Miami: devolución creativa

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El Estado intratable

Encontré más presencia policial en Miami –alrededor del aeropuerto, en las carreteras, en los guetos y en los barrios residenciales– que en la misma Tijuana. En menos de cinco días me pusieron tres multas serias por infracciones menores. El caricaturista José Varela creó el típico personaje miamense, Pepe el Policía, y es curioso que, de las dos orillas, sea en la del exilio donde el fiana haya devenido arquetipo.

En el trasvase lo cubano pierde profundidad, pierde una dimensión, y el nuevo estado –o eigenstate– nacional, hecho de sobras, escorias y desechos, se organiza como lo que solíamos llamar “un rezago del pasado”: Pepe, el patrullero moderno, custodia un tiempo heroico habitado por los clásicos esbirros, donde también perduran paralelamente el socialismo y su violencia, a la sombra de mal disimulados espías. Agréguese la brutalidad de una educación dividida y bilingüe –el “yuca” (young urban cuban american) como “tronco de yuca”– y obtendremos el producto de una existencia tronchada, bajo el horizonte hostil de un lugar llamado Jayalía (Hialeah).

La ciudad demonizada, la ciudad cárcel-modelo, la factoría de Castro & Hnos., nuestra Isla del Diablo: ¿tiene algo de raro que en Miami la desazón se exprese en las monomanías de un discurso político intratable?

 

Adiós a Portocarrero

En la colonia penitenciaria del galerista Gary Nader (“¡La galería más grande del mundo!”) el arte cubano fue condenado a una eternidad bajo techo. Desde que la migración artística tomó en Miami el rumbo de las bodegas de Wynwood el arte, o lo que queda de él, ya no es mostrado a la manera tradicional, sino meramente “abarrotado”, en un apiñamiento de estilos y épocas.

A la manera de los ñáñigos del pintor José Bedia, que tienen un pie aquí y otro en el más allá, lo artístico pasa en un instante de la actualidad al almacenaje, y el tiempo que dura sobre la pared se acorta en proporción directa a la devaluación de su presencia.

La presencia física del objet d’art ya no es requerida desde que su contemplación dejó de producirnos el “shock de lo nuevo”. Como cualquier otro original, Cuba terminó desencantándonos, y es un hecho notable que las mejores cubanerías de la colección Nader vengan ahora del taller del artista chileno Guillermo Muñoz-Vera.

Internet conquistó la libertad de nuestro imaginario, antes confinado a un medio ambiente, y en el futuro la galería sólo podrá ser la cárcel de las imágenes liberadas. Como el periódico y el libro, los abarrotes de arte dejarán de existir en un día no muy lejano, y con ellos el último sustrato de “objetividad” cubana.

 

El viejo Herald

Por lo pronto, es obvio que el primero en extinguirse será el periódico, toda vez que la noción de periodicidad ha sido superada. La mole oblonga y chata del The Miami Herald, que albergó en sus entrañas El Nuevo Herald, se parece cada vez más a una estatua caída. La revolución virtual la echó por tierra y, si aún no ha desaparecido del mapa, se debe a consideraciones más emotivas que prácticas. Tal es, en efecto, el extrañamiento de la democratización digital: aumenta el número de los que consultan el Granma.

 

Objets trouvés

Pero, volviendo a la galería Gary Nader: el problema del “original” cubano consiste, mayormente, en determinar dónde comienza y dónde termina su originalidad. Debido a unas circunstancias políticas sui géneris y a un mercado negro administrado por la dictadura y supervisado por un ejército de falsificadores a sueldo, resulta cada vez más arduo –e inútil– distinguir lo auténtico de las copias.

Esta aguda crisis de legitimidad ha terminado por ensombrecer el puro placer estético, y en las obras recientes se detecta la misma dosis de incertidumbre que en las piezas robadas durante el apogeo de la malversación revolucionaria. En cualquier caso, los lienzos de Amelia Peláez, René Portocarrero y Víctor Manuel nunca pretendieron ser más que los objets trouvés de una ciudad perdida, y sería injusto exigirles autenticidad.

 

Adaptación de los inadaptados

Miami es uno de los pocos lugares donde aún puede observarse un proceso de adaptación en vivo; y el sujeto adaptado –el organismo que nos permite la observación– es el cubano.

Que el cubano llegue a amar a Miami (que no le quede más remedio que amar a Miami), y que deba adaptarse a unas condiciones ya de por sí (Miami es el destierro) desfavorables, prueba que toda adaptación, en una primera etapa, sólo es posible a nivel ideológico –es decir, al nivel de las ideas falsas (Miami es la gran idea falsa).

Que la adaptación se manifiesta como “idealismo” es, entonces, un axioma válido para otras especies y grupos, en situaciones y procesos análogos. Debemos concluir que cada periodo evolutivo comienza por una resignación amorosa (la declaración “I love you, Miami”, del pelotero Liván Hernández), y por una aceptación reafirmadora de las circunstancias adversas (“Lo que no te mata te hace más fuerte”).

El anfibio racionaliza el pantano donde echó raíces (para el desarraigado las raíces son patas) y donde consiguió forzar el avance hacia una “Tierra Nueva” que, salida de las aguas (Miami: madre de las aguas, en lengua tequesta), aparece primero como teatro de operaciones, y luego, como un terreno al que el amor vuelve transitable.

De la adaptación como ejercicio espiritual: antes de mutar, abrazamos nuestra desgracia. En el pantano (“¡La Florida: la ciénaga más grande del mundo!”) aprendimos a idealizar horrores.

 

La Vaca Pinta

La evolución miamense, inducida a distancia por las condiciones medioambientales de la isla, tuvo que degenerar, por fuerza, en un proceso “devolutivo”: Miami “devuelve” a Cuba (y devolver debe tomarse aquí en el sentido de regurgitar o eructar un material histórico largamente rumiado). Miami es otra versión de aquella comarca de la Vaca Pinta –Die Bunte Kuh– de Así habló Zaratustra, y el castrismo, el pienso que nutre las conciencias de los desterrados luego de pasar por las cuatro cámaras del aparato digestivo más eficiente del mundo.

Miami es el estómago del castrismo: gracias a Miami es posible desglosar, digerir y defecar sus partes constitutivas, apurar sus microfracciones y absorber su nutritiva ponzoña por intermedio de un retículo de instituciones mayores y menores (desde los menudos Municipios Cubanos en el Exilio, hasta la aparatosa Fundación Nacional Cubano Americana).

 

El éxito de los perdedores

La propaganda castrista creó la idea falsa de la “comunidad cubana exitosa”. La fama de los exiliados se propagó a los cuatro vientos, hasta el punto de instigar la envidia, y por supuesto, el rencor de los menos afortunados. Decir “El Paso” es convocar imágenes de desventaja y sufrimiento; decir “Miami” es evocar un balneario donde los gusanos toman el sol.

Tal vez sin proponérselo, los miamenses se hicieron eco del peor malentendido en la historia de las migraciones americanas. A pesar de que allí –según un reporte de la Universidad de Columbia, 2004– los cubanos ostentan niveles de ingresos y educación notablemente superiores a los del resto de los inmigrantes latinos, Miami es, en propiedad, la ciudad de los perdedores. Humillados mil veces desde la derrota de Bahía de Cochinos (“¡El atolladero más grande del mundo!”), y vilipendiados precisamente a causa de su “éxito”, los cubanos son una tribu perdida. Mientras tanto, los mexicanos o los salvadoreños, aunque mucho menos infelices, han conseguido granjearse el trofeo de víctimas.

El concepto de “triunfador”, que ocupa el centro de la psiquis de los exiliados, es la idea fija de Boarding Home, la novela de Guillermo Rosales (William Figueras, el álter ego del novelista, descubrió que un revés cardinal no podrá convertirse jamás en victoria). Fidel también aparece en los sueños de nuestro gran manicomio literario: es el espectro del Triunfador de 1959, que, debido a una transvaloración de todos los valores, se convierte en víctima, en el chivo expiatorio de los cubanos de Miami. Los exiliados serán, a causa de ese hecho atroz, los Judas (Juden) de una América donde los Castros son Cristos. ~

 

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