La noche del concierto de Pablito Milanés en la Tribuna Antiimperialista, una amiga mía se encontraba por casualidad en el público –una joven universitaria norteamericana, de visita en Cuba. Cuando le escribí diciéndole que habían arrestado a Gorki y apaleado a Yoani Sánchez, no podía creerlo: “Pero si yo estaba allí, en ese mismo concierto. ¡No puede ser! No me enteré de nada, no supe que estaba pasando lo que me cuentas. Llegué justo a tiempo para Yolanda…”
Y, cómo iba a enterarse, ¡si la música de Pablito le impedía escuchar la paliza!
Los firmantes de una carta abierta que circuló en las horas previas al concierto esperaban que el cantautor hiciera una pausa, y que, desde la tarima, delante de los banderones negros, denunciara a la policía y demandara la liberación de Gorki. Pero en vez de eso, ¡ay!, Pablito cantó aún más alto. La chica norteamericana y sus compañeras de college estaban maravilladas, y ausentes de lo que ocurría a su alrededor, pues tal es el efecto del sonsonete que ha ensordecido a todo un continente, del río Bravo a la Patagonia, y taponado las orejas de millones de fanáticos que jamás escucharon las quejas de los cubanos.
La música de Pablo es música de elevadores: si sentimos miedo, si nos asalta el temor de que “aquello” fuera a caerse, su musiquilla sirve para hacernos olvidar, y para hacernos pensar que estamos seguros. (Si “resistimos”, quizás hasta lleguemos a ser felices en el elevador.) La nueva trova nos comunica un falso sentido de solidaridad: metidos entre cuatro paredes, sin saber cuánto tiempo tendremos que mirarnos las caras, la espera se vuelve tolerable escuchando a Pablo, el Perry Como de los encierros prolongados.
¿Tendría música indirecta la celda de Gorki? ¿Le tocarían el instrumental de Yolanda por altoparlantes? No deja de ser simbólico que entre el público asistente al concierto de la Tribuna Antiimperialista se encontrara una mujer llamada Yoani, la antítesis de Yolanda, y que entre una y otra se abra el abismo generacional que separa “las maravillas del mundo” de “los desmaravilladores”, según reza una célebre estrofa de Mario Benedetti.
A ese maravillismo –superado en la literatura pero todavía vigente en el campo de la política– pertenece la patriotería platónica de Yolanda, que Yoani, la desmaravilladora, ha venido a denunciar.
Arrullados por la música de Pablito Milanés y de Polito Ibáñez, de Kelvis Ochoa y de Santiago Feliú, cubanos, norteamericanos, argentinos y bolivianos, unidos en la Plaza, se deslizaron por ese estado de falsa conciencia que Pink Floyd llamó “confortable estupefacción”. Alguien se ha preguntado, a propósito de los destinatarios de la carta, si no serían estos los nuevos rostros del castrismo –o si no habrían sido siempre los cantautores la cara oculta de la dictadura–, y si la exigencia de libertad para Gorki Águila no debió estar dirigida a Raúl Castro, que es, en definitiva, el único responsable de lo que estaba pasando. Pero se olvida que los rumberos peripatéticos representan, en los escenarios del mundo, la posibilidad de un romántico encuentro de las dos orillas, y que esos flautistas de Hamelín son los embajadores del “humanismo” castrista.
Tanto por la etimología del vocablo (“un mierda”) como por las connotaciones históricas del fenómeno, el castrismo es puro punk: un anacronismo que, a más tardar, debió haber colgado la guitarra la noche que The Ramones tocaron Havana Affair en el CBGB. Porno para Ricardo nos rompe los timbales con su parodia cederista y pioneril del punk, ese género difunto que apesta precisamente por obsoleto. Pero es hasta que imaginamos a Johnny Rotten desafiando a Fidel Castro a un duelo con pistolitas de sexo, que comprendemos por fin todo lo exquisitamente contrarrevolucionario del combate desigual entre un rockero llamado Gorki y las huestes de un comunismo monárquico, mierdero y mojigato. ~