Entre las cosas que me han llamado la atención de la actual epidemia ha sido el extremo celo que los diputados y los senadores, depositarios del Poder Legislativo, han puesto en salvarse del contagio. Tengo entendido de que juran ofrecer su vida por la patria. ¿O no?
Todos tenemos miedo pero hemos seguimos trabajando, en la medida en que las disposiciones de emergencia decretadas por el gobiernos local y federal nos lo permiten. Pocos, además, están gozado de atención médica en sus recintos con la celeridad y la calidad de nuestros representantes populares. Y sin embargo, se han caracterizado por el ausentismo, los síntomas sugestivos y por andar de tiquis miquis, urgiendo a que las sesiones se terminan lo más pronto posible y a que los graves asuntos patrios se tramiten como sea. A estas horas del jueves supongo que el período ordinario ya se terminó: nuestros diputados y senadores están a salvo.
Y no es que quiera compararlos con aquellos que empezaron a discutir lo que sería la Constitución de Cádiz en 1810 en medio de una epidemia de fiebre amarilla, pero me acordé del siguiente fragmento que aparece en la página 366 de la Vida de fray Servando (perdón por la autocita pero en esta grave hora no tengo otro sitio de donde sacarla) que publiqué hace años.
Un diputado, en ese entonces, no soportó el encierro pestífero y amenazó con retirarse de la isla de León donde estaba el teatro sede de las deliberaciones. Según el Diario de debates de aquellas Cortes, se le reconvino de la siguiente forma: “Los diputados debemos permanecer firmes en este salón como en formación de ordenanza. El que esté enfermo que se cure, aquí tiene botica, médico y cirujano, y si muere, no le faltará enterrador.”
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile