Me parece difícil de seguir ese discurso apocalíptico que, para hablar de los problemas y retos del acceso a los libros y el fomento a la lectura, señala como algo problemático el hecho probado, demostrado y comprobado de que hay más escritores, o libros, o literatura, que lectores:
En México hay más editoriales, más escritores y más escuelas de escritura y más becas, que lectores. La producción de libros es elevada, hasta el exceso, respecto a la demanda real.
Gabriela Pérez y Marci Perilli, AUIEO Ediciones.
Realmente hay más escritores que lectores. He leído a muchos coetáneos pensando que triunfarían y me he equivocado. Salen unos cuatro mil libros al mes y te sorprendes al ver que muchas tonterías tienen éxito.
Marco Malvaldi, escritor.
La literatura ya no es un fenómeno de masas; la proporción que la industria del libro se permite para la literatura es mínima; la actualidad del discurso literario es buena en aspectos formales pero la comunidad que espera algo de ese mundo cada vez es más pequeña… En realidad, hoy ya hay más literatura que lectores.
Juan José Becerra, escritor.
En cualquier caso la tendencia, me atrevería a adelantar, va a ser a que cada vez haya más libros sin lectores. Es decir: más obra muerta.
Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores en proporción aritmética. De no frenarse la pasión de publicar, vamos hacia un mundo con más autores que lectores.
Gabriel Zaid, Los demasiados libros
Por supuesto que debido a los bajos costos editoriales, la facilidad de autoeditarse, los libros electrónicos, los blogs y en general las redes sociales, la tendencia natural consiste en pensar que la producción de escritura ha crecido desproporcionadamente con respecto a la formación de lectores, lo que de por sí ya es raro, porque uno supondría que el aumento en la circulación facilitaría el acceso a los libros en lugar de saturar el mercado.
Sin embargo, lo que se lee entre líneas de estos argumentos no tiene que ver con esto, sino con representaciones que idealizan la lectura y la escritura literarias. A nadie, creo, se le ocurriría mofarse de la sola existencia de una escuela de música como la gente se burla de las escuelas y programas de escritura o de los talleres literarios. Nadie, creo, opinaría que las clases de piano –o de danza o de teatro o de pintura– son una pérdida de tiempo: ¡No, hombre, no seas idiota, si quieres que tu hijo toque el piano, siéntalo enfrente y que toque sólo, así como Mozart!”. Pero lo decimos sobre escribir: pensamos que nadie nos puede enseñar a escribir literatura, porque de inmediato asumimos que 1) escribir equivale a publicar, 2) que publicar implica fama o éxito y 3) que sólo puede ser famoso un escritor talentoso y bueno.
Lo que se queda fuera de estas tres condiciones se combate con sarcasmos y con categorías que insisten en el prejuicio como categoría estética: best-seller, escritor sobrevalorado, escritor fracasado o resentido, lector de a pie, lector especializado, etcétera.
Lo curioso es que, además, pensar que hay más escritores que lectores presupone que los escritores no leen nunca. Según esta división del trabajo intelectual, alguien, quién sabe quién, se dedica únicamente a escribir y otra persona compra o pide prestado o roba y lee. Para que los escritores eviten leer a toda costa, debería recomendarse incluso que escriban con los ojos cerrados para evitar cualquier tipo de contaminación. Bastaría, entonces, que cada escritor leyera un libro por cada uno que escribe –bastaría con que leyera el propio, si a eso vamos– para negar el hecho de que hay más escritores que lectores.
Pero tampoco se trata de resolver de manera simplista un problema complejo: que hay gente que escribe y hay gente que publica y hay gente que lee y que cada uno de estos estratos construye discursos para apoyar o defender o combatir la idea de que tal o cual cosa es mejor que tal o cual otra. Se pregona tanto y de maneras tan aburridas la idea de que leer es bueno para uno, que se habla menos sobre por qué escribir también podría considerarse parte importante de la formación del individuo, desde la opción más egoísta –el placer–, hasta la más razonada y seria, que interpreta la educación artística como complemento a la educación profesional y técnica.
Me pregunto si a alguien podría parecerle preocupante el hecho de que se comprobara el aumento de la cantidad de personas que quieren tocar un instrumento y, luego, aprovechando las facilidades tecnológicas de nuestra época, grabar sus interpretaciones, subirlas a YouTube o grabar un podcast, o lo que sea. Me pregunto si entonces alguien discutiría el problema de que cada vez hay más músicos y menos gente que escucha. Al final, me parece que lo que hay detrás de estas ideas tiene menos que ver con el número de libros o editoriales o talleres y más con cierto menosprecio de las prácticas lectoras y la necesidad de jerarquías que nos regulen y ordenen.
Tal y como están las cosas, da la impresión de que leer, escribir y publicar es atentar contra los otros.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.