Poder y querer

Si se busca el poder, hay que quererlo de verdad. Esa voluntad casi obsesiva, obviamente, no es condición suficiente pero sí necesaria para alcanzarlo.
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Si se busca el poder, hay que quererlo de verdad. Esa voluntad casi obsesiva, obviamente, no es condición suficiente pero sí necesaria para alcanzarlo. En un proceso de ciega reversión (señalado por Octavio Paz en Posdata, a propósito de Hidalgo y Zapata) llegar al poder sin querer termina destruyendo a quien lo rehúye.

Hay en la historia de México muchos ejemplos de reversión: Morelos (que abdicó de su poder concreto por la idea abstracta de poder representada por el Congreso), Iturbide (a quien le pesaba la corona como una maldición), Guerrero (a quien le abrumaba el puesto), Santa Anna (que lo detentó en varias ocasiones pero corría a sus haciendas a la primera oportunidad), Comonfort (Hamlet mexicano que se debatió entre quererlo y no quererlo), Lerdo de Tejada (emparedado entre dos oaxaqueños, místicos del poder), Madero (que quiso la liberación de México, cosa distinta al poder). En todos ellos el final fue dramático: la muerte violenta o el exilio.

Ya en la era contemporánea (antes de la transición del 2000) identifico dos casos de reticencia. El primero fue López Portillo: su vanagloria del poder (muy distinta de la voluntad del poder) condujo a la quiebra financiera. El otro, Luis Donaldo Colosio, fue trágico: su ambigüedad frente al poder fue un elemento perturbador en el ominoso clima previo a su asesinato.

No menos importante es la lección inversa y complementaria: para ejercer juiciosamente el poder, no hay que quererlo tanto. Los viejos huicholes, cuando trasmiten el bastón de mando, lo advierten: "no lo retengas demasiado porque te quemará las manos". En el siglo XIX, esa soberbia estuvo a punto de destruir el legado de Juárez (que murió a tiempo para entrar a la gloria) y condenó, sin remedio, a Porfirio Díaz (que no quería retirarse cuando lo prometió y tuvo que hacerlo). En la primera mitad del XX, nubló la razón de los grandes generales sonorenses (Obregón, Calles). Y en el trecho contemporáneo hizo lo mismo con Alemán, Díaz Ordaz, Echeverría y Salinas de Gortari.

La sola enumeración denota que la voluntad de poder, en sí misma, no predica nada sobre la calidad o el sentido moral de la gestión. Algunos fueron extraordinarios constructores, otros destruyeron y se destruyeron. Se parecen sólo en la ambición: egoísta o altruista, dictatorial o patriótica, pero ambición al fin. Por eso, con la excepción de Díaz Ordaz (que fue el hombre fuerte de gobernación de 1954 a 1964, y luego el presidente más autoritario del elenco), todos buscaron, soñaron (y algunos lograron, de una forma u otra) reelegirse. Pero el costo fue altísimo: el bastón del poder les quemó las manos.

Entre esas dos galerías de reticentes y ambiciosos hay otra sala, no muy concurrida: los gobernantes que, sin rehusar al poder ni quererlo de manera visceral, lo asumen como un deber, lo ejercen con mesura y lo sueltan a tiempo. Cárdenas gobernó a plenitud pero llegado el momento (a sabiendas de que su sucesor corregiría el rumbo social de su sexenio) dejó el bastón en manos de Ávila Camacho. Este mandatario (conocido como el "Presidente Caballero") dio un paso más en la noción de límites: abrió la puerta a los gobiernos civiles. También Ruiz Cortines supo contener y contenerse: fue un administrador eficaz y no persiguió ningún continuismo. Su sucesor, el popular López Mateos, no quería tanto el poder como el brillo del poder, pero tuvo el buen tino de compartirlo con el mejor gabinete del México contemporáneo. A este elenco moderado pertenece Miguel de la Madrid, aunque más por su estilo que por su gestión. En la época reciente el caso paradigmático es Ernesto Zedillo: sin buscar el poder, lo ejerció sin aspavientos, no impidió la transición y, concluido su sexenio, eligió un exilio digno.

El nuevo orden democrático que, con todas sus fallas, conquistamos en el año 2000, está diseñado para superar estructuralmente la tipología: no puede evitar que aspire o llegue al poder alguien sin verdadera vocación (caso 1), pero sí debería impedir que un político ejerza el poder de manera omnímoda y discrecional (caso 2), y debería lograr que se vuelva institucional el ejercicio mesurado y racional del poder (caso 3).

En esa nueva era, Vicente Fox fue un ejemplo consumado del caso 1, del elenco reticente. Catalizar la transición a la democracia fue su logro histórico. Pero una vez en los Pinos soñaba con su rancho de San Cristóbal. Por ignorancia, frivolidad o ingenuidad, no logró convertir su legitimidad y su liderazgo en acción política eficaz. Rehuía el ejercicio de gobernar hasta que el poder se le revirtió bajo la forma de la desilusión. Entre tanto, el país perdió un tiempo decisivo.

¿A qué elenco pertenece Calderón? No, desde luego, al de los reticentes. Es el primer político panista que se negó al "bregar de eternidades" (que predicó su padre). Quiso ejercer un gobierno normal del tercer tipo. Pero las circunstancias de su toma de posesión limitaron sus opciones. Entonces tomó la decisión (recurrir al Ejército) por la que muchos lo han colocado en el segundo elenco. En diciembre de 2006 existía al menos otra opción de fortalecimiento: integrar el gobierno plural de unidad que había anunciado en la campaña. Pero la biografía panista de Calderón pesó más que su pragmatismo. Si ahora el Presidente impide (o se percibe que impide) la elección abierta del candidato panista, el bastón le quemará las manos.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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