Lo falso en el cine

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La percepción cinematográfica se basa en una ilusión óptica generada a nivel cerebral y descrita por el psicólogo Max Wertheimer en 1912, es decir, cuando el cine ya estaba implantado como espectáculo. Puesto que la discontinuidad de los fotogramas proyectados produce como resultado la percepción ilusoria de un movimiento continuo, puede postularse que la falsedad genética forma el sustrato mismo de la naturaleza del cine. Esta falsedad congénita fue comentada con ironía por el mago Orson Welles al inicio de su extraordinario film Fraude (Fake, 1973), un falso documental sobre un falsificador de pinturas verdadero, el húngaro Elmyr D’Hory. Por esos mismos años los semiólogos –y en especial Christian Metz– se ocuparon a fondo de la llamada “impresión de realidad” del cine, es decir, de la ilusión espectatorial que otorgaba a una representación fotográfica puesta en escena por unos profesionales de la ficción el estatuto de una realidad auténtica autogenerada tras el marco de la pantalla, induciendo emociones intensas en su público. De modo que el espectáculo cinematográfico se basa en una doble falsedad ontológica: perceptiva y escénica.

Los sociólogos se han ocupado de otras formas de falsedad que se han detectado en el cine desde su etapa fundacional. Hoy, cuando tanto se habla de “visibilidad social”, nos han recordado que el cine de Lumière privilegió escenas burguesas (aunque debutó con una película obrerista, con sus trabajadores saliendo de su fábrica) y dedicó mucha atención a los monarcas europeos –para buscar su protección con su halago–, a los jerarcas políticos, a los desfiles militares y a las puestas en escena organizadas por los escenógrafos del poder. Y en sus documentales rodados en el mundo colonial no faltan las falsificaciones, como una estampa argelina que muestra a un supuesto muecín –obviamente, un actor– efectuando postraciones hacia la Meca a ritmo sincopado. Lumière desbordó su vocación documental al invertir el movimiento de la acción en La demolición de un muro (1896), al escenificar la ficción de El jardinero regado (1895) o la fantasía inverosímil de Charcutería mecánica. Esta línea fantasmagórica fue profundizada por el ilusionista Georges Méliès, que apoyado en una doble falsedad (perceptiva y escénica) inauguró propiamente la historia de los trucajes cinematográficos, que nos conducirán a King Kong (1933), al cine de ciencia-ficción y finalmente a las fantasías del cine digital.

Dicho esto, hay que recordar con Roman Jakobson que todo lenguaje nace de la selección de unos elementos y de su combinación. En el caso del cine, el encuadre pertenecería a su eje paradigmático y el montaje a su eje sintagmático, en un sistema constructivista que permite organizar y manipular las percepciones audiovisuales del espectador. André Bazin creyó ingenuamente que Robert Flaherty no mentía en la escena de la caza de la foca en su documental Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922), porque en ella no había montaje. Pero hoy sabemos que en esa cinta todo estuvo organizado y construido por el realizador, aunque fuera para servir a la verdad antropológica. Como haría exactamente Luis Buñuel en Las Hurdes al producir Tierra sin pan (1933), en donde llegó a matar a una cabra y un burro por razones de efectismo y en cuya famosa escena del entierro fluvial de un niño muerto, ni el niño está muerto ni la que aparece como su madre es en realidad su madre.

Pero cuando llegó el neorrealismo italiano a París, Bazin distinguió a los cineastas que creían en la imagen (como los soviéticos, que manipulaban el mundo con la hiperfragmentación de su montaje y sus figuras retóricas) y los que creían en la realidad (como los italianos que irrumpían en el escenario de posguerra). Hasta ahora sólo hemos hablado de imágenes, pero hay que recordar que la banda sonora de las películas se confecciona mezclando tres bandas matrices: la de diálogos, la de música y la de efectos acústicos. ¿Se quiere mayor constructivismo? Pues sí, se produce con el doblaje de las voces por actores distintos a los que emitieron los diálogos originales.

Refiriéndose a la verosimilitud, Aristóteles distinguió entre la verdad histórica y la verdad poética. El cine ha ofrecido muchos ejemplos prácticos de ello. Que El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, se inicie con la voz en off de un cadáver flotando en una piscina no sorprendió a ningún espectador. Al fin y al cabo, el cine de ficción es una fabulación puesta en escena, en la que el actor que salta del caballo es doblado por un especialista, o el desnudo de una actriz en penumbra pertenece a una doble. Vicente Aranda tuvo que doblar los desnudos de Paz Vega en Carmen (2002) porque la supuesta gitana, astutamente, se había depilado y tuvo que combinar planos de su rostro con los de la anónima modelo, en un ejercicio práctico de la “geografía ideal” que Lev Kulechov postuló como potencialidad del montaje (pero ahora ya nos amenazan con desnudos digitales e incorpóreos). Buñuel había hecho antes lo mismo al sustituir el ojo de una actriz por el ojo de una ternera en primer plano en el inicio tremendista de Un perro andaluz.

Además de estas manipulaciones técnicas existen las manipulaciones políticas, en las que fueron maestros los técnicos al servicio del estalinismo, que no sólo corregían los artículos de la Enciclopedia Soviética, sino las fotos de los periódicos, los documentales y las películas custodiadas en sus cinematecas. Así, León Trotsky desapareció de la versión final de Octubre (1927), de Eisenstein. Pero los nazis no les iban a la zaga y presentaron documentales que testimoniaban que la matanza de oficiales polacos en las fosas de Katyn fue obra de los rusos y, cuando la marcha de la guerra les fue adversa, en sus noticiarios cubrían las escenas de sus retrocesos militares con la música propia de las escenas de avance militar. Pero los aliados tampoco eran angelitos y John Grierson ridiculizó a Hitler, manipulando el montaje de fotogramas, para hacerle interpretar un paso de baile ridículo en la escena de la rendición francesa en Compiègne en 1940. Y esto ha seguido en la era de la televisión, como demostraron los planos de archivo recuperados en la Primera Guerra del Golfo ante la sequía de imágenes auténticas.

Algunos géneros ofrecen un estatuto especial. Tal es el caso del cine pornográfico, que tiene un estatuto híbrido, pues combina escenas que pertenecen al documental fisiológico (y que culminan con el plano de la eyaculación, llamado money shot, pues si el actor no eyacula no cobra), alternando con insulsas escenas de transición que pertenecen a la ficción y que suelen obviarse con el avance rápido de los reproductores domésticos. Por añadidura, es frecuente que para alargar las escenas sexuales los realizadores recurran a la reutilización de planos, incluso extraídos del archivo en el caso de los impersonales primeros planos de genitales en acción. Se considera al cine snuff una prolongación perversa del cine porno, pero la verdad es que lo que más se sabe de este género macabro es acerca de sus falsificaciones, como Holocausto caníbal (1980), de Ruggero Deodato, que fue una de sus pioneras. Asesinato en ocho milímetros (Eight Milimiter, 1998), de Joel Schumacher, abordó precisamente el tema de los falsos snuff movies, que no son más que una muestra de un género hoy de moda entre las élites cinéfilas y que se designa con el oxímoron de “falso documental”.

En los años noventa Basilio Martín Patino realizó para Canal Sur una serie pionera de falsos documentales, con el rótulo Andalucía. Un siglo de fascinación. Luego nos llegó una pieza televisiva francesa que pretendía que el viaje a la luna de la nasa en 1969 fue una ficción autentificada por las cámaras de Stanley Kubrick, el autor de 2001: una odisea del espacio. Y la película británica Muerte de un presidente (Death of a President, 2006), de Gabriel Range, mostró el asesinato en Chicago de George Bush jr. y sus secuelas policiales y políticas en formato televisivo. Son piezas que responden a la “era de la sospecha”, a las incertidumbres que son propias de la posmodernidad y que ya exploró Baudrillard, al asegurar que las técnicas modernas de representación permitían el “crimen perfecto”, es decir, presentar mentiras que asesinaban la realidad y que también borraban sus marcas de enunciación, ocultando su condición de mentiras.

A esta lógica se ha sumado naturalmente la imagen digital. La imagen fotoquímica también podía mentir (con los fotomontajes, por ejemplo), pero dejaba en su soporte cicatrices que delataban su manipulación. La imagen digital, en cambio, puede mentir sin dejar cicatrices, pues es la forma más perfecta de imagen constructivista. El cine digital ya cuenta con su pequeña historia y con sus hitos. Parque jurásico (Jurassic Park, 1993), de Spielberg, propuso una operación autorreflexiva, pues mostró a un científico afrontando las dificultades técnicas para dar vida a unos dinosaurios a partir de su ADN, espejo de las dificultades de los técnicos informáticos para integrar imágenes infográficas en las representaciones analógicas filmadas con actores reales. La película de Spielberg pertenece ya a la era clásica del cine digital, pero hoy sabemos que si el cine fotoquímico alberga una capacidad veridiccional congénita, el cine digital tiende a homologarse ontológicamente con el dibujo animado. Es el cine que mejor se corresponde a la era de la incertidumbre y de la sospecha que caracteriza a nuestra actual civilización. ~

 

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