¿Qué razón hay para que no tengamos prontitud para los hombres?” Esta frase, incluida en el prólogo a la primera edición de las Novelas amorosas y ejemplares (1637) de María de Zayas, llama inevitablemente la atención tras la serie de argumentos que presenta su autora para defender las capacidades intelectuales de la mujer. Todas las ediciones posteriores de las Novelas han corregido y enmendado “hombres” por “libros”, incuestionablemente una elección más afín al discurso de Zayas, considerada la “primera feminista de España”, sobre “¿qué razón hay para que no tengamos prontitud para los libros?”. Esta enmienda, se supone, fue hecha por la misma autora, según figura en la portada de la segunda edición de las Novelas –una leyenda que se usaba entonces sin ton ni son y que no siempre era fidedigna–, lo que nos deja la pregunta del origen del “hombres”: ¿habría sido un descuido de su propia autora, o habría sido algo de la cosecha de su primer editor o de cualquiera de los involucrados en la composición de ese libro? No lo sabremos nunca. Quizá en casos como el de Quevedo, bien conocido por su labor de autoedición, podríamos esclarecer curiosidades de esta naturaleza. Pero no todos son Quevedo, de manera que tratar de restituir un texto antiguo a la forma más fiel a la voluntad de su autor –objetivo de una edición crítica– siempre será un reto.
De la cabeza de su creador a la del lector contemporáneo, muchas manos intervienen en el proceso de conformación de un ejemplar (pensemos en el autor, su editor, los copistas, pero también en la censura acorde a la época), tantas como todas las ediciones y traducciones que ha merecido la obra con el paso de los siglos. Cuando se trata de obras que han gozado de pocas ediciones, este recorrido por la historia editorial puede ser bastante sencillo, pero cuando estamos hablando del Quijote –u otras obras monumentales con incontables ediciones– la labor se torna más compleja. Y, no obstante, aun con tantos avances tecnológicos, en la actualidad el camino que se sigue es el labrado antaño y que, en muy pocas palabras, se resume en localizar las distintas versiones o testimonios de la obra, cotejarlas entre sí, considerar todas las variantes y, posteriormente, fijar el texto base –es decir, elegir la versión que, como editor, uno considera que es la más fiel a la idea original del autor–. Para muchos se trata de una labor tediosa, y probablemente tenga mucho que ver que el cotejo, absolutamente necesario, deviene una actividad mecánica y sistemática: tomar una edición o testimonio y compararla con los demás; todas las ediciones contra todas y a ver qué sale. Cada quien escoge cómo ejecutar este paso; si se tiene suerte se puede confiar en que un equipo de trabajo en unas cuantas sesiones podrá hacer un cotejo colectivo simultáneo de la obra (por ejemplo, a cada integrante se le asigna una edición y mientras alguien lee una, usualmente la primera en orden cronológico, todos van anotando y consignando en qué va variando cada edición). Mucho más tardado es cuando toda la labor de cotejo se hace de manera individual, porque no hay ni cómo agilizarlo: se tiene que leer y contrastar cada testimonio.
Uno pensaría que en pleno siglo XXI, y gracias al apoyo tecnológico, este trabajo sería más sencillo, pero lamentablemente pasan los años y el procedimiento no ha cambiado mucho debido a la tardía y muy lenta incorporación –si acaso podemos aseverar que ya ha llegado– de la tecnología a las humanidades (acaso más distante aún en el caso de la filología). Pero hay proyectos que están aprovechando la tecnología para la crítica textual. Un caso pionero es el de la “Edición electrónica virtual variorum del Quijote”, a cargo de Eduardo Urbina, de la Texas a&m University, cuyo objetivo ha sido la elaboración de un “archivo hipertextual” o un intento de hiperedición, caracterizada por el uso de hipervínculos, de la obra cervantina. Para conseguirlo, básicamente han aplicado el uso de herramientas tecnológicas a las prácticas de edición convencionales o tradicionales a fin de obtener una edición capaz de mostrar todos los distintos ejemplares y todas las variantes encontradas pero de manera simultánea, o bien, ofreciendo al lector la posibilidad de elegir cuáles de estas variantes desea ver. El resultado, sin embargo, es aún muy rudimentario. Las ediciones críticas por lo general presentan el texto base y, en las notas al pie, recogen cada una de las variantes; esto se entiende por la naturaleza limitada del papel, pero mediante una hiperedición lo deseable es que el usuario se apropie de la obra y elija qué variantes ver: una, dos, todas al mismo tiempo.
Otro proyecto más reciente y, a juzgar por la interfaz, mucho más user-friendly (y eso que pareciera extraído de los noventa, un poco torpe y visualmente agresivo), es HyperMachiavel, con sede en la Escuela Normal Superior de Lyon, que busca, mediante un software especializado, mostrar las diferentes elecciones y decisiones editoriales que han tomado los primeros traductores franceses de El príncipe (1531) de Nicolás Maquiavelo. HyperMachiavel sin duda arroja nuevas luces sobre el proceso mismo de la edición crítica, pero también nutre los campos de la historia de la traducción y la traducción comparada (y otras áreas que toca de manera tangencial, como la de la política en el caso particular de esta obra). Aun así, tras jugar con la herramienta (disponible en hyperprince.ens-lyon.fr), pareciera que los pocos esfuerzos encaminados a permear a la filología del potencial que trae consigo la era digital aún se quedan cortos porque, en vez de explotar las bondades de la naturaleza digital, tratan de recrear u optimizar la versión impresa pero “mejor acomodadita”; lo que termina siendo, más bien, la “edición electrónica” de una obra y no una hiperedición. ~
(Monterrey, 1983) es filóloga.