La inflexión y el filo:
Chile y su plebiscito por la democracia
Martín Hopenhayn
El plebiscito de 1988 en Chile fue la gran inflexión que vivió el país en su último cuarto de siglo XX. El paso de la dictadura a la democracia política tuvo por fecha emblemática ese 5 de octubre de 1988, con el triunfo del NO contra Pinochet y las semanas previas y posteriores a dicho triunfo. La calle volvió a ser el lugar donde las masas podían casi sentir la vibración de una historia sacudiéndose el letargo de quince años de clausura de la historia.
Lo público recobró sentido como el lugar de encuentros, abrazos, pálpitos y púlpitos improvisados. Volvió la música a la sangre de la ciudad y volvió, también, la sensación de un Chile histórico poblado por movimientos de masas y epopeyas de cambio. Las noticias premonitorias o reveladoras fueron, por un breve lapso, pan de cada día. No faltaban las razones para anticipar, celebrar o gritar. Los chilenos salieron del espacio privado en que estuvieron largamente recluidos para saborear el néctar de la nueva epopeya política.
La decisión tan oportuna del comando del NO de imprimirle un tono festivo y alegre a la campaña, caló en los adherentes y se notó. Por momentos, Santiago en octubre del 88 parecía una evocación del París de mayo del 68: feliz matrimonio, si bien breve, entre la ética de la denuncia, la épica de la resistencia y la poética del cambio.
Como en la caída del Muro de Berlín un año más tarde, la fuerza de la extroversión parecía proporcional al tiempo en que estuvo contenida. Y al igual que en la caída del Muro, las masas vivieron el plebiscito como retorno a la democracia, pero más claramente como fiesta de la libertad.
Por eso el plebiscito fue la inflexión en más de un sentido: tránsito de la dictadura a la democracia, del rigor de la coerción a la fiesta de la libertad, de la reclusión en casa a la ocupación de la calle, y más simple aún: de la depresión a la alegría.
Pero la inflexión se convirtió, con el tiempo, en el filo entre dos mundos. La fiesta no se prolongó y tal vez no podía durar para siempre. La libertad dejó de ser goce para convertirse en dato. La democracia se instaló sin alterar radicalmente la vida de la gente. La alegría dio paso a un sentimiento confuso de complacencia con el progreso material y con el orden democrático, de inseguridad frente a una nueva forma de modernidad marcada por la falta de certezas en lo personal y lo colectivo, y de inquietud frente a desigualdades sociales que se habían atribuido a la dictadura y que seguían enraizadas en la sociedad nacional.
Por eso la evocación de hoy coloca al plebiscito del 88 en un doble rango, de inflexión y de filo.
Como filo, fue el último de los acontecimientos. De allí en adelante Chile se integró al posmodernismo global, donde la democracia y el mercado son las bases simbólicas y materiales, y la globalización comunicativa mastica las ideologías y utopías, y las devuelve convertidas en iconos publicitarios.
El privilegio de lo privado por sobre lo público se transmutó en sus causas y formas, pero persistió.
Además, después del plebiscito y del triunfo del primer candidato presidencial de la Concertación hubo que racionalizar la nueva vida política. El pragmatismo, el institucionalismo y el consenso fueron los inevitables nortes. Chile gozó de un dinamismo económico sin precedentes durante casi toda la nueva década democrática, lo que permitió un importante margen de movilidad social y mayores gratificaciones en la vida de la gente.
Mientras la historia pareció no dar grandes saltos, la vida cotidiana fue cambiando en el día a día a medida que se difundía un modelo exitoso de desarrollo centrado en el ciudadano-consumidor y en la apertura mediática al mundo. El final de los acontecimientos fue asumido con discreción, y la indignación se concentró en los márgenes de la política, allí donde poca gente llega a atizar la fogata.
El plebiscito del 88, en cambio, había encandilado con una voluntad de cambio estetizada por la alegría.
Muchos pensaron que se trataba, también, de una invitación a poetizar la propia vida, convertirla en un guión épico o lírico, fundirse en la calle con los semejantes y al ritmo vertiginoso de la emancipación. La memoria tramposa conserva esta dimensión intensiva de octubre del 88, olvidando el cansancio, las negociaciones y hasta las ganas de ir al baño en medio de una manifestación. Y esa misma memoria la ocupamos también como efecto de contraste con el presente. Cuesta, entonces, resistir la tentación de juzgar duramente la década de democracia a la luz del espasmo libertario del plebiscito.
Porque es una democracia prudencial en que, invirtiendo la consigna del gatopardo, nada cambia violentamente para que mucho pueda cambiar casi sin que se perciba.
Inflexión y filo, el plebiscito es la bisagra entre dos periodos despoblados de acontecimientos: el largo desierto autoritario donde la historia se congeló por decreto, y luego el Chile democrático y posmoderno en que la libertad volvió acompañada del "fin de la historia". El fin de los acontecimientos nos permite descansar en el lomo de la democracia, pero no esperemos de ella que nos regale los sueños que tuvimos antes de conquistarla. –