Queneau, antólogo de locos

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Tras la ruptura en 1929 con los surrealistas, Raymond Queneau vivió momentos de incertidumbre y desconcierto. En su poemario autobiográfico Chêne et chien (1937) dirá al respecto: “Soy incapaz de trabajar/ es decir soy en nuestra sociedad/ un desadaptado/ neo- (nacido) rótico/ un impotente”. Para salir de ese marasmo, intentará solventar su orfandad de grupo colaborando con la revista La Critique Sociale (dirigida por Boris Souvarine en torno a prestigiosos intelectuales —Bernier, Bataille, Leiris, Weil, Caillois— y marxistas disidentes de la Tercera Internacional) y, sobre todo, buscará reorientar su actividad literaria realizando, entre 1930 y 1934, una magna obra sobre los locos literarios franceses del siglo xix.
     Este propósito, muy en consonancia con la fascinación que sentían los surrealistas por los dementes, tenía sus antecedentes en obras como la de Charles Nodier (Algunos libros excéntricos, 1835), Octave Delepierre (Historia de los locos literarios de Londres, 1860), Pierre-Gustav Brunet (Los locos literarios, 1880) y Auguste Ladrague (Los locos literarios, 1883). Sin embargo, Queneau —que se había psicoanalizado entre 1931 y 1939— pretendía hacer algo distinto. Se preguntaba si era posible comprender la locura a través del análisis de los escritos de los locos y cómo diferenciar a éstos de los meros heteróclitos, cómo distinguir el delirio del simple error. Los personajes que le interesaban se caracterizaban más por su inadaptación al medio cultural y social al que pertenecían que a las equivocaciones o disparates que sustentaban.
     Tras una ardua investigación en la Biblioteca Nacional, seleccionará a sus antologados a partir de tres criterios: que su obra hubiese sido publicada; que no tuvieran ni maestros ni discípulos; que no fueran guías espirituales de ninguna secta visionaria o mística. El ingente material acumulado dificultaba en extremo su ordenación, pero, descartando a muchos de los inicialmente elegidos, los agrupará en cuatro apartados: el círculo (aquellos que afirmaban haber encontrado la solución a la cuadratura del círculo); el mundo (los que establecían una cosmología o sistema de la naturaleza distintas de la física ortodoxa); el verbo (aquellos que buscaban un primer lenguaje mítico o encontrar en las etimologías de las palabras un significado secreto); y el tiempo (anticristos, mesías, profetas, filantropófagos y críticos con el sistema político de su tiempo que habían padecido por ello reclusiones arbitrarias). Otra dificultad añadida consistía en cómo titular su ensayo. Para ello barajó varias fórmulas: Los extravíos de la mente humana, Enciclopedia de las ciencias inexactas y Errores y delirios. Finalmente elegiría En los confines de las tinieblas, acompañado del epígrafe “Los locos literarios”.
     Queneau pretendía que esos personajes hablaran por sí mismos y, en consecuencia, incluyó fragmentos esenciales de sus obras, limitando al máximo las interpretaciones de las ideas allí expuestas. Sólo en determinados casos, se dedicará a “explicaciones que se inspiran en el psicoanálisis, pero de las que no hay que responsabilizar a esta ciencia”. Lamentablemente, después de tanto esfuerzo, la obra resultará un fiasco: está descompensada en sus distintas partes; no constituye un estudio erudito ni una mera lista biográfica de personajes excéntricos como era habitual en épocas precedentes; no establece ningún sistema ni saca conclusiones; su estilo es farragoso en algunas ocasiones y disperso la mayoría de las veces. En suma, una obra disgregada e inconclusa, cenagosa, sin ritmo ni método. Queneau reconocerá el fracaso de su proyecto: no había logrado rescatar del olvido a ningún “genio desconocido”, y sus antologados apenas tenían interés literario a excepción del cuadrador del círculo Jean Pierre Aimé Lucas; el cosmógrafo Pierre Roux, quien atribuía al sol una condición excremental y reflexionaba en cómo su basura, en forma de energía solar, influía en los humanos; el precursor de la ciencia ficción, Charlemagne-Ischis Defontenay; el filantropófago, Paulin Gagne, quien se ofrecía en sacrificio para que después su cuerpo sirviera de alimento a los hambrientos; y el lingüista, Pierre Brisset, que deducía a partir de las palabras que la especie humana descendía de las ranas.
     Con ese deficiente resultado, Queneau presentará en 1934 el manuscrito de En los confines de las tinieblas a las editoriales Gallimard y Denöel, siendo rechazado por ambas. Permaneció inédita hasta que Gallimard, quizá alentados por el éxito de la obra del patafísico André Blavier Les Fous littéraires, la editó en 2002. Afortunadamente, dos años después de su aparición en Francia, ha sido publicada en España por la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
     Como consuelo a ese rechazo editorial, Queneau comentará en sus Diarios (1914-1965) que su labor sobre los heteróclitos literarios le había servido para comparar su propia “inadaptación” a la sociedad de entonces. Pero, en rigor, toda esa documentación recogida constituirá una importante reserva que nutrirá algunos de sus posteriores ensayos y artículos y, especialmente, su novela Les enfants du Limon (publicada en 1938 y traducida al español en 1970 por la editorial argentina Losada con el equívoco título de Los hijos del viejo Limón), donde incluye muchos de los textos que aparecen en la versión de En los confines de las tinieblas.
     Su tropiezo con los heteróclitos reafirmó a Queneau en su trayectoria literaria. A partir de ese texto —como se puede constatar en su diccionario analítico de los conceptos de Brisset— se aquilató su particular escritura, caracterizada por experimentar con el lenguaje, crear neologismos, adaptar las palabras coloquiales a una ortografía fonética y construir híbridos literarios (novela-verso, ejercicios de estilo, permutaciones de términos buscando distintos sentidos de los mismos…); sentando las bases de la experiencia literaria que en 1960 se llevó a cabo con el Oulipo (Ouvroir de Littérature Potentielle). –

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