En ciencia, las grandes historias suelen contener los mismos ingredientes que en una buena novela: todo comienza con un hecho que parece insignificante, un hecho que a la larga se demuestra imprescindible para un espectacular e inesperado desenlace. Así ha ocurrido con la historia de la optogenética.
Todo empezó en 1971, con un estudio sobre los ojos de Halobacterium sp. (unas arqueobacterias que viven en entornos muy salados como el Mar Muerto): se descubrió que estos microbios poseen unas proteínas sensibles a la luz similares a las que los animales (incluyendo los humanos) tenemos en nuestra retina. Estas proteínas sensibles a la luz, las rodopsinas, se acumulan en una especie de ojos y permiten a los microbios desplazarse hacia la luz y utilizarla como fuente de energía. Durante décadas, los científicos siguieron investigando y descubriendo distintas clases de estas proteínas en otros organismos microscópicos, como las Chlamydomonas, unas algas unicelulares.
El austríaco Gero Miesenböck, hoy catedrático en la Universidad de Oxford, era uno de los científicos interesados en estas proteínas fotosensibles. De joven, Miesenböck no soñaba con ser científico: quería ser escritor (para muchos científicos la división entre las mal llamadas dos culturas no existe: Miesenböck considera que la ingeniería biológica que se lleva a cabo en su laboratorio es casi como poesía). Pero las humanidades le presentaban un problema: le parecía que tenían un potencial limitado para el descubrimiento frente a las ciencias.
Su trabajo como científico, entonces, le planteó otro problema: se le ocurrían hipótesis que no podía comprobar por carecer de métodos adecuados. Por ejemplo, ¿cómo investigar las redes neuronales? Los métodos tradicionales son invasivos (lesiones cerebrales, inserción de electrodos) o poco precisos (manipulación farmacológica, con efectos colaterales que no siempre se pueden controlar). Entonces se le ocurrió una idea: ¿por qué no intentar manipular la actividad de las neuronas mediante proteínas sensibles a la luz?
Los cuerpos de las neuronas (como los cuerpos de todas las células) están delimitados por una membrana de lípidos que mantiene una diferencia de potencial entre el exterior de la célula y su interior, debida a las distintas concentraciones de iones en ambos espacios. Cuando una neurona de la retina es expuesta a la luz, sus rodopsinas inducen a que se abran otras proteínas que forman canales en la membrana neuronal, que al abrirse provocan que haya un tráfico de iones entre el exterior y el interior de la neurona. Esto produce un cambio en el potencial, que ocasiona corrientes eléctricas y el disparo de la neurona. Cuando las neuronas disparan, lo que hacen es liberar neurotransmisores, unas moléculas que recibirán las neuronas conectadas con la primera, que a su vez generarán corrientes eléctricas y dispararán neurotransmisores. Así se transmite el impulso nervioso de una neurona a la siguiente en los circuitos neuronales.
La idea que tuvo Miesenböck era sencilla y elegante: si pudiésemos insertar en cualquier neurona (no solo las de la retina) proteínas de membrana fotosensibles que desencadenaran el impulso nervioso al ser expuestas a la luz, podríamos controlar la actividad de las neuronas simplemente iluminándolas.
En 2002, Miesenböck consiguió por primera vez llevar a cabo su idea en un cultivo celular de neuronas de rata. Al poco, Susana Lima, una joven bioquímica fascinada por la posibilidad de descubrir cómo la actividad de las neuronas se traduce en un comportamiento, comenzó sus estudios de doctorado en el laboratorio de Miesenböck, por aquel entonces en la Universidad de Yale. Su objetivo era conseguir trasladar los resultados del cultivo celular a un animal vivo, de manera que al activar las neuronas mediante luz se pudiese controlar su comportamiento. Lima y Miesenböck eligieron un animal sencillo, el favorito de genetistas y biólogos moleculares: la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster). Tras cuatro años de intensa experimentación y decenas de intentos fallidos, diseñaron un experimento en el que, en lugar de utilizar rodopsinas, se usaron moléculas “enjauladas”, que se liberaban tras ser iluminadas y activaban los canales de membrana. Lima introdujo este sistema en las diversas neuronas que controlan el movimiento de las moscas, encendió la luz, y experimentó el momento más apasionante de su carrera: ¡las moscas aleteaban y se movían bajo su voluntad! El trabajo de Lima y Miesenböck salió publicado en abril de 2005; el reto ahora era refinar el método para hacerlo aún más preciso y fácil de usar.
El mismo año que Miesenböck conseguía activar neuronas de rata gracias a las proteínas fotosensibles, otros científicos identificaron una nueva rodopsina en las Chlamydomonas, la llamada canalrodopsina 2. Lo especial de esta rodopsina es que es sensible a intensidades muy bajas de luz azul, lo que hace que se puedan conseguir impulsos nerviosos con una menor intensidad lumínica.
Edward Boyden y Karl Deisseroth, quienes junto a Gero Miesenböck acaban de recibir el premio Fundación bbva Fronteras del Conocimiento en Biomedicina, se dieron cuenta enseguida de que la canalrodopsina 2 era una muy buena candidata para manipular las neuronas. Junto a sus colaboradores de la Universidad de Stanford, introdujeron la canalrodopsina 2 en neuronas de rata en cultivo y demostraron un control fino tanto de la activación como de la inhibición de estas neuronas. El trabajo salió publicado en agosto de 2005, solo unos meses después de Lima y Miesenböck. En un par de años, Deisseroth y sus colaboradores habían conseguido introducir el sistema de la canalrodopsina 2 en las neuronas de ratones vivos, cuyo comportamiento se pudo manipular mediante fibras ópticas implantadas en sus cerebros. Había nacido la optogenética, la revolucionaria técnica que permite manipular mediante luz neuronas genéticamente modificadas.
En los últimos cinco años, las publicaciones en neurociencia que utilizan la técnica que ideó Miesenböck y popularizó Deisseroth se han multiplicado. Por supuesto, el objetivo de la optogenética no es manipular el comportamiento de moscas y roedores, sino diseccionar la función de los distintos circuitos cerebrales con una precisión que nunca antes había sido posible. Mediante la optogenética se está comprendiendo la función de poblaciones pequeñísimas de neuronas hasta unos niveles anteriormente impensables; por ejemplo, se están describiendo complejos microcircuitos neuronales que permiten el movimiento, y que están dañados en enfermedades como el Parkinson.
Susana Lima, hoy líder de grupo en el Instituto de Neurociencias Champalimaud de Lisboa, se siente fascinada por la belleza de la técnica y las posibilidades que ofrece para investigar, entender y reconstruir el idioma de las neuronas, del cual apenas hemos empezado a traducir unas pocas frases. A día de hoy, aún se necesita refinar la técnica para poder activar y desactivar las neuronas de manera similar a como ocurre de forma fisiológica, por lo que debemos ser cautos en la interpretación de los resultados. Una década después de los trabajos de Lima y Miesenböck y Boyden y Deisseroth, el campo de la optogenética no se detiene. Mediante técnicas de ingeniería genética, los científicos están modificando la canalrodopsina 2 y otras rodopsinas para conseguir que sean sensibles a luz de diferentes longitudes de onda, de manera que se puedan, simultáneamente, activar o desactivar grupos de neuronas utilizando luz de diferentes colores.
Los más entusiastas creen que gracias a la optogenética podremos mejorar los tratamientos para enfermedades neurológicas y psiquiátricas, e incluso los más atrevidos ven en un futuro la posibilidad de utilizarla en humanos, de manera similar a como hoy en día se utiliza la estimulación eléctrica cerebral (mediante electrodos implantados en ciertas zonas del cerebro) en pacientes de Parkinson. Susana Lima cree que llegará el día en que la optogenética pueda utilizarse en humanos, si bien predice que esta posibilidad aún tardará muchos años en llegar.
La historia de la optogenética es una clara muestra de que, como decía Cajal, en ciencia no hay cuestiones pequeñas, solo hombres y mujeres que no son capaces de ver su grandeza. De que es imprescindible seguir esforzándonos por invertir en ciencia básica: ¿quién habría sido capaz de predecir que del estudio de los ojos de los microbios iba a surgir una revolución en la neurociencia? ~
(Valencia, 1980) es bióloga, doctora en neurociencias y profesora de la Universitat Jaume l de Castellón