Foto: Patricia Nieto

Línea 2: fotogramas y vagoneros

Antes cercanos, el cine y sus salas se alejaron paulatinamente de los pasajeros de la línea 2 del Metro.
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Es 1993 las escenas muestran filas de personas hacinadas en escaleras, pasillos y andenes de una estación que podría ser cualquiera entre las 175 del Metro de la ciudad de México. Entre la multitud, sin embargo, se alcanza a advertir la característica cenefa azul de la línea 2, donde una jovencita es salvada de morir aplastada por un convoy que sale del túnel.

La siguiente película nos ubica en el año 2084, pero esta vez es Arnold Schwarzenegger quien corre por los pasillos y las escaleras eléctricas del Metro Chabacano, mientras un grupo de hombres lo sigue para asesinarlo y frenar una rebelión en Marte.

Algo tienen en común El héroe, el corto animado del mexicano Carlos Carrera, y El vengador del futuro, de Paul Verhoeven: el Metro como set principal o como escenografía recurrente del relato, el tren subterráneo y sus viejos carros de color naranja, sus particulares historias de deshumanización.

Antes cercanos, el cine y sus salas se alejaron paulatinamente de los pasajeros de la línea 2 del Metro. En los años ochenta, las estaciones de Tacuba, Cuitláhuac, Popotla, Normal, San Cosme, Hidalgo y Bellas Artes tenían todas alguna sala cerca: Tacuba, Popotla, Mitla, Rosas Priego, Ópera, Cosmos, Regis, Orfeón, Variedades, Alameda, Metropólitan. Incluso al sur estaba el cine Viaducto, hoy convertido en una tienda Coppel.

Fuera del Real Cinema o el Palacio Chino, que hoy siguen funcionando convertidos en complejos de varias salas junto al Metro Hidalgo, el resto fue desapareciendo para dar paso a otros negocios o quedándose simplemente en un cascarón vacío.

La línea azul, por su parte, creció en demanda y deterioro; el precio del pasaje se castigó para ganar votos, los trenes se anquilosaron y se permitió que particulares se apropiaran de los espacios públicos y se los arrebataran a la gente con la complicidad de las autoridades.

 

http://youtu.be/gmkhej_lhXM

 

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No sé su nombre, nunca me he atrevido a tomarle una fotografía cuando la veo pasar por el pasillo del vagón. Sé que trabaja entre las estaciones Cuatro Caminos e Hidalgo porque ahí la he visto bajar para cambiar de andén e iniciar el recorrido en sentido contrario. Es una mujer de unos 80 años, de origen indígena, con un hato de rebozo en la espalda y una canasta de mandado hecha de carrizo, donde lleva dulces. “Ai' una paletita, jóvenes”, dice cada tantos pasos.

La suya es una actividad en extinción en los vagones del Metro: la economía de sobrevivencia que consistía en buscar la oportunidad entre los usuarios que necesitaran un cortauñas, un paquete de agujas de coser, una cartera de vinipiel con espacio para credenciales y mapa de la red del Metro capitalino, pastillas para la garganta, tiras de diez paletas de cajeta, recetarios y libros con “los mejores poemas de todos los tiempos”. Cada objeto a la venta tenía el respaldo de la inexistente empresa “Productos de Calidad” que ponía al alcance del público mercancía baratísima para que este no tuviera que pagarla a su precio comercial de… algo así como el triple.

Los viejos trenes anaranjados de fabricación francesa y canadiense fueron sustituidos por otros más modernos, intercomunicados entre sí, que han facilitado a los usuarios distribuirse de manera más cómoda, y a los ambulantes les han evitado el trabajo de correr de vagón a vagón intentando ganarle a la señal de cierre de puertas.

Si hubiera que describir a estos nuevos vagoneros, podría decirse que se trata en su mayoría de hombres muy jóvenes, en edad escolar, con un outfit de pantalones pesqueros, y mujeres de 1.50 de altura y 100 kilos de peso, vestidas con mallas. Unos y otras llevan un reproductor de discos compactos en la mano y un bafle a la espalda de donde puede salir cualquier cosa: cumbia ballenata, banda sinaloense, electrónica, villancicos cantados por las ardillitas de Lalo Guerrero, chistes majaderos que antes se contaban para públicos adultos en el Teatro Blanquita.

Entre las 24 estaciones que hay de Cuatro Caminos a Tasqueña pueden contarse hasta 30 distintos vagoneros. Lo que antes eran mochilas escolares adaptadas con bocinas robadas de alguna vieja grabadora, hoy son modelos coloridos de 300 pesos con luces leds, que bailan al ritmo de la música. Con ellos arriba, nadie lea, nadie converse, nadie intente escuchar música en sus audífonos, nadie ponga la cabeza en la ventanilla para dormir, nadie se sumerja en sus pensamientos porque inevitablemente los agresivos agudos a 20 centímetros del oído harán imposible cualquiera de esas acciones cotidianas.

Los espacios son cada vez más suyos, menos nuestros, y hay que moverse para que ellos puedan pasar en horas pico, resignarse a que la música ambiente se desvanezca aun en los pasillos, opacada por un sonido aturdidor digno de una fiesta patronal.

En la estación Panteones, las viejas reproducciones de figuras prehispánicas se convirtieron en sede de convenciones de vendedores de discos que se reparten turnos en los vagones y escogen el género musical que llevarán esa semana para no pisarse los talones, de modo que el ChacMool de Ihuatzio hace las veces de mesa, que de asiento de un vendedor de Llanto grupero, con sus 140 éxitos de desamor.

Según la zona en que se muevan, otros Pípilas sonoros tienen sus reuniones en los andenes o los torniquetes de acceso de Colegio Militar y San Antonio Abad, donde por supuesto no pagan boleto. Se hicieron tantos y consiguieron tal capacidad de presión, que las autoridades mandaron quitar los anuncios en los que se leía que las instalaciones del Metro son zonas de alta seguridad y redujeron en dos tercios el espacio en los pasillos de las estaciones Cuatro caminos, Hidalgo y Tasqueña, donde construyeron locales comerciales que después de varios años continúan semiabandonados, mientras el comercio informal, que los desdeña, se apropia de un metro más de pasillo.

La escenografía, al menos en la línea 2, se ha modificado y el set está tan lleno de ruido que incluso los antiguos encuentros bajo del reloj de una estación son imposibles. Cuando en el mismo lugar suena una tambora a un volumen adecuado para hacer bailar a los caballos de un espectáculo de Antonio Aguilar o se compite por el espacio con alguien que ha comprado un metro cuadrado de piso para poner un puesto de mercancía china, difícilmente uno se interesa en las historias.

La imagen de una mujer de 80 años que vende paletas por un peso es disruptiva; porfiar en trabajar activamente, vender cien dulces para lograr la venta de diez discos piratas, anteponer el esfuerzo a un peso regalado. Las historias siguen ahí, en los rincones de ese espacio público del que se apropiaron otros, aunque los únicos fotogramas que hoy regale el Metro salgan de los reproductores portátiles de DVD de los vendedores de películas piratas.

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Actualmente la ciudad de México es una de las urbes más activas en cuanto a la presentación de espectáculos y eventos deportivos, lo que la convierte en un espacio dedicado al disfrute de diferentes artes como la danza, la música, ópera, teatro y artes plásticas. Entre los máximos exponentes se encuentran el Auditorio Nacional (Metro Auditorio, línea 7), el Palacio de Bellas Artes Nacional (Metro Bellas Artes, línea 2 y 8), el Polyforum Cultural Siqueiros y el Teatro de la Ciudad, además del complejo que alberga el Centro Nacional de las Artes (Metro General Anaya, línea 2). Adicionalmente, el Foro Sol (Metro Mixhuca, línea 9) ofrece espectáculos y encuentros deportivos.

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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