Las decisiones de las mujeres: el cine de Mary Harron

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El 8 y 10 de agosto de 2019 se cumplen cincuenta años de los asesinatos cometidos por la llamada “familia Manson”. Bajo las órdenes de su líder, un puñado de miembros de la secta establecida en el desierto de California enfilaron hacia dos casas de Los Ángeles. Las instrucciones de Charles habían sido claras: matar a quienes estuvieran dentro “tan horriblemente como se pudiera”. La comitiva del día 8, formada por Tex Watson, Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Linda Kasabian, llegó a la casa del director Roman Polanski (quien se encontraba en Europa) y de su esposa, la actriz Sharon Tate, en su octavo mes de embarazo. La “familia” cumplió su objetivo sin descuidar lo relativo a la saña. Watson, Krenwinkel y Atkins ataron, dispararon y apuñalaron a Tate, a sus tres acompañantes y a un hombre que llegaba a la casa contigua. Dos noches después, el mismo grupo y dos miembros más –Steve Grogan y Leslie Van Houten– apuñalaron al matrimonio LaBianca dentro de su casa. Menciono a los asesinos porque, en conjunto, revelan algo esencial de la secta: la mayoría de sus miembros eran mujeres.

La primera matanza opacó a la segunda: la celebridad del matrimonio Polanski-Tate y el embarazo de ella –el horror dentro del horror– aportaron rostros conocidos e imágenes de pesadilla. El crimen se apoderó de la imaginación colectiva y se convirtió en metáfora: la muerte del sueño hippie en manos de sus propios hijos. Manson alcanzó estatus de arquetipo. Más de una veintena de largometrajes de ficción, documentales, series también de ficción y hasta películas de animación giran alrededor de él –y esto solo por mencionar su presencia en el cine.

El cincuentenario trajo consigo tres nuevas películas: Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino; The haunting of Sharon Tate, de Daniel Farrands, y Charlie says, de Mary Harron. La primera se inscribe en la veta revisionista del director, lo que hace suponer que no recrea los crímenes. La segunda, muy vapuleada, plantea que Tate tuvo premoniciones de su muerte. En cambio, la película de Harron es la primera en tener como protagonistas a las tres mujeres asesinas de la “familia Manson”.

Charlie says se basa en el libro de la feminista Karlene Faith, quien en 1972 tuvo contacto con Atkins, Krenwinkel y Van Houten en la cárcel de mujeres de Santa Cruz, California (The long prison journey of Leslie Van Houten: Life beyond the cult). Faith impartía a las presas talleres donde se discutían problemas sociales que afectaban a las mujeres. La cinta narra cómo Faith (Merritt Wever) abandonó ese objetivo cuando conoció a sus nuevas alumnas: Atkins (Marianne Rendón), Patricia Krenwinkel (Sosie Bacon) y Leslie Van Houten (Hannah Murray), quienes seguían comportándose como incondicionales de Manson y eran incapaces de expresar opiniones propias. “Charlie dice que los libros hacen daño”, explica Van Houten cuando Faith les asigna su primera lectura.

Charlie says recibió críticas tibias a pesar de su ángulo novedoso –o quizá justo por ello–. Al indagar en las razones que llevaron a Van Houten, Krenwinkel y Atkins a matar, la película cancela la opción fácil de llamarlas “monstruos”. Esta falta de moraleja es rasgo distintivo de la filmografía de Harron, cineasta atípica en tiempos de tendencias adoctrinadoras y decálogos que, en defensa de una causa, prescriben reglas a los artistas. El caso de Harron, además, contiene una paradoja. Por un lado, sus películas desacatan las recomendaciones del llamado cine con perspectiva de género (eliminar la representación de personajes masculinos que ejerzan violencia sobre las mujeres y/o mostrar personajes femeninos heroicos/admirables/fuertes). Por otro lado, esas mismas películas le han ganado el adjetivo de cineasta feminista.

Esto sucedió desde su ópera prima, I shot Andy Warhol (1996), sobre la feminista radical Valerie Solanas, quien en 1968 atentó contra la vida del artista. Solanas sobrevivió a una infancia de abusos (incluyendo sexuales, por parte de su padre) y, ya convertida en escritora, prefirió mendigar y prostituirse antes que aceptar un trabajo que comprometiera los principios de su activismo. La cinta de Harron integra las partes amargas de la biografía de Solanas, pero en vez de ceder a la hagiografía o al tono lastimero pone el acento en la personalidad enérgica y cargada de humor de su protagonista. La acción se sitúa en Nueva York, en 1968, cuando Solanas (Lili Taylor) busca dar a conocer su manifiesto scum, que proponía erradicar a los hombres de todos los ámbitos. A la rabia de ser ignorada se sumó la creencia de que Warhol se había apropiado de su trabajo. Esto la llevó a dispararle y a cumplir la profecía que su víctima había enunciado unos meses antes: Solanas tendría una fama fugaz pero suficiente para dar a conocer su manifiesto (hoy considerado un referente del feminismo radical). En la película, Harron trata las ideas de Solana en un formato visual distinto al del resto del relato y así evita establecer una relación entre sus ideas políticas y su inestabilidad mental (tras el atentado, Solanas sería diagnosticada con esquizofrenia paranoide).

Harron ha dicho que contó esta historia porque, al inicio de su carrera, compartía con Solanas la frustración de sentirse ignorada por el establishment cultural. La sensación de no pertenencia que, en casos extremos, puede dar lugar a una escisión de la personalidad, sería también el tema de American psycho (2000), basada en la novela de Bret Easton Ellis.

Desde su publicación en 1991, el relato de Ellis recibió críticas por su violencia gráfica, mucha de ella cometida en contra de mujeres. Su protagonista, Patrick Bateman, es un yuppie obsesionado con su aspecto y su estatus social –pero nunca está satisfecho–. Para desahogar su resentimiento, Bateman desarrolla un Mr. Hyde que apuñala indigentes y desmiembra prostitutas. Luego vuelve a su oficina de Wall Street y deslumbra a todos con sus dientes blanqueados. Ellis escribió la novela desde la perspectiva de Bateman; así, el narrador es el único personaje que da cuenta de los crímenes. Un lector sagaz –o no propenso a la indignación– deduce que los asesinatos son la fantasía de un acomplejado.

Dos de esas lectoras sagaces, Harron y su guionista Guinevere Turner, comprendieron el subtexto satírico de la novela y lo exprimieron al máximo en la versión cinematográfica. El tono se establece desde la secuencia de créditos: lo que parece un salpicón de sangre resulta ser la salsa roja que decora los platillos del restorán pretencioso donde se encuentran Bateman (Christian Bale) y sus amigos. Relamidos y enfundados en trajes de diseñador, hacen chistes racistas y exudan antipatía. Les sorprende pagar una cuenta de “solo” 570 dólares y arrojan a la charola sus American Express Platinum con el desprecio de quien se deshace de moneditas de diez. De entre estos yuppies petulantes ninguno tanto como Bateman: un tipo vacuo y patético, por quien es imposible sentir algo que no sea rechazo. Harron da el crédito a Bale de haber resistido la tentación de hacer de Bateman un fantoche adorable.

Ellis concede que Harron le dio corporeidad a Bateman, al punto de que él mismo ya no lo concibe con otro aspecto que no sea el de Bale. Sin embargo, el escritor y la directora admiten que la versión cinematográfica no deja claro que la faceta asesina de Bateman es una proyección mental. Como sea, el acto de establecer distancia entre narrador y protagonista permitió a Harron caracterizar a Bateman como un personaje despreciable. Su constante inseguridad y sus esfuerzos ridículos por disimularla convierten su misoginia en sinónimo de pequeñez.

Cuando se supo que la novela de Ellis sería llevada al cine, algunas organizaciones intentaron impedir su rodaje. Entre ellas, el colectivo Feminist Majority Foundation, que la llamó de antemano una cinta “contra las mujeres”. Hoy se le considera todo lo contrario. En su texto de The Village Voice, Angelica Jade Bastién llama a la película “un ejemplo asombroso del poder de la mirada femenina que vuelca su atención a la violencia y vanidad masculinas”.

Tomando atajos, Harron ha problematizado la relación de las mujeres con su entorno. Por un lado, observa cómo la (H)istoria les asigna roles y, por otro, les da agencia para tomar decisiones –aun si no son las correctas–. Charlie says es otro ejemplo de cómo la directora concede importancia al entorno, pero no trata a sus protagonistas como simples títeres –en este caso, del Mal–. Se piensa que las jóvenes de la secta Manson eran “almas perdidas”. Esta visión reaccionaria es desmentida por la película al mostrar que muchas provenían de familias tradicionales. Para ellas, Manson era no tanto un guía como un sustituto del padre rígido que abandonaron. Si en este sentido Charlie says es una crítica a la estructura patriarcal de las familias de los años cincuenta, Harron y Turner no pierden de vista la dimensión individual del asunto. Su mirada es empática pero no complaciente: muestra a mujeres que creyeron en las profecías de un demente pero que en el fondo intuían que algo estaba mal. Su inicial resistencia a matar revela un asomo fugaz de conciencia. Sin embargo, deseaban fervientemente la aprobación de “papá”. Harron remata la cinta aludiendo al tema de la responsabilidad personal: “las pequeñas decisiones”, como las llama, que lo hacen a uno estar donde está. En la última escena, Van Houten –encarcelada– recuerda el día en que habría podido escapar de la secta pero rechazó la oportunidad. Ahora reescribe la escena en su mente: se monta en una moto y no mira atrás.

Los personajes de Harron están marcados por su tiempo, pero su tragedia es intemporal. Lo que emparenta a las chicas Manson, a Valerie Solanas y Patrick Bateman no es su impulso homicida sino un deseo desmedido de admiración. En aras de cumplirlo, borran su conciencia. Su ansia enfermiza de pertenencia y aplausos deriva en sociopatía. La ironía es vigente; basta mirar alrededor. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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