Portland

Portland, Oregรณn, no tiene un Woody Allen, ni un Thomas Pynchon, ni un Saul Bellow. Pero su espรญritu hipster ha dado lugar a una serie de televisiรณn. Viajar a la ciudad es descubrir un lugar que fabrica su propia mitologรญa.
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Hay ciudades a las que solo se viaja por obligaciรณn o por cultivar un cierto estilo. Supongo que Portland es una de ellas. A pesar de su creciente reputaciรณn como paraรญso de hipsters y urbe de estilo europeo, que es el comentario habitual que a este lado del globo –como perdonรกndoles la vida– hacemos sobre las ciudades norteamericanas, uno no hace un vuelo de trece horas y se planta en la Costa Oeste para visitarla. De hecho, ni siquiera tiene vistas al ocรฉano. Sin embargo, lejos del encantador esnobismo de San Francisco y del gigantismo delirante de Los รngeles, Portland ejemplifica la variante northwestern de una Norteamรฉrica que quiere ser diferente, sin saber si llega a serlo lo bastante, pero divirtiรฉndose al intentarlo. Tambiรฉn ellos, en fin, cultivan un estilo.

Es imposible viajar a Estados Unidos sin llevar en la maleta todo un sistema de representaciones culturales adquiridas con el curso de los aรฑos, del que no podemos escapar cuando aterrizamos. Hay una mitologรญa norteamericana que, con variaciones personales o generacionales, se interpone entre nosotros y lo que vemos. Ya se trate de las formas estilizadas de Alfred Hitchcock o Michael Mann, del universo imperecedero del western o de los clichรฉs de la novela negra, paseamos menos por lugares reales que por los salones de la imaginaciรณn ajena. Digamos que ya hemos visto antes todo lo que habรญamos ido a ver. Viajamos como espectadores, somos turistas de signos ya vistos.

Pero hay lugares que carecen de imagen. Y Portland es uno de ellos. Sรญ, la ciudad tiene un equipo profesional de baloncesto, alberga un cรฉlebre edificio posmoderno de Michael Graves y nos ha dado la mรบsica de Elliott Smith o Sleater-Kinney. Pero eso son detalles para el especialista. Hasta hace poco, nadie sabรญa distinguir Portland de otras ciudades norteamericanas. Para entendernos, Portland no tiene un Woody Allen, ni un Thomas Pynchon, ni un Saul Bellow: nadie ha cantado nunca sus esencias. De manera que, cuando uno llega allรญ, no sabe bien lo que va a encontrarse.

Y lo que se encuentra es una ciudad de mรกs de medio millรณn de habitantes que no parece tenerlos. Aparte de un rรญo y de cierto tejido industrial, Portland vive marcada por su downtown, tan geomรฉtricamente trazado como en cualquier otra ciudad norteamericana –nos vemos en la segunda con Morrison, o sea– y poblado por tantos Starbucks que la empresa termina por adquirir un aire sovietizante. Hay una arquitectura estimable que no da, ay, para skyline, una sobresaliente red de transporte pรบblico, e incluso un plan para la lucha contra el cambio climรกtico mediante el uso decreciente de energรญa. Porque Portland quiere ser algo: desenfadada, abierta, sostenible. Sin dejar de ser americana y mirando a San Francisco, pero con un aire canadiense. Bajo la lluvia durante trescientos dรญas al aรฑo y rodeada de los bosques donde el William Blake de Jim Jarmusch se transustanciaba en Dead Man: a fin de cuentas, esto es Oregรณn, un territorio de pioneros y frontera.

Claro que la frontera ya no es lo que era. De hecho, la ciudad no se entiende sin sus modernos, que son como pioneros al revรฉs. Estรกn ahรญ, impecablemente vestidos, tatuados, ellos con corbata y ellas con pajarita, inclinados al disfraz, convergiendo en el vestรญbulo del Ace Hotel, asistiendo a un concierto en el Crystal Ballroom, cuyo suelo de madera tiembla entre la anรฉcdota y la amenaza cuando el pรบblico salta sobre รฉl, comprando libros en Powell’s, la librerรญa independiente –dicen– mรกs grande del paรญs. Estรกn paseando, poblando los diners, dejรกndose ver. Son los hipsters, tรฉrmino tomado de la literatura beatnik de los aรฑos cincuenta y cuyo significado contemporรกneo, algo difuso, tiende a designar a un joven treintaรฑero al que le gusta vestirse bien y escuchar mรบsica irreprochable, si es posible llevando un sombrero y gafas de pasta amarilla. No son estudiantes, porque la Universidad de Oregรณn reside principalmente en Eugene, a doscientos kilรณmetros de Portland, pero son suficientes para prestar su sello a la ciudad. ¡Hasta tienen su propia serie de televisiรณn! Portlandia, nombre tambiรฉn de una gigantesca estatua que sirve como emblema oficioso de la ciudad. Por supuesto, los hipsters son demรณcratas. Y lo son a la manera de la Bahรญa de San Francisco, es decir, pensando que en Europa sรญ que sabemos hacer las cosas y que una conspiraciรณn empresarial tiene a Obama maniatado. O eso me decรญa la taxista que me llevรณ al aeropuerto, en una escena tan impecablemente concebida que me parecรญa ser parte de una novela.

Naturalmente, no solo de modernos vive Portland. Si uno va al baloncesto, por ejemplo, la sociologรญa es bien otra, o sea, blancos protestantes con corte de pelo militar mรกs atentos a su bandeja de burritos que al propio partido. Tambiรฉn hay profesionales de grado medio con la vestimenta informal que cultivan los norteamericanos y hoteles enmoquetados donde se celebran congresos a diario. La ciudad cultiva las rosas, produce cerveza y presume de pasiรณn por el cafรฉ, aunque este no es tan bueno como su reputaciรณn. Sus plazas estรกn pobladas de carts, casetas de comida รฉtnica tan barata como popular. Y sus calles son agradables, pero, tambiรฉn, inexplicablemente melancรณlicas. No hay en ellas ese suplemento de vida al que estamos acostumbrados en el sur de Europa, esa vibraciรณn que hace menos amarga la soledad y quizรก mรกs difรญcil el rigor. Pero si uno estรก solo de visita, tampoco pasa nada.

Asรญ que uno deja Portland con la sensaciรณn de haber visitado una ciudad que trabaja en la construcciรณn de su propia mitologรญa. Y alabando, por el momento, los resultados.

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(Mรกlaga, 1974) es catedrรกtico de ciencia polรญtica en la Universidad de Mรกlaga. Su libro mรกs reciente es 'Ficciรณn fatal. Ensayo sobre Vรฉrtigo' (Taurus, 2024).


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