Para la resaca olímpica

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Hay momentos en los que nuestro asombro deportivo da paso a una emulación mal entendida. Son momentos infantiles, sin duda, como cuando, al salir del cine después de una película de boxeadores, ensayamos jabs y ganchos contra el aire. Habrá quienes, al ver al pugilista imaginario dando saltos y puñetazos sin sentido, no podrán sino mirarlo con desdén: conformarse con la admiración quieta es quizá un privilegio de edad avanzada, una señal de madurez.

Porque practicar un deporte es cosa de rutinas, de estar dispuesto a repetir los mismos gestos hasta que nos detengan las lesiones o el hartazgo; es cosa de acomodarse las anteojeras y perseguir un único objetivo, reducir el mundo a una cifra –diez vueltas a la alberca, correr diez, veintiuno, cuarenta y dos kilómetros. Nada menos rutinario, entonces, que fingir ser llamado por la alberca después de ver a Michael Phelps ganar los cien metros mariposa o sentir una eléctrica pulsión a dar patadas después de ver el tae kwon do.

Horas de transmisión y cientos de planas de periódico dedicadas al encuentro deportivo entre naciones crean, para aquellos que confundimos contemplación con acto fácilmente realizable, un estado de ansiedad: en cualquier momento uno se calza tenis nuevos, desempolva los pants y se lanza a devorar banquetas a zancadas. Rara vez sucede. De hecho, casi nunca. Esperaremos sentados frente a la televisión a que deje de llover, o de plano mejor mañana por la mañana porque correr de noche es inseguro. Total, tenemos la transmisión de otra eliminatoria de clavados, las semifinales del dobles de pingpong o el aspirante nacional que hace su mejor esfuerzo en un deporte francamente dudoso. No haremos nada, y al final, este síndrome del olimpista apoltronado, dará paso a una resaca olímpica. Ahora que se han ido los atletas confirmamos lo que hemos sabido desde siempre: la admiración es una actividad agotadora, quizá en cuatro años sí nos animemos a salir.

Así como para los atletas, para quienes estamos enfermos de este síndrome, el tiempo es nuestro peor enemigo. La vida útil del competidor es tan estrecha que los cuatro años de espera pueden resultar fatales. El cénit de la carrera puede estar fechado fatalmente en los años intermedios, ahí cuando los ojos del mundo están ocupados en alguna otra cosa no tan importante –conflictos políticos, desastres naturales, catástrofes locales, triunfos en ámbitos ajenos. Quizá para cuando las olimpiadas de Londres estén por llegar, este dolor en la rodilla o la perniciosa afición al tabaco hayan vuelto imposible imaginar siquiera que nos levantaremos del sillón. El olimpista apoltronado cederá su lugar al simple espectador, al que guarda un resentimiento sutil porque quién sabe qué cosas habría logrado de haber apagado la televisión.

Para paliar la resaca, o para acrecentarla, tal vez sirva leer lo que Haruki Murakami, converso a la religión de la carrera de fondo, tiene que decir sobre correr sesenta kilómetros a la semana. Por si eso no basta, o para los que prefieren las hazañas en la alberca, vale la pena detenerse en un ensayo de William Spiegelman sobre la natación y sus bondades. Para quienes encuentran gozo en el tormento del fisicoculturismo, está el ejemplo de Yukio Mishima. Si no, siempre habrá algún tipo de entretenimiento extremo, algún programa de concursos que nos muestre lo poco admirable que resulta poner el cuerpo al servicio de los dioses del ridículo.

– Pablo Duarte

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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