Se cumplen dos años de la publicación en España de El farmer, de Andrés Rivera (Buenos Aires, 1928), en Punto de Lectura. Sobre el autor, ni una reseña en los suplementos nacionales (sólo una breve entrevista en el “escaparate” de Babelia y un artículo amical de Marcos Ricardo Barnatán en Letra Internacional) ni los consabidos artículos de celebración exaltada y generalmente hiperbólicos. Silencio para El farmer, como antes para La revolución es un sueño eterno (también en Punto de Lectura), silencio para Andrés Rivera.
Invierno de 1871. Nieva sobre Gran Bretaña. En una granja del Condado de Swanthling, un hombre de 78 años pregunta a ningún espejo: “¿Sabe alguien qué es el destierro?” Ese hombre que es ahora granjero, un farmer, fue durante veinte años, desde que en 1829 fuera elegido por primera vez gobernador de Buenos Aires, el hombre más poderoso de Argentina: Juan Manuel de Rosas. Sentado junto a un brasero, mira nevar en sus escasas tierras, a las que llegó, exiliado, en 1852, “y piensa en la muerte”.
El farmer no es una novela histórica. Es otra cosa. Por supuesto que es una novela (y una de las más grandes, aunque breve, de la literatura en castellano de las últimas décadas), pero no histórica. A pesar de que el general Rosas narre en ella parte de su vida. O por eso mismo: porque la narra Rosas y no un narrador omnisciente. Y porque su relato se centra sobre todo en lo que tiene más que ver, como diría Camus, con la vida que con la historia. No le interesan a Andrés Rivera ni la sucesión de datos, ni los acontecimientos marcados en el almanaque como fundamentales, ni la realidad. Sí le interesa la verdad, la que él mismo construye a partir de “la exploración de lo circundante”.
Cuando en 1996 se publicó El farmer en Argentina, su autor declaró que había utilizado la primera persona para no juzgar, y para “tratar de comprender”. La narración inconexa, y a ratos poética y turbia, de Rosas no trata de la historia, sino más bien de otros temas, los que en realidad siempre han interesado a Rivera: el sexo y la muerte; Argentina y los argentinos (“Quien gobierne”, escribe Rosas-Rivera, “podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”); la Internacional de Trabajadores y un Marx, aunque innombrado, que vive en la misma Inglaterra que Rosas; y la propia escritura, es decir, la novela: “El señor Sarmiento y yo somos los dos mejores novelistas modernos de este tiempo”, proclama el farmer, que a lo largo de su relato convocará varias veces al autor del Facundo, escrita igualmente en el exilio, como contrapunto de su propia historia, como narrador de otra historia que también, de algún modo, protagoniza Rosas. Si Sarmiento escribe su obra “para no morir”, como interpreta el propio Rosas, éste nos cuenta la suya como si pretendiera ajustar cuentas con el pasado. No para pedir perdón, lo que hace su relato aún más interesante: no hay lugar aquí para el patetismo.
Es interesante revisar la otra novela de Rivera publicada en España, La revolución es un sueño eterno, que en 1992 recibió el Premio Nacional de Literatura en su país. De alguna manera, sirve de pórtico a El farmer (incluso las últimas líneas del “Apéndice” de aquélla las protagoniza Rosas): el antiguo Orador de la Revolución, Juan José Castelli, va a morir, paradójicamente, de un tumor en la lengua. Estamos, por tanto, de nuevo en un momento de la historia (en 1810), pero la novela, aunque con más referencias explícitas que El farmer, tampoco es una novela histórica: podría decirse que unas veces resulta alegórica y otras discursiva. De La revolución es un sueño eterno a El farmer algo, sin embargo, ha cambiado: Rivera ha adelgazado su prosa (que no su discurso). Cada vez más, se ha acercado a una especie de síntesis entre novela y poema, y ha hecho del uso de la elipsis eje fundamental de su modo de narrar, de su “proyecto narrativo”, proyecto que comenzó a construir a finales de los años cincuenta sobre las bases de dos novelas, El precio y Los que no mueren, más cercanas a lo que se llamó realismo socialista, y que para una parte de sus críticos constituirían, junto a tres libros de cuentos que publicó antes de 1968, su primera etapa. En realidad, leídos hoy uno tras otro todos esos libros, seguidos de los que forman la supuesta segunda etapa de Rivera (que empezaría con la novela de 1972 Ajuste de cuentas), se aprecia claramente que no existe tal división, o que ésta es, si acaso, de tipo formal, ya que la esencia de los textos de Rivera sigue siendo la misma (de hecho, en El profundo sur, de 1999, vuelve a acercarse al mundo obrero), sólo que la acción, y con ello parte del lenguaje que la narra, se ha trasladado del mundo proletario hacia otros mundos (en ocasiones también marginales, como en la reciente Tierra de exilio, sobre la pobreza actual de algunas provincias argentinas), pero con el mismo programa marxista detrás, y con una atención al lenguaje, como centro de la literatura, que lo hace más preciso aún. Pero las historias, ya digo, siguen siendo las mismas: oscilan entre el tratamiento del reverso de la historia (como en las ya citadas, más En esta dulce tierra o La lenta velocidad del coraje, clara heredera de El farmer) y el de la propia autobiografía (Nada que perder, El verdugo en el umbral), siempre, en un caso y en otro, con un profundo poso metaliterario que no enfanga lo que antes se llamaba argumento y que ha alcanzado mayor protagonismo en la construcción (fragmentaria) de sus últimas novelas, casi todas ellas, como El farmer, muy breves, y siempre, desde la plena madurez de su autor, atentas a un tema fundamental: el exilio.
Un exilio (exterior o interior) que nos recuerda que Rivera se autoexilió al fin a una provincia; que, salvo sus amigos Saer o Piglia, el resto de sus interlocutores no son argentinos ya (pienso en Pascal Quignard, tal vez en Michon); que quizá con la edad ha recordado que su nombre no le pertenece totalmente: el suyo, el verdadero, es Marcos Ribak, y es el nombre de un hijo de judíos europeos también exiliados. ~
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