Después de los logros de Newton, la mayor ambición de filósofos y científicos sociales ha sido descubrir regularidades en el comportamiento humano. Newton bajó el cielo a la tierra explicando matemáticamente cómo se movían los astros, y se pensó que la tierra podría elevarse a los cielos descubriendo leyes sociales que permitieran eliminar la miseria, el crimen y la injusticia. Desde el siglo XVII se ha intentado descifrar las fuerzas ocultas que gobiernan la sociedad y los resortes esenciales del comportamiento humano. Condorcet, Saint-Simon, Comte, Hegel o Marx intentaron volcar el espíritu racionalista en el estudio del hombre, pero aquel sondeo se acercó más a la búsqueda de un poder omnímodo capaz de dar una explicación total de los fenómenos sociales. Así como en la Grecia de Homero entender las fuerzas deterministas era entender los caprichos de Zeus, Poseidón, Atenea o Apolo, identificar las fuerzas deterministas en la sociedad moderna supuso comprender en qué medida la Historia, la economía, el ambiente, el espíritu de los pueblos o alguna otra entidad impersonal afectaba la vida humana. Paradójicamente, el sueño que infundió la razón no fue muy distinto del que inspiró la fe. Ya no se buscó la mano de Dios, sino el rastro de fuerzas teleológicas que marcaban el curso de los acontecimientos y movían, como si fueran mareas o corrientes, a las masas humanas.
Aunque despojada del componente utópico que alumbró las luchas intelectuales y políticas de los siglos pasados, esta actitud científica ha perdurado hasta nuestros días, y es el sociólogo francés Pierre Bourdieu uno de sus máximos representantes. En sus rigurosas investigaciones, en las cuales combinó datos estadísticos y especulaciones filosóficas, se observa un nuevo intento por encontrar los principios fundamentales que rigen la conducta humana.
Desde el primer libro que publicó en 1964, Los herederos, una y otra vez volvió sobre la misma problemática: la reproducción social. Bourdieu nació en 1930 y llegó a la madurez luego de la ocupación nazi. A diferencia de la generación anterior, la de Sartre y Camus, ni él ni sus contemporáneos tuvieron que enfrentar la amenaza directa del totalitarismo desde las trincheras o las tribunas. Sartre vivió en primera persona el terror nazi, y seguramente por ello su discurso es tan distinto del que desarrollaron los intelectuales de izquierda de la generación posterior. En sus escritos hay una clara alusión al acto de voluntad, a la elección libre, a la toma de posición y al compromiso moral del creador. Todos estos elementos, que afirman la posibilidad de la acción libre, van a ser borrados de un plumazo por Bourdieu. Tanto él como su coetáneo más famoso, Foucault, no se van a preocupar por las amenazas externas –el nazismo, el comunismo, el totalitarismo–, sino por los males de la Modernidad, por las bestias que la razón desató al crear instituciones, clases sociales y un sistema de producción capitalista.
Por eso no es casual que Bourdieu critique con vehemencia las ideas de libertad creativa y acción intencional, ni que intente por todos los medios desencantar la imagen del artista creador. La ilusión que produce el gran artista, en quien parecen reverberar aquellas cualidades, le produce el mismo desagrado que le producía a Tolstói la idea del gran hombre. El prototipo romántico del visionario, que mediante sus decisiones altera el curso de la historia, representa para ambos un espejismo, un modelo de ser humano irreal y aborrecible. En Guerra y paz Tolstói pretende demostrar que la historia es un mar de pequeños acontecimientos cuyas consecuencias no pueden predecirse. En medio de aquel caos es imposible afirmar que las acciones han tenido las consecuencias esperadas, debido a que la conjunción de miles de factores es la que determina que las cosas ocurran finalmente como ocurren. De ahí la repulsa que expresa por Napoleón y sus ínfulas de estratega militar.
Bourdieu también rechaza los grandes humos que acompañan al artista, especialmente su supuesta espontaneidad y libertad creativa, pero el argumento que esgrime en defensa de su tesis es muy distinto. Para Bourdieu, los actos no son el resultado de razonamientos premeditados sino la manifestación de costumbres adquiridas. En la medida en que somos seres sociales, engendrados en una clase y bajo determinadas condiciones objetivas, inculcamos una serie de disposiciones, marcos mentales y principios para la acción que luego reproducimos en la práctica. A este decantado de la experiencia Bourdieu la llamó habitus. A diferencia de Tolstói, el sociólogo no se interesó por la Historia como fuerza motriz de los acontecimientos, sino por la manera en que el habitus determina las elecciones, los gustos y las oportunidades de triunfar o fracasar en la sociedad; rechaza el concepto de individuo autónomo que elige voluntariamente el curso de su acción, y lo reemplaza por el de agente que reproduce los gustos y comportamientos que le fueron inculcados.
Si con su concepto de habitus Bourdieu estuviera diciendo que el carácter, los usos, las creencias y las ideas de las personas que nos circundan ejercen una influencia notoria en nuestra forma de pensar y valorar; o que las tradiciones, tanto como los rasgos de carácter, se heredan y en cierto modo fijan una manera de ser y de entender el mundo, no habría nada que objetarle. Esta hipótesis pasaría la prueba empírica; se podría estudiar la historia de cada individuo y ver hasta qué punto su medio social, su familia, las instituciones o su entorno intelectual lo han afectado (o hasta qué punto no lo han hecho). Pero Bourdieu va un paso más allá. Asume que el habitus, además de individual, es colectivo, y que puede transferirse a grandes entidades para hermanar en comportamientos y formas de pensar a personas que no han tenido contacto entre sí.
La idea de que es posible impregnar con una misma mentalidad a un grupo de personas la toma del libro Arquitectura gótica y pensamiento escolástico, que él mismo tradujo al francés en 1967. En este corto ensayo, el historiador del arte Erwin Panofsky se proponía descifrar uno de los grandes enigmas de la historia: ¿por qué surgen los estilos?, ¿por qué parece haber una similitud en todos los productos culturales de una época, que permite hablar del Gótico, del Renacimiento o del Barroco? Panofsky creyó encontrar la respuesta en lo que llamó “hábitos mentales”. Su hipótesis era que, a través de la educación, se inculcaba un mismo hábito de pensamiento que luego se reproducía en actividades tan dispares como la filosofía y la arquitectura. En París, durante los siglos XII y XIII, el monopolio de la educación lo tuvieron los escolásticos, y a eso se debió –según Panofsky– que todos los productos de la época compartieran una misma lógica estructural.
De aquí viene el concepto de habitus. Mezclando esta idea con la noción marxista de clase social, Bourdieu afirma que los distintos sectores de la sociedad son sometidos a distintos tipos de condicionamiento que igualan a sus miembros entre sí y los diferencian de los demás, y al igual que Marx, al asumir que este aprendizaje se da por compartir las mismas condiciones objetivas, conjetura que los pobres van a tener el habitus de los pobres y que los ricos van a tener el habitus de los ricos.
Sin advertir que su teoría no se aplicaba a su propia historia ni, mucho menos, a la de su camarada Engels, heredero de una próspera industria textil, Marx asumió que los ricos pensarían siempre como ricos y que los pobres pensarían siempre como pobres, y que por esa razón estaban fatalmente condenados a enfrentarse y a chocar hasta que los unos vencieran a los otros. Bourdieu, aunque suaviza el tono apocalíptico de Marx, comparte la misma imagen de una sociedad en permanente lucha: las clases altas siempre querrán distinguirse de las bajas, siempre habrá antagonismo entre unos y otros, y los mecanismos de dominación simbólica impedirán a los desfavorecidos ascender en la escala social.
Esta concepción del habitus como estructura que atraviesa a grandes conglomerados no deja de levantar dudas. Así como Ernst Gombrich criticó la idea de hábitos mentales de Panofsky arguyendo que su teoría apelaba de forma indirecta a la idea de “espíritu de los pueblos”, lo mismo se puede decir de Bourdieu. Asumir que unas mismas condiciones objetivas afectan por igual a individuos dispares, equivale a creer que hay una conexión metafísica entre el entorno y la mente susceptible de uniformar conciencias. Esta hipótesis, además de ser desmentida por la experiencia (ni en las familias, ni en los barrios, ni en los estratos sociales hay tal paridad de propósitos o valores), resulta claramente opresiva. Presume que los individuos van a pensar y obrar regidos por factores externos, que no dependen de ellos, y no según sus propósitos, intereses o valores; y que las elecciones que tome no serán realmente libres sino el resultado de su historia y sus condiciones sociales.
La idea de habitus se complica más al ponerla en relación con el segundo gran concepto de Bourdieu. El agente actúa en la sociedad, se desenvuelve en ciertos ámbitos de acción –el arte, la literatura, la academia, la economía, la ciencia, la política– que constituyen lo que el sociólogo llama campos. Los campos son espacios de conflicto y competición, en donde los agentes están en permanente lucha por ocupar distintas posiciones y obtener algún tipo de beneficio (dinero, prestigio, fama, poder).
Si bien la noción de habitus es una reelaboración de ideas de Panofsky y de Marx, la idea de campo proviene de la física. Antes de decidirse por las ciencias sociales, Bourdieu preparaba una tesis en filosofía sobre el pensamiento neokantiano. Durante aquellos años, gracias a los estudios epistemológicos de Ernst Cassirer, vio que la ciencia moderna había conseguido éxitos notables abandonando las explicaciones mecanicistas del mundo y pensando los fenómenos en términos de relaciones. Analizando la forma en que las variables físicas interactuaban entre ellas, y asignándoles valores matemáticos constantes, se podía prever su comportamiento. Pero Cassirer siempre hizo una advertencia: aquel método sólo era útil para el mundo físico en el que “todo lo que recuerda, en cualquier forma, la experiencia ‘personal’ del ego […] es removida y aniquilada”. Bourdieu desoyó a Cassirer y, siguiendo el ejemplo de Comte y Marx, concibió la sociedad como un espacio similar a los campos electromagnéticos de Faraday, en los que hay posiciones, leyes y fuerzas que hacen competir a los agentes.
Las fuerzas del campo se constituyen a partir de los capitales que están en juego, bien sea el económico (dinero), el simbólico (fama) o el cultural (autoridad en una rama del conocimiento). Cada agente, de acuerdo con su habitus, tomará una posición e intentará ascender y beneficiarse con los réditos del campo. Siempre habrá lucha y siempre habrá competencia debido a que esa es la ley que rige los espacios sociales. De ahí que la teoría de Bourdieu demande una imagen del ser humano carente de todas las virtudes que Sartre se esforzó en atribuirle. La única manera de que hombres y mujeres se sometan a esta ley es asumiendo que carecen de intencionalidad y voluntad. Sólo el habitus podría chocar y contradecir la dinámica competitiva de los campos, pero en una sociedad capitalista el principio económico es el primero que se inculca. El habitus sintoniza con el funcionamiento del campo y por eso, querámoslo o no, nos demos cuenta de ello o no, serán las fuerzas económicas las que gobiernen nuestra conducta.
A Marx se le acusó de haber subyugado todas las motivaciones humanas a una sola, el interés económico, y por eso Bourdieu no se limitó a hablar de dinero. Sin embargo, su visión del ser humano es la de un agente dominado por la lógica mercantil, y la prueba de ello es que en sus planteamientos no existen las acciones desinteresadas. No hay solidaridad, deseo de superación, compromiso, curiosidad, placer, amor al arte, gusto por el conocimiento, búsqueda de sentido, vocación ni ninguna de las otras mil razones por las cuales un individuo emprende una actividad. Todo esto es engaño, illusio, mentiras que se cultivan en los campos para ocultar la verdadera y única motivación humana: el beneficio personal.
En el panorama que describe Bourdieu la reproducción social es inevitable. El habitus hará que los pobres se autocensuren y se nieguen el acceso a aquello con lo que no están familiarizados. Sin recibir educación formal en las instituciones culturales –escuela, museo, universidad–, carecerán de los conocimientos que abren las puertas de las altas esferas sociales. Entrarán a los campos a competir en desventaja, y en la lucha por los capitales los poderosos les cerrarán el paso. El resultado será que las clases altas seguirán concentrando el poder, y que las bajas seguirán marginadas.
El problema con Bourdieu no es que dibuje un escenario terrorífico (esto, en efecto, ocurre: quien carece de educación se ve en mayores aprietos para mejorar sus condiciones de vida), sino que conciba esta lógica como una ley, como algo necesario que independientemente de los esfuerzos individuales acabará pasando. Tal como Bourdieu entiende la sociedad, las fuerzas inexorables del habitus y de los campos condenarán a unos a seguir siendo pobres y a otros a seguir siendo ricos. ¿Qué hacer entonces? Muchos lectores de Bourdieu esperan encontrar un horizonte revolucionario que permita escapar a esta encrucijada, pero Bourdieu no va tan lejos como Marx y la solución que propone es más parecida a la de Freud. Para burlar esta lógica hay que pasar por un socioanálisis, que no es otra cosa que la aplicación de sus propias teorías al caso de cada cual. Si el agente comprende cómo las fuerzas sociales, el habitus y los campos han determinado su vida, va a poder tomar distancia y obtener algún grado de libertad.
Durante la mayor parte de su vida Bourdieu permaneció alejado de los debates públicos, y sólo a partir de los años noventa sus ideas y opiniones desbordaron el ámbito académico y tomaron un rostro político definido. Sin embargo, a pesar de haberse convertido en un intelectual visible y afamado, siempre se mostró renuente a hablar de su vida privada. La razón –puede suponerse– es que su historia personal contradice todo el andamiaje teórico que con tanto trabajo elaboró. Bourdieu nació en Denguin, un pueblo rural al sudoeste de Francia, y su padre, que nunca acabó el colegio, alternó su vida laboral entre el campo y una oficina de correos. Para obtener una formación académica tuvo que viajar a París, al Lycée Louis le Grande, donde seguramente sintió la fricción entre los comportamientos y modales que había inculcado en la zona rural de Francia y los prejuicios de la clase alta parisina. Recordando la exigente etapa de preparación para entrar a la Ecole Normale Supérieure, decía haberse sentido “forzado” a tomar el examen, mientras los hijos de las familias privilegiadas lo asumían como un acto natural. Empezaba a entender el mundo en términos de fuerzas que impulsaban a ciertas clases a ocupar, como si hubieran nacido para ello, ciertas posiciones de poder, mientras otras estaban condenadas a abarrotar los bajos fondos de la sociedad. En aquel intento por entrar a una institución prestigiosa, el joven Pierre Bourdieu debió sentirse como un pez nadando contra la corriente.
Sin embargo la historia tuvo un final feliz. Bourdieu logró vencer cada uno de los obstáculos que se le antepusieron. No sólo entró a la Ecole Normale Supérieure, sino que obtuvo todos los honores a los que puede aspirar un intelectual francés. El niño campesino de Denguin se sobrepuso a los determinismos sociales que parecían condenarlo a una vida rural, alejada de las aulas universitarias y de la fama internacional, para acabar sucediendo a Raymond Aron en el Collège de France, Olimpo de la intelligentsia francesa. A pesar de su procedencia humilde, Bourdieu se convirtió en el sociólogo más prestigioso y citado de las últimas décadas, dejó una treintena de libros, uno de ellos –La distinción– considerado por la International Sociological Association como uno de los diez libros más importantes del siglo XX, e influyó poderosamente en las ciencias sociales, las humanidades, el arte y la política. Sorprende por eso que todo su esfuerzo intelectual, todo el aparato conceptual que creó y depuró a lo largo de cuatro décadas de rigurosa investigación y de sofisticadas elucubraciones teóricas, está concebido para negar la posibilidad de hacer justamente lo que él hizo: vencer las presiones del ambiente, apelar al interés y a la creatividad individual, orientarse por sus valores y tomar decisiones conscientes para dirigir la vida por el camino que quería seguir, y no por las sendas pactadas por el destino, los dioses o las leyes invisibles de la sociedad.
Aunque es innegable que hay limitaciones sociales y económicas, y que ciertas restricciones físicas, mentales e intelectuales condicionan la existencia de las personas, el determinismo parece más una profecía que se autocumple. Una sociedad que se cree presa de fuerzas deterministas, encarnadas en dioses que ostentan el poder absoluto para controlar los destinos humanos, en impulsos sociales que disciplinan los cuerpos e imponen una dirección a los actos, en espíritus colectivos que marcan el carácter y la forma de ver el mundo, o en una naturaleza humana que impone motivaciones y finalidades últimas a la existencia, no estimula la iniciativa individual, la creatividad ni la libertad imaginativa. Por temor, flaqueza o la tentación de culpar a instancias externas de las desdichas propias, se vive como si en efecto el cambio dependiera de fuerzas superiores. Se renuncia a las herramientas con las cuales el ser humano se apropia de su destino, y la sociedad se petrifica, se condena a seguir siendo la misma.
Lo curioso es que la vida y la obra de Bourdieu son una profecía que no se autocumple. En el fondo debía saber que aquello que afecta a las personas no son fuerzas externas indomables, sino ideas, creencias y valores, productos humanos susceptibles de ser modificados y mejorados, y que apelando a la voluntad y al interés podía vencer las limitaciones sociales y convertirse en aquello que quería ser. ~
(Bogotá, 1975) es antropólogo y ensayista. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus).