levantándose de su asiento e invitando al escritor castrista a repetírselo cara a cara.

Es cierto que, como ha recordado Joaquín Leguina, que lo conoció en París, en 1965, Jorge tenía un atractivo personal suficiente como para embarcar a sus amigos en aventuras políticas mucho más arriesgadas que un eventual reparto de mamporros, pero, en honor a la verdad, creo que, en lo que concierne al descubrimiento del carácter totalitario y criminal del comunismo, la izquierda antifranquista le debió más a Fernando Claudín, es decir, a un disidente menos romántico y más fríamente analítico. Los libros de Claudín –en particular La crisis del movimiento comunista (París, Ruedo Ibérico, 1970)– nos influyeron en mayor medida que la Autobiografía de Federico Sánchez, que apareció en plena Transición, cuando la estrella del eurocomunismo declinaba rápidamente. Dudo incluso de que tuviera un peso significativo en la catástrofe electoral del PCE de 1979. Pero Semprún y Claudín ilustraron la sensatez democrática de un sector del antifranquismo de izquierda, cuya existencia se empeñan hoy en negar –basándose en extrapolaciones de sus propias experiencias autobiográficas– autores procedentes de otros medios del antifranquismo, irremediablemente totalitarios e insensatos. ~

Jon Juaristi


Un horror y el otro

No he leído todo Jorge Semprún y me arriesgo a la injusticia afirmando que sus dos libros fundamentales, los que articulan el sentido último de su obra, son El largo viaje (1963) y Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Él mismo pareció compartir este juicio cuando, en varias entrevistas, insistió en que el origen de su escritura debía encontrarse en la voluntad de testimonio que siguió a la experiencia de los dos totalitarismos del siglo xx: el fascismo y el comunismo. Ambos, sufridos en carne propia: como recluso del campo de concentración de Buchenwald en los cuarenta y como disidente del comunismo español en los sesenta.

Como en todo escritor que comienza tarde su carrera –publicó su primer libro a los cuarenta años–, el origen de la escritura de Semprún adquiere un significado misterioso y, a la vez, inteligible. La explicación que él diera y que han reiterado, con menor claridad, decenas de críticos, biógrafos y psicoanalistas, es que, tras sobrevivir a Buchenwald, se sumergió en la lucha clandestina de los comunistas españoles contra el franquismo. Su función en esa lucha fue, inicialmente, más ideológica y propagandística, lo cual liberaba su vocación literaria por otros medios. Luego Federico Sánchez –su nombre clandestino– pasaría a la acción subversiva contra el régimen franquista, traduciendo la memoria de una víctima del fascismo en conspiración y violencia antiautoritaria.

Hasta 1962, Semprún experimentó con diversos tipos de escritura (poesía, cuentos, novelas, teatro, periodismo, ensayo…), pero ninguno le satisfizo. Ese año, cuando la ruptura con el liderazgo del Partido Comunista de España se precipita luego de su destitución al frente de la clandestinidad y de sonadas divergencias con Santiago Carrillo, las notas sobre Buchenwald, que ha acumulado durante veinte años, comienzan a tomar forma. Meses después de la aparición de El largo viaje, el estremecedor relato sobre la vida en aquella institución nazi, se produce la reunión del Comité Central del PCE en la que Dolores Ibárruri (la “Pasionaria”) pide la expulsión de Federico Sánchez y Fernando Claudín y los condena al “infierno de las tinieblas exteriores”, como dirá Semprún en la Autobiografía.

La muerte de Federico Sánchez como militante del PCE representó el nacimiento de Jorge Semprún como autor.

 

Una autoría que se desplegó en la memoria de los dos grandes horrores del siglo XX, el fascismo y el comunismo, como si la literatura misma requiriera de ese testimonio para poder existir. La célebre tesis de Theodor W. Adorno de que la poesía después de Auschwitz podía constituir un acto de barbarie lograba un mentís frontal en la obra de Semprún, que no afirmaba solo la literatura, sino, específicamente, el testimonio de la barbarie nazi como acto de civilización. Lo curioso es que, en Semprún, ese testimonio iba de la mano del otro, el de la barbarie comunista, inadmisible para la mayoría de los propios críticos del fascismo. Esa ruptura con el comunismo, en tanto sublimación del antifascismo, hacía de Semprún una mezcla de Primo Levi y Alexander Solzhenitsyn.

No fue Semprún, desde luego, una víctima del comunismo como Solzhenitsyn, Mandelstam o Shalámov. Los dolores de su memoria no provenían del gulag sino de las noches sin sueño de Buchenwald, del pesadillesco vaivén de la lealtad y la traición, de las mañanas de domingo en aquella triste biblioteca de varios miles de volúmenes donde descubrió ¡Absalón, Absalón! de William Faulkner y no quiso salir de sus páginas. El sufrimiento de la familia Sutpen, en el sur norteamericano del siglo XIX, era un alivio en aquellos días de hambre y trabajo en las afueras de Weimar. Pero, aunque Semprún no estuvo en un campo de concentración de Stalin, hizo de sus libros conjuras contra el olvido de ambos horrores.

Entre 1964 y 1968, luego de su expulsión del pce, se elaboró intelectualmente la disidencia de Semprún. Ya en 1969, cuando aparece La segunda muerte de Ramón Mercader, dicha disidencia posee todos sus elementos constitutivos. La crítica de Semprún al comunismo era doble: por un lado, dicho sistema, en los países que se había establecido como poder, anulaba las libertades públicas modernas que defendió el propio Marx; por el otro, los comunistas, donde eran oposición –legal o clandestina, pacífica o violenta– o donde gobernaban, como la Unión Soviética o Cuba, se desentendían del objetivo principal del bolchevismo originario, que era transferir todo el poder a los consejos obreros, y creaban una estructura burocrática de dirección a la que debían subordinarse los militantes, bajo criterios de lealtad doctrinal y política similares a los de la Iglesia católica.

En La segunda muerte de Ramón Mercader, un relato sobre la ficticia ejecución del asesino de Trotski en Ámsterdam –como es sabido, Mercader moriría en La Habana, en los setenta, protegido por Fidel Castro– que le sirvió de pretexto para historiar críticamente el estalinismo y el entendimiento de los comunistas españoles con el mismo, y, sobre todo, en la Autobiografía de Federico Sánchez, esos son los dos argumentos básicos: la analogía del Partido Comunista y la Iglesia católica y el cuestionamiento de la falta de autonomía individual y comunitaria bajo el comunismo. Evidentemente, Semprún ya había conformado esta disidencia antes de 1968, algo excepcional para la izquierda europea de entonces, que comenzó a distanciarse públicamente de Moscú y de La Habana a partir de aquel año.

Las críticas de Semprún al socialismo cubano son, en este sentido, ejemplares –por raras– dentro de la izquierda iberoamericana de los años sesenta y setenta, tan dada a disculpar el totalitarismo habanero desde la legítima oposición a la política de Estados Unidos hacia la isla. Ya en La segunda muerte de Ramón Mercader se leía el rechazo a la invasión soviética a Checoslovaquia e, indirectamente, se aludía a la estalinización del socialismo cubano. Dos años después, Semprún sería, junto con los hermanos Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente y otros cuantos escritores españoles más, uno de los firmantes de la “primera carta a Fidel Castro” (1971) en contra del encarcelamiento, en La Habana, del poeta Heberto Padilla.

Para 1975, cuando se celebra el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, Jorge Semprún confirmaba la sovietización institucional del socialismo cubano. Sus juicios sobre ese proceso en la Autobiografía siguen siendo irrebatibles más de tres décadas después. Decía entonces Semprún que la coronación de Fidel Castro al frente del Estado y del Partido Comunista en Cuba no hacía más que reproducir la misma estructura autocrática que habían diseñado Stalin en la Unión Soviética y Mao en China: “el Partido es su ego y su superego. El Partido lo resume todo y en Él el Partido se consume, o sea, es consumido y consumado”. Fidel, agrega, rinde culto a sí mismo a través del partido, pero, a diferencia de Santiago Carrillo o Maurice Thorez o Jacques Duclos, que hablan el lenguaje de la política moderna, se expresa en “la lengua de la burguesía colonial española”.

Quien esto escribía era un intelectual al que era imposible escamotear su lucha a muerte contra el fascismo desde las filas del comunismo. Un intelectual, para colmo, que seguía afirmando su posición pública en la izquierda y que, en contra de los tantos prejuicios acumulados por la ortodoxia prosoviética, tenía el coraje de vindicar una filiación socialdemócrata. Semprún no sería el primero ni el último de los comunistas del siglo XX en desplazarse a la socialdemocracia, pero tal vez fue uno de los que experimentó dicho desplazamiento con mayor coherencia. Su principal reproche al comunismo es que había hecho de la institución del partido único lo que los fundadores del marxismo no habían propuesto: un doble de la Iglesia católica e, incluso, un doble del Estado absolutista. Al salvar el legado libertario del marxismo y de todos los socialismos de los dos últimos siglos –sin excluir al anarquista–, Semprún supo llegar a la socialdemocracia sin renunciar a las ideas y valores de su juventud antifascista. ~

 Rafael Rojas


Lenguas, nombres, vidas

1. Jorge Semprún ha sido un magnífico ejemplo de intelectual europeo. En varias ocasiones se autodefinió como “intelectual inorgánico”, categoría en la que incluía, asimismo, a su amigo Mario Vargas Llosa. Su evolución desde la interiorización de la verdad de las mentiras del comunismo al reconocimiento de las mentiras de la verdad comunista resulta sintomática de los vaivenes de un pesado y corto siglo XX. Europa fue su territorio. Era perfectamente bilingüe, español-francés, al margen de su particular relación, desde la infancia, con la lengua alemana. Aunque la mayor parte de la obra literaria de Semprún apareciera originalmente en francés, algunos libros lo hicieron en español. En 2010, escribió: “Soy, es bien sabido, bilingüe, lo que me provoca, lo confieso, una suerte de esquizofrenia: ¿soy español, soy francés?” A nivel lingüístico, no obstante, lo realmente trascendente para Semprún era el lenguaje, no la lengua. Como le comenta Lorenzo Avendaño a Michael Leidson en las últimas páginas de la novela Veinte años y un día, de 2003, “La patria del escritor no creo que sea la lengua, sino el lenguaje…”.

2. Rosa Montero aludió en una ocasión, con notable ingenio, a “esos múltiples Semprunes bilingües y bivitales”. Más de una lengua, más de una vida, pero, asimismo, más de un nombre. Jorge Semprún ha sido solamente uno de los nombres de Jorge Semprún. Semprún, con tilde, en España, pero Semprun, sin el signo anterior, en Francia. Jorge, pronunciado a la española, pero también a la francesa, Georges, como le llamaba su querida Colette. Federico Sánchez fue uno de los nombres del escritor Jorge Semprún: “Federico Sánchez nace como Federico (nace sin apellido) en 1953, cuando se produce mi primer viaje clandestino a España”, anotó. Federico Sánchez fue y es, en cierto modo, el nombre de una de las vidas de Jorge Semprún. Muchos nombres y muchas vidas coinciden en la persona y en el personaje de este escritor. Nombres como Federico Sánchez, el pseudónimo oficial de la etapa comunista, pero también Rafael Artigas, Agustín Larrea, Gérard Sorel, Camille Salagnac, Rafael Bustamante u otros tantos para los dni falsos de la clandestinidad y para las reuniones secretas. O, asimismo, “Pajarito” –mote con el que le bautizara Berta Muñoz, la hija de Ricardo Muñoz Suay y Nieves Arrazola, que, en la época en la que Semprún estaba alojado en su casa, no sabía decir Federico–, que no fue inusual. Todos eran su nombre, todos resultaban nombres verdaderos, como asegura Gérard –Gérard Sorel– en Aquel domingo (Quel beau dimanche!, 1980): “Mi verdadero nombre es Gérard, le dije interrumpiéndole. ¡Mi verdadero nombre es Sánchez, Artigas, Salagnac, Bustamante, Larrea!” En La algarabía (L’algarabie), publicada en 1981, el personaje principal es precisamente Rafael Artigas y el juego en torno a nombres verdaderos y verdaderas identidades se mantiene desde las primeras páginas hasta el final de la novela.

3. Del nombre Artigas, en concreto, aseguraba en Adiós, luz de veranos (Adieu, vive clarté, 1998): “Artigas ha sido uno de los numerosos pseudónimos (o nombres de guerra: me gusta mucho esta locución, que refleja la realidad de la época) que utilicé en la clandestinidad antifranquista, durante el decenio de mi doble vida. Mi otra vida.” En todos estos personajes, que llevan otros nombres, de otras vidas, de Jorge Semprún, se refleja o se fusiona el personaje-escritor Semprún. Nombres diferentes para distintas vidas. Vida, otra vida, doble vida, ciclo de la vida, una vida anterior, una vida más tarde… constituyen, todas ellas, expresiones que pueden encontrarse de forma habitual en las obras de Semprún. Las vidas de Semprún: la infancia, el exilio, la resistencia, el campo de concentración, la vida en el comunismo, la escritura, el cine, la política. Más vidas que un gato. Las vidas y la vida, el amor por la vida a fin de cuentas, son fundamentales en este gran intelectual. “Lo que resulta maravilloso es poder maravillarse de estar vivo”, escribió en Federico Sánchez se despide de ustedes (1993). Jorge Semprún, el amante de la vida, nacido en Madrid en 1923, se encontró cara a cara con la muerte el 7 de junio de 2011 en su bonito y acogedor apartamento parisino de la rue de l’Université. ~

Jordi Canal

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