“Macadamia” es mi palabra favorita del español.
He querido usarla para nombrar a un grupo de música, un programa de radio o quizá una mascota, y así pronunciar la palabra con frecuencia. No logré titular nada: en la secundaria tomé clases de guitarra pero como con casi todo en la vida me hizo falta disciplina; el estado de la radio en la ciudad de México desapareció aquella locución y programación que llamábamos alternativa; y el susodicho es alérgico a los perros y gatos.
Ante la idea de una bitácora pensé en hacer por fin uso de “Macadamia”. Un receptáculo innecesario para la ansiedad de las canciones que nunca compuse y mucho menos toqué, hablar de libros y canciones como lo hice en aquella emisora nuestra cuyos ideales caducaron, y las nimiedades que le platicaría a una mascota mientras olfatea meados ajenos en el parque, aunque al susodicho hay que pasearlo como mínimo una vez al día y presta atención a mis pequeñas estupideces mientras observa las fachadas desconchadas del barrio).
(–Susodicho, ¿puedo mencionarte en Macadamia? –¿Soy el protagonista?)
“Macadamia” no existe en el diccionario de la RAE. Está enlistado el verbo macadamizar, que yo hubiera pensado que correspondía a la acción de agregarle montones de nuez de macadamia a un platillo hasta que más bien ese fuera su sabor, pero significa pavimentar con macadam, en inglés. En castellano, el macadán es la piedra machacada que una vez comprimida forma el suelo.
Qué manera de ensuciarme la palabra.
Como nombre propio, es el de una planta de la que crecen flores y frutos secos. El botánico que la “descubrió” la llamó así en honor a su colega John Macadam, o Juan Piedras Machadas.
Al margen de lo antes mencionado, que estoy segura de que pronto olvidaremos, “macadamia” es una palabra armónica, ¿cierto? Es larga y suave. La doble presencia de la letra “m” la hace una palabra circular, cierra. Las cuatro “a” que lleva son como las vías redondas de un ferrocarril.
En Musicofilia, el neurólogo y narrador Oliver Sacks –descanse en paz– explica que tenemos una tendencia inconsciente a imponer ritmo a lo que escuchamos. La tendencia se intensifica con las repeticiones. Por ejemplo: “normalmente escuchamos el sonido de un reloj como ‘tick-tack, tick-tack’, cuando en realidad el sonido es ‘tick-tick, tick-tick’.”
Estos ritmos imaginarios producen una suerte de melodías, que a su vez despiertan emociones e incluso afectos, en ocasiones evocan recuerdos porque la memoria es una de las áreas del cerebro activadas por el ritmo.
Decir esas palabras favoritas es una forma en la que todos producimos tonos. El lenguaje es el ejercicio cotidiano de nuestra musicalidad. Si tenemos canciones que nos gusta cantar, por qué no palabras que disfrutemos pronunciar, aunque se trate de algo tan irrelevante como de una grasosa nuez asiática.
Con “macadamia” me he encariñado. Y es que por si fuera poco, me parece guapa.
Ciudad de México