No es imposible escribir un buen poema, es improbable.
Entre los millones escritos por aficionados (que en otros tiempos nunca se publicaban) lo más común es el borbollón sin forma. Algo brota y quiere decir algo, pero no lo dice. El querer decir, vivido como experiencia del que escribe, suspende la vida ordinaria, aparta de los demás, emociona, mueve la mano. Por momentos, se detiene. Espera la frase que llega, no se sabe cómo, ni de dónde. Aflora como un impulso que busca salida.
El desahogo puede ser terapéutico, pero no es un poema. El psicoanálisis puede estudiarlo como los sueños: manantial insignificante que se deja leer como significativo, así como la mántica leía las líneas de la mano, el azar de las cartas, el vuelo de los pájaros, los signos de los astros y también los sueños. Pero la crítica literaria no tiene nada que hacer. Es imposible criticar, ya no digamos corregir, lo que no tiene un mínimo de oficio.
La voluntad de forma modela el borbollón: incorpora al lector. El que escribe se desdobla en el impulso ciego y el lector crítico de su propio impulso. Trata de entender lo que quiere decir. La exaltación del impulso creador se vuelve secundaria frente a la exaltación de la lectura: recorrer, habitar, vivir, algo que parece importante.
Los poemas que están más o menos bien permiten una lectura crítica y un segundo momento de la creación, que es algo así como un impulso ciego pero dirigido. Trata repetidamente de atinar, como resolviendo un crucigrama. Quiere adivinar lo que está pidiendo la forma para llenar el hueco, o sustituir lo que está mal, o no tan bien. Suprime lo que distrae, lo que añade poco o no viene al caso, para que emerja lo que estaba ahí, estorbado por distracciones, interferencias, reiteraciones o desvíos.
Un segundo lector puede ayudar, como Pound ayudó a Eliot en The waste land. Eliot tenía talento, oficio, gusto, creatividad, libertad, ambición, cultura, inspiración y buena suerte: todo lo necesario para recibir algo importante de las musas, si se dignan concederlo. Pero le había caído del cielo algo tan extraordinario que rebasaba su capacidad de lectura. Afortunadamente, tuvo un amigo que le ayudó a entenderlo y hacerle cortes magistrales.
Hay millones de poemas que están bien, pero no tienen importancia. El impulso ciego puede encarrilarse por vías establecidas, con una especie de piloto automático que elude las dificultades, sabe lo que se puede o no se puede, evita los desvíos y conduce al que escribe por los caminos hechos. Más que piloto del impulso, es su pasajero, arrastrado por la tradición, por la moda o por sus propias soluciones previas, convertidas en fórmulas repetibles.
Esto fue obvio en los tiempos del soneto, cuando miles de personas sabían escribir un soneto aceptable. Los buenos poetas se exigían más, y llegaban a escribir sonetos más perfectos que algunos de Quevedo, por ejemplo. Pero un soneto perfecto, como cualquier otro poema, puede ser vacuo: no tener mucho que decir.
Fuera de la métrica, hay formas menos obvias, porque no están codificadas, en eso que se llama fondo o contenido. Una de tantas es el curso del pensamiento. El soneto abre con una afirmación, duda, exclamación, que lleva a una contraposición, interrogación, paradoja, que desemboca en un desenlace notable. Otras: el despliegue visual de imágenes, descripciones y metáforas congruentes o contrastantes; el ritmo cinematográfico; los escenarios y juegos dramáticos entre el personaje del poema, el narrador y el poeta creador de la escena; los simbolismos, alusiones y niveles de significación; el tema simplemente ameno o que cambia la vida del lector. Todo lo cual puede seguir formas trilladas, renovarlas o experimentar con formas nuevas.
Paradójicamente, el oficio puede estorbar. Los que se las saben todas pueden tomar cualquier impulso por su lado manejable, encauzarlo y escribir un poema redondo. De poemas que están bien, pero nada más, está lleno el mundo. Con cierta práctica, el poeta que los ve venir puede ahorrarse el trabajo de escribirlos. No añaden nada. Sin embargo, muchas veces se escriben y hasta se publican.
En la Revista de la Universidad de México (febrero de 1967), aparecieron cinco poemas que lamento haber publicado. Dos estaban bien, pero nada más (“Otra vez tarde a la oficina”, “Make love not war”). Los otros no estaban tan bien, pero tenían más que decir. Uno lo pude rescatar (“Deus ex machina”, ahora titulado “Balística celestial”). Los dos más ambiciosos resultaron fallidos, y parecen no tener solución.
“Accidente” me sorprendió y me encantó, pero depende de un contexto desaparecido. No rimaba, cuando el soneto seguía siendo el paradigma del poema redondo. Era anecdótico, cuando narrar estaba prohibido. Era una sátira de la liberación juvenil cuando apenas empezaba, y de la vieja tradición del protagonismo que exhibe trofeos eróticos (en “Accidente”, el protagonista hace el ridículo). Peor aún: la anécdota dejó de ser verosímil, porque los tiempos han cambiado. Perdió toda importancia.
Sería largo detallar mis objeciones a cada uno de los cinco poemas. Me limitaré a “Homero en Cuernavaca”, cuyo título se refiere a un libro. Alfonso Reyes iba a Cuernavaca para leer y escribir. Ahí trabajó en su versión de la Ilíada y escribió poemas que hablan de esa experiencia con gracia y animación. Los recogió en Homero en Cuernavaca. Cabe recordar que la Ilíada atribuye la guerra de Troya a la belleza excepcional de Elena, mujer de Menelao que Paris se llevó a Troya.
HOMERO EN CUERNAVACA
¿Qué le hubiera costado a Dios
que todas fueran unos mangos?
Así cada quien tendría el suyo
y nunca hubiera ardido Troya.
Pero si fueran todas bonitas
y viviéramos felices
¿quién cuidaría la tienda
de la Historia?
Los dos primeros versos me animaron muchísimo. Me parecieron (y me parecen) importantes. Pero todo lo que sigue es inferior. Hay cierta contradicción entre la palabra mangos, que es un mexicanismo coloquial, y la referencia culta del título; pero no está mal. Es la misma contradicción que hay entre Cuernavaca y Homero. Contrasta el Olimpo de los dioses con el paraíso tropical de los mangos de Cuernavaca. En cambio, la frase cada quien no está en el juego coloquial de mangos y las locuciones ardió Troya y cuidar la tienda. Tiene algo abstracto, general.
No sé por qué escribí si fueran todas, en vez de si todas fueran. Quizá me arrastró la rima interna en e (hubiera, fueran, quien, hubiera, fueran, viviéramos), lo cual también explicaría de dónde vino cada quien. Una vez sustituido el quien y rota esa cadena de rimas, quizá el oído necesitaba un énfasis de otro tipo. Así apareció una solución rítmica (todas, todos) que mejoró la música, pero no el argumento. Publiqué los cambios en Campo nudista (1969):
HOMERO EN CUERNAVACA
¿Qué le hubiera costado a Dios
que todas fueran unos mangos?
Así cada uno tendría el suyo
y nunca hubiera ardido Troya.
Pero si todas fueran bonitas
y todos inteligentes
¿quién cuidaría la tienda
de la Historia?
En el contexto feminista actual, salta a la vista el estereotipo bonitas / inteligentes, que distrae. Entonces no era tan obvio, y sin embargo distraía; porque el contraste significativo no es entre la bella Elena y el tonto de Paris (“gandul” le llama Reyes); sino entre el amor y la guerra. En Práctica mortal (1973), publiqué una tercera versión:
HOMERO EN CUERNAVACA
¿Qué le hubiera costado a Dios
que todas fueran unos mangos?
Así cada uno tendría el suyo
y nunca hubiera ardido Troya.
Pero si todo fuera amor
¿quién haría Historia?
No deja de ser un poema fallido. Los dos primeros versos abren una cuestión importante, presentada con humor coloquial. Los dos siguientes toman esa cuestión por el lado fácil. El humor coloquial se prolonga en una especie de justificación; y toma, finalmente, un aire de refrán como respuesta. Pero que la Historia (con mayúscula) se contrapone al amor no es un desenlace que responda a la cuestión. Es una salida fácil, apoyada en una serie de paralogismos: Es falso que si todas fueran unos mangos reinaría la monogamia. Es falso que si todos fueran inteligentes reinaría la paz. Es falso que si todo fuera amor no se haría Historia.
Naturalmente, los personajes de un poema, como los de una película, pueden argüir falsedades, sin quitarle fuerza (ni verdad) al poema o la película. La debilidad del argumento no está en esas argucias, sino en su propio curso. Se va por la tangente de la cuestión que plantea: la injusticia divina, el mal innecesario, la injusta distribución de la belleza, la inteligencia y todo lo que no depende de la injusticia humana.
Tentativamente, reduje el poema a la pregunta inicial. Esta solución me sirvió en “Arrecifes”, que tenía diez versos (afortunadamente nunca publicados) y creció en importancia reduciéndolo a dos. Pero los dos de “Homero en Cuernavaca” no dicen plenamente lo que quieren decir. Y, si lo dijeran, padecerían el título, que los lleva al contexto de Homero. De hecho, implican el contexto de Job. Según la Ilíada, los dioses toman partido: bajan y se meten a favor de Paris o de Aquiles en la guerra de Troya. Hay reclamaciones de unos dioses a otros, pero no reclamaciones de los hombres a los dioses por las calamidades que permiten o promueven. Referir a Homero la “modernidad” crítica de Job, que aparece cuatro siglos después, es un anacronismo que mezcla planteamientos y contextos.
Cuando entendí finalmente el poema, vi que no tenía remedio. Lo abandoné. Volví a considerarlo en 1991, porque Aurelio Asiain descubrió su afinidad con un poema de Wallace Stevens, que me dio otra perspectiva, pero confirmó mi decisión
PETER PARASON
Aux taureaux Dieu cornes donne
Et sabots durs aux chevaux…
Why are not women fair,
All, as Andromache–
Having, each one, most praisable
Ears, eyes, soul, skin, hair?
Good God! That all beasts should have
The tusks of the elephant,
Or be beautiful
As large, ferocious tigers are.
It is not so with women.
I wish they were all fair,
And walked in fine clothes,
With parasols, in the afternoon air.
Este poema apareció en la revista Poetry (1919) y desapareció. Stevens no lo incluye en sus libros, ni siquiera en los Collected poems que publicó en 1954, un año antes de morir. Está en Opus posthumous (1957). El epígrafe es de Anacreonte (primeros dos versos de la segunda oda), en versión de Ronsard, que pone Dieu donde la oda dice Physis:
La naturaleza dio cuernos a los toros, cascos a los caballos, velocidad a las liebres, fauces dentadas a los leones (“negra concavidad armó de dientes” –dice la versión de Quevedo), natación a los peces, vuelo a las aves, juicio a los hombres. Nada quedaba para las mujeres, y ¿qué les dio? Belleza. Sin escudos ni lanzas, una bella mujer vence al hierro y el fuego.
El poema de Anacreonte es compacto y redondo. En 13 versos y 45 palabras, hace un inventario (que parece amplísimo) de las variadas armas naturales de los seres del mundo y llega a una conclusión inesperada y notable: la belleza desarmada vence a las armas. En su primera oda, había dado excusas por no ocuparse de cuestiones épicas (“Así, gloriosos rayos de la guerra, deidades de la tierra, perdonad a mi musa que no os cante desde hoy en adelante; que en ella sólo suena la dulce voz que está de amores llena.” –parafrasea Quevedo). En la segunda, no hay excusas, sino parangón: la belleza es imponente. Es un poder que anda por el mundo, como los otros.
El poema de Stevens tiene oficio, pero no tiene importancia. Seguramente por eso lo descartó. “Homero en Cuernavaca” tuvo mayores ambiciones, pero no pasó de ahí. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.