Otra fiebre

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Yo sí creí la historia de la Mataviejitas —así fuera sólo porque se trataba de un epíteto espectacular, además merecido concienzudamente por su portadora. No así la patraña del amero (la moneda diabólica que habrá de esclavizarnos apenas lo decidan los gringos), ni tampoco la supuesta epopeya de los náufragos nayaritas que a mediados de 2006 no sólo habrían vencido durante tres meses las olas, la desesperación, la sed y las ansias de comerse entre ellos, sino además el escorbuto, la demencia, las quemaduras del sol y las ganas de tantita privacidad. Del Chupacabras más bien he desconfiado, pero estoy dispuesto a admitirlo en cuanto sea indispensable (igual que con el Yeti, con el monstruo del Lago Ness, con el monstruo del Lago de Chapala o con Manuel Muñoz Rocha, a quien casi puedo jurar que he visto desayunando en algún Dunkin’ Donuts).

Más allá de servir como marcas en la escala de mi credulidad, el Chupacabras, los náufragos, el amero y la Mataviejitas coexisten también en un mensaje de correo electrónico que he recibido —con variantes insignificantes en el orden de sus argumentos, pero siempre con pésima ortografía— por lo menos siete veces en el curso de una tarde. En ocasiones, el mensaje viene con link a un video titulado «The Shock Doctrine», que comienza con unos como científicos locos armados con jeringas enormes, y sigue con escenas de gente sometida a tratamientos de electroshock —quise, hace rato, animarme a terminar de verlo, pero me disuadió el comentario que alguien puso: «miren para que nos hacemos estupidos digamen cuantas gentes conosen que tengan influeza yo cero ustedes» (sic). No tiene mucho caso resumir aquí lo que el mensaje promueve —y además tampoco creo que pueda: no estoy seguro de haberle entendido gran cosa—; baste con exhibirlo como ejemplo, grosero y risible, de las fantasías desbalagadas que de seguro están propagándose más rápido que el virus de la influenza ex porcina.

(Eso, a ver, que alguien me lo explique. ¿Por qué de pronto la enfermedad cambió de apellido? ¿Será que hubo un lobby de porcicultores presionando en la Organización Mundial de la Salud para que se alterara la denominación de origen que culpaba a los marranos? Si así fue, qué incalculables servicios podría rendir este gremio a la patria: tan eficaz resultó su cabildeo que, de un momento para otro, a la influenza se comenzó a llamarla con la misteriosa clave A(H1N1) o, como hacen ya todos los noticieros y los periódicos en México, por ridículo que suene, sencillamente como influenza «humana». Pongamos a los porcicultores a destrabar la reforma del Estado, por ejemplo, ya que salieron tan duchos).

Apenas en el noveno día de la «emergencia sanitaria» desatada tras revelarse la existencia del virus, cuando ya fermentaron irreversiblemente las suspicacias que los funcionarios responsables han venido espolvoreando con la levadura de sus torpezas y sus balbuceos, fue que vinieron conociéndose las señas de algunas víctimas. Una señora oaxaqueña que murió el 13 de abril, y que habría sido la primera baja; una muchacha potosina y otra chilanga que, en cambio, tuvieron la suerte de sobrevivir para contar su aventura, o el niño Édgar, de Perote, famoso ya por ser considerado el «paciente cero» (tan famoso, y tan sanito ya, como para que lo visitara el Gobernador de Veracruz). En tanto, las cifras siguen dando brincos extraños, y cuando son expuestas quedan organizadas en categorías que hacen todavía más complicado comprender qué podrán significar: casos «sospechosos» o «confirmados», o que nomás son considerados como «muestras», o a los que están haciéndoseles «pruebas», además de que los pacientes «dados de alta» no hay modo de saber si corresponde sumarlos a las «defunciones», en tanto que ya no cuentan, ¿o siguen contando? El secretario Córdova, por lo demás, tiene el encanto de un sepulturero, y es difícil seguirle el hilo más de unos minutos —cosa que no pasa con las exaltaciones de Marcelo Ebrard, a quien siempre resulta tan divertido ver cómo pela los ojos: ¿no dan ganas de abofetearlo para que se sosiegue y deje de regañar?

Así, entre la proliferación de las especulaciones, la ilegibilidad de los datos, la pura y seca ignorancia y el tedio más acedo, el país ha ido paralizándose sin alegar demasiado, mansamente, y poco a poco va aceptando que los cubrebocas no sirven más que para tapar los bostezos. Hasta antier fue incluso emocionante ver cómo se popularizó tan velozmente esta prenda: yo, puerilmente, me sentía viviendo en una película de ciencia ficción; ahora es ya una mera insignia del hartazgo, que muchos lucen colgada del pescuezo mientras llega la siguiente ocurrencia del Ejecutivo federal. (Por cierto: tuvo que llegar la víspera del arranque de las campañas electorales para que ¡al fin! el secretario de Gobernación saliera y dijera algo —un puñado de obviedades, qué más—: ¿qué ha estado haciendo todo este tiempo?).

Aparte de conducirnos a urdir trabajosas tramas de conspiración, el hastío, como inevitable efecto de la epidemia de influenza (porcina, humana, divina, lo que sea), ha impedido que apreciemos en su calidad casi sobrenatural una sucesión de fenómenos inusitados en la vida nacional. Los vehículos del transporte público son «sanitizados» a cada rato, en la panadería del súper tuvieron la calma de envolver primorosamente cada pieza en un papelito, a la salida del estacionamiento de un centro comercial pusieron un dispensador de gel antibacterial y un policía que te insta a embarrártelo en las manos… O sea: el país se ha vuelto limpio. Además de eso, ha podido vivir sin ir a los estadios, sin hacer trámites en las oficinas gubernamentales, sin cantinas, sin cines y sin oír misa más que en la tele —ojo, reporteros adormilados: ¿por qué no le preguntan al secretario de Gobernación si ya se atendió lo dispuesto en el artículo 22 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público? ¿Se ha dado la autorización debida para las telemisas? Y, si sí, ¿por qué, cómo estuvo?

Como atontada por la circunstancia presente, Guadalajara hoy es una ciudad muchísimo más vivible que nunca: poca gente en la calle, adusta pero correcta, tratándose de lejecitos. Supongo que así está pasando en otros lados, y desde luego que resulta pesaroso reconocer que no será para siempre. Apenas sea lícito de nuevo estornudar en público, volveremos a la inmundicia, al estrépito, a la animadversión espontánea y a los horrores más reales e inmediatos que ha puesto en pausa esta paranoia suave y mullida que nos mantiene en guardia y guardados, a la espera de lo que sea que pase (o de lo que nos digan que pasa) (o de lo que, en plena fiebre creadora, nos dé la gana suponer que pase: en cualquier momento nos llegará el correo electrónico que vincule pormenorizadamente el origen del virus con el asesinato de Colosio, con el chino Zhen Li Ye Gon, con el rancho de Vicente Fox o con la muerte de Amparito Arozamena).

De última hora

Las informaciones, en la emergencia, están condenadas a quedar de inmediato superadas por el avance velocísimo de lo insólito, y por ello uno no puede terminar de una maldita vez nada que se ponga a escribir sobre la situación. La nueva especie que ahora corre es la de que los muertos por influenza se transforman en zombies, pues despiertan cuando ya los están llorando (a veces hasta que están en la funeraria) y se lanzan a atacar a los prójimos presentes, según se aprecia en los comentarios que dejan los lectores en las noticias sobre el tema publicadas por sitios web como los de Reforma y El Universal.

– José Israel Carranza

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