Por una buena pasta, un buen negocio

¿Siente que su vocación humanista está siendo ahogada por las exigencias de su agenda? Aquí hay una solución. 
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Algo pasa en el mundo del abogado. Hace unos días un amigo, perteneciente al prestigioso gremio, preguntaba en una de esas redes sociales que ahora utilizan los jóvenes si alguien sabía por qué “estaba de moda” Walter Benjamin. Había ido a una librería y se topó con que había muchos libros del alemán en la mesa de novedades. El pequeño faux de pas intelectual de mi amigo (todo mundo sabe, obvio, que se cumple el aniversario 120 de Benjamin, por un lado, y por otro… ¿moda?) creo, es sintomático. Mi amigo, sépanlo, no es ningún tarado. Al contrario, recuerdo que durante los varios años que estudiamos juntos (desde la educación primaria hasta la preparatoria) siempre lo tuve en gran estima, como uno de las personas más avispadas e inteligentes que conozco. Un buen orador, admirador de Cicerón, pronto supe que tendría un gran futuro como jurista. Y “le ha ido bien”, como quien dice. Recientemente abrió un despacho con otro antiguo compañero de escuela y, en fin, entró al mundo del abogado. Pero algo ocurrió. Y es que algo ocurre con esa carrera. A menos que seas un investigador (tengo en mi bolsillo de buenas amistades algunos de esos, y son otra cosa), el tiempo exigido por el trabajo del abogado profesional, le ha impedido a mi amigo seguir con lecturas que no estén estrictamente relacionadas con sus tareas diarias. Usted, amigo ingeniero, médico o campesino, sabe cómo es esto: la profesionalización quita tiempo. Está bien, se dedica a curar gente, se actualiza para ello, fabrica puentes y máquinas, no le da tiempo, ¡debe arar el campo y no tiene tiempo para tonterías! Pero usted no comprende, para los humanistas, como mi amigo abogado, es distinto: viven una extraña presión que ustedes no padecen. Al parecer, deben saber algo de cultura general, estar al pendiente de novedades literarias (la mayoría no se ha enterado que se siguió escribiendo después del siglo XIX o el XX), saber cuáles son los grandes directores o compositores; en fin, ese tipo de cosas que “exige” la etiqueta humanista. Es un mundo difícil y cruel.

Hace unos días hojeaba El mundo del abogado, la revista. (Existe una revista que se llama El mundo del abogado.) Con ocasión del centenario de la Escuela Libre de Derecho, que se celebró hace unos días en el Palacio de Bellas Artes (fue el Presidente y toda la cosa), la publicación hizo un pequeño cuestionario a distintos rectores que ha tenido la escuela. Se les preguntaban cosas como a cuál jurista de la historia tenían en mayor estima, qué libro consideraban importante, cuál era su platillo favorito, en fin. Y noté algo interesante: en la medida que ha pasado el tiempo, los intereses de los rectores de la Libre de Derecho se han ido vulgarizando. Mientras que antiguos entrevistados confesaban que disfrutaban de leer todos los géneros que ofrecía la literatura y que tenían en gran estima a autores como Cervantes, o que apreciaban platillos como la lubina en salsa verde, recientemente algunos no tienen empacho en presumir que su libro favorito es El Padrino de Mario Puzo o que su platillo predilecto es “una buena pasta”.

Mi padre, quien es abogado, tiene una teoría al respecto. Me la ofreció cuando lo distraje de su lectura de Séneca para preguntarle qué opinaba. “Antes teníamos mejor formación”. Puede ser, pero creo que hay otro problema, más pedestre: los profesionales, sencillamente, ya no tienen tiempo para dedicarse a cultivar su espíritu, sus labores se los impide. Es cierto que soy un elitista cultural pero creo que podemos estar de acuerdo en que “una buena pasta” tiene, sobre todo, el atractivo de ser un platillo rápido de hacer. Como he dicho, la situación es especialmente grave para los profesionistas humanistas. Son personas  que disfrutan de la lectura pero se ven obligados a leer sólo lo que les permite la tecnología, encabezados de periódicos, novelas de aeropuerto o textos de unos 3,500 caracteres, como el presente.

Todas esas lujosas y grandes bibliotecas, abandonadas en casas, son el grito desesperado de un alma que quiere saber qué pasa actualmente en las artes pero no tiene tiempo para averiguarlo.

Humanistas profesionales, almas bellas, he venido hoy a ofrecerles una solución sencilla y práctica. Les ofrezco mis servicios para atacar esos libros, los leeré y usaré. Parecerá que han sido leídos y volverán a ser útiles. Al terminar de leer cada volúmen literario ajeno a su profesión pero que seguramente le interesa conocer, ofreceré a cada uno de ustedes un resumen y una recomendación –dado el caso, incluso, usted podrá saber qué leer y qué no. Podría, incluso, hacerse su propio tiempo para degustar de lo que yo le recomiende. ¿Tengo las credenciales necesarias? Creo que sí, pero es irrelevante. Sobre todo, tengo el tiempo. Por unos cuantos pesos, puedo ofrecéserlo. Ya no pase vergüenzas. Escriba a guillermoinj@gmail.com para mayores detalles, si está interesado. Garantizo discreción.

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(ciudad de México, 1982) es filósofo, escritor y jefe de redacción de la revista La Tempestad


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