José Watanabe nació en 1947 en una hacienda del norte peruano, Laredo, hijo de migrantes japoneses de extracción popular. Su origen oriental marcaría su obra:
Mi padre empezó a traducirme los primeros haikus cuando yo tenía alrededor de doce años […] Basho describía el salto de la rana en el estanque antiguo y yo no sabía que estaba hablando de nuestra condición: un efímero ruido de agua interrumpiendo un silencio. Lo que sí entendía era que en los haikús hablaba un hombre parco de actitud, y conciso y coloquial de lenguaje […] yo entendía esas características primarias del haiku porque, de algún modo afín y diverso, estaban en mi casa y más allá: en la gente de mi pueblo.
El poeta encontaría un vínculo entre la cultura oriental legada por su padre y el entorno popular del norte del Perú. Esa dinámica entre lo rural y la contemplación caracteriza, desde su primer libro, a toda su poesía y halla su configuración en parábolas y poemas de estirpe narrativa que marcarán su insularidad dentro de la poesía peruana. En cierto momento, una contingencia feliz iba a determinar la carrera del poeta. Su padre ganó la lotería y esto permitió a Watanabe y su familia mudarse a una ciudad grande como Trujillo (y posteriormente a Lima), donde tomó contacto con la tradición literaria peruana y occidental para terminar de fraguar el instrumental austero y preciso con el que viviseccionaría (sin matarla) la naturaleza para extraer de ella una razón poética, pequeñas y bellas verdades.
Su primer libro, Álbum de familia, se publicó en 1971, y le valió un relativo reconocimiento mediático y el premio Poeta Joven del Perú, entonces prestigioso. Se trata de un ajuste de cuentas con los amigos, los primeros amores y la familia, escrito en un tono deliberadamente pausado y sobrio, con una notable economía de recursos y la presencia de figuras de la disolución que se iban a acentuar en libros posteriores.
Buen tiempo habría de tomarse el poeta para presentar en público su segundo libro, El huso de la palabra (1989), tal vez el más intenso y logrado de su producción. Dieciocho años después, aquí Watanabe está en la plenitud de sus facultades poéticas y psíquicas para emprender la tarea de administrar belleza a una enfermedad mortal (el cáncer) que roe su cuerpo “como frutas consumidas dentro de su cáscara”. El amor y el lenguaje se ganan ahora su atención. Y claro, el deterioro y la disolución, que en la sección “Krankenhouse” (“hospital” en alemán) están expresados en la sabia inquietud con que el poeta se enfrenta a la muerte. Pero en el libro hay también una suerte de humor y trascendente resignación. “Poema del inocente” denuncia suavemente al sol de los arenales de Chicama (norte peruano) que con cruel delicadeza “consume árboles y lagartijas respetando su cáscara”, pero a su vez exculpa al poeta por el “estropicio” de quemar un árbol reseco con “un fosforito trivial”.
Historia natural (1994) es un poemario de tránsito que bien puede acoplarse con Cosas del cuerpo (1999) en tanto que ambos comprenden la vida como un fenómeno básicamente fáctico (“la vida es física”). En el primer caso, en relación al mundo natural, y en el otro en relación, visceral, con el propio cuerpo, esa cáscara omnipresente en su obra, que es vestigio del implacable deterioro (sea temporal o patológico).
Desde la publicación de Cosas del cuerpo (1999), luego de superar por primera vez la grave enfermedad, Watanabe se ha consolidado como uno de los grandes poetas del siglo xx peruano. Poeta consensual respetado por persas y espartanos en un medio literario aún provinciano y conflictivo como el peruano, ha logrado calar hondo en los lectores. Sus poemas casi no exceden la página y media de extensión, desarrollan anécdotas y parábolas laicas (a veces se adivina una impronta panteísta) y responden en parte a una estructura paralela al haikú japonés. Cosas del cuerpo, celebrado poemario donde la materia viva y sus vicisitudes son cantadas desde la ausencia total de pretensión y la sabia conciencia de la fugacidad del ser, está fielmente afincado en estas características.
En un poeta tan preocupado por la palabra justa y la economía del lenguaje, no iba a estar ausente el tema de la poesía. A veces es explícito, como en “De la poesía” (Historia natural), donde desde los “quehaceres de intestino” de un niño emerge “una incipiente y trémula plantita”, que en su imagen límpida inicia la configuración de una idea de poesía como belleza entre lo desechado; esa planta es “tu verde banderita, poesía”. En otros casos la exposición es más intrincada debido al carácter alusivo del discurso poético. Así, en un texto la poesía es un ciervo, inasible y de algún modo “eterno”, que es perseguido por el poeta. En otro, el arte de hacer poemas aparece al lector bajo el recuerdo de un niño que salta sin caerse, en el límite del virtuosismo, sobre las piedras húmedas de un río, afrontando riesgos, al igual que con la escritura. En “Sala de disección” se narra con especial crudeza la apertura de un cráneo en una morgue. De pronto aparece frente al poeta (los médicos y estudiantes de medicina, que simbolizan a los críticos, no la ven, pues están examinando al muerto) una “brillante burbuja”, “como un mensaje venido de la otra margen”, y no hay boca que lo pronuncie.
En el 2002, Watanabe publica un libro incomprendido que constituye una aceptable cesura en el devenir de su obra: Habitó entre nosotros. Un paseo por los temas crísticos que conserva momentos atendibles y en cierto modo preludia la llegada de La piedra alada (2005), esa afirmación notable de uno de los grandes temas de la poética de Watanabe: la observación de la naturaleza. Aquí el poeta extrae de la piedra sutiles jugos, la humilde savia (sabia) de una leve verdad: “La piedra te pide silencio. Hay tanto ruido/ de palabras gesticulantes y arrogantes”. Es La piedra alada, pese a su relativa inconsistencia temática (los animales, lo cotidiano y la muerte regresan al texto), otro punto de clímax. Su pluralidad de significados es notable. La piedra como madre, la piedra como símbolo de la ansiada y negada perduración. La piedra –en el poema que le da nombre al libro– como lugar de sacrificio en el cual el pelícano (símbolo cristiano por excelencia) muere para legar una huella, un signo a ser interpretado por los hombres. Este clímax se mantiene en parte con el poemario publicado por Watanabe en el 2006, a menos de un año de su desaparición, Banderas detrás de la niebla, conjunto desigual pero brillante de poéticas, poemas sobre el deterioro y la muerte, y algunos de un especial amor. La tercera y última sección de este libro constituye un muy interesante diálogo con un tópico mitológico en clave borgiana (Asterión y el laberinto). Sin duda Banderas… anunciaba un giro en la poética de Watanabe, una vía no hollada que tal vez en los inéditos tenga algún tipo de continuidad.
La inevitable disolución, aquella frente a la cual había reflexionado prácticamente toda su vida, alcanzó a José Watanabe en el inicio de su consagración internacional. Pero el poeta había ya cumplido su cometido: vencer con la palabra poética el terrible deterioro de la enfermedad. Toda su vida se la jugó por mostrarnos el rostro real de las cosas y los seres, los tomaba entre sus manos de poeta, nos los mostraba por todos los lados, y luego los dejaba intactos, tal como estaban. Pero con ello cambiaba todo. Con la profundidad de su mirada transformaba la nuestra sin afectar la naturaleza de las cosas. Y esa amable gentileza tal vez se la debamos para siempre. ~