Thoreau y la resistencia

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Se vale construir castillos en el aire, si ponemos cimientos en la tierra.” Con mayor exactitud, esto es lo que escribió Henry David Thoreau en la conclusión de Walden: “If you have built castles in the air, your work need not be lost; that is where they should be. Now put the foundations under them.” Pero su oración tiende al proverbio. Está en la memoria de muchos sin que nadie se sepa explicar cómo llegó. Se vuelve sabiduría. Su autor ya no importa. Que muera su fama. Que viva su gloria.

Aunque Thoreau es un autor poco leído, le ha cabido en suerte ser muy bien leído. Su influencia en dos importantes movimientos modernos es tectónica: Thoreau precedió al ambientalismo; con su ensayo sobre la desobediencia civil también repercutió en Gandhi y Martin Luther King. Antes de Thoreau, el poeta romántico inglés Shelley ya había proclamado la idea de resistir al poder injusto mediante la rebeldía pacífica, en el poema The masque of anarchy. Pero la diferencia es que Shelley apenas imaginó un método que Thoreau aplicó sobre sí mismo.

El 11 de mayo de 1846 el presidente Polk de los Estados Unidos declaró la guerra a México, después de que dos mil soldados mexicanos cruzaran las indefinidas fronteras en persecución de una patrulla estadounidense compuesta de setenta hombres. Los mexicanos mataron a dieciséis de estos soldados en lo que se conoce como el Asunto Thornton, el cual ofreció a Polk el argumento que necesitaba esgrimir ante el Congreso: los mexicanos “derramaron sangre americana sobre suelo americano”. La oposición en Estados Unidos a la guerra fue notoria y extensa.

En julio del año de la guerra, el recaudador de impuestos de Concord, Massachusetts, exigió a Henry David Thoreau el pago con recargos de seis años de impuestos atrasados. Thoreau se negó, arguyendo su desacuerdo con la Primera Intervención Americana, como le decimos a esa guerra en este lado del río. En consecuencia, fue a dar a la cárcel.

Su ensayo “Desobediencia civil” es una exposición de motivos. La idea central es la necesidad de resistir las injusticias del poder desobedeciéndolo. Pero Thoreau vincula desobediencia con responsabilidad. El desobediente debe estar dispuesto a sufrir de manera pacífica las consecuencias de infringir la ley. Pagar las multas. Cumplir la condena. No pedir un trato excepcional.

Estaba en el carácter de Thoreau asumir las consecuencias. Es más, aunque estaba lejos de ser un radical furibundo, lo que pedía a gritos era asumir las consecuencias. Por eso se fue a vivir durante veintisiete meses en el bosque, para hacerse plenamente responsable de estar vivo y ser a solas el que era. Del diario de esos meses surgió Walden.

Walden es un paso por el bosque, pero no como se pasa por el bosque para cruzar en coche de Constituyentes a Reforma, y ni siquiera como cuando se trota a las siete de la mañana en el Bosque de Tlalpan. Aunque duró más de dos años, es un paso porque nunca pretendió ser una estancia definitiva. Thoreau no quería quedarse sino volver a la ciudad, habiendo bebido y asimilado plenamente las razones para convivir con el resto de los hombres. “Ciudad” es un nombre gastado. Hoy, como en 1854, huele a drenaje profundo. Se pisa como chapopote. Estorba como obras del metro. Fastidia como pagar el predial. Thoreau se fue al bosque a buscar ciudad, civilización, polis, motivos para no ser misántropo, el encanto de ser uno con los otros cuando uno está harto de todos y lleno de nadie.

Walden narra una expedición hasta un lugar muy lejano: uno mismo. Es un experimento a partir de esas ganas de largarse que todos hemos sentido: errar, vagar, viajar. Salir de aquí por aire, mar o tierra. Pero de aquí no se sale hasta no surcar en goleta el Pacífico interior, hasta no volar como los ánades desde nuestra Columbia Británica invernal hasta el Trópico de Cáncer que nos circunvala los riñones, hasta no haber andado como micer Polo desde la Venecia policroma que nos sale por la risa hasta la China de nuestros más tártaros secretos.

Como su generación y escuela, Thoreau abrevaba de fuentes orientales, principalmente del Bhagavad Gita. Algo del Tao, de los derviches y de la experiencia del Buda. Como un monje anaranjado, Walden identifica con inteligencia penetrante que el ónix, el naranjo, la catarina, el ruiseñor, la trucha, el tigre y yo somos presas del sufrimiento. Pero Thoreau no fue a Walden en busca de nirvana o de vacío, fue a tomar vuelo para entrar con ímpetu ahí donde “la mayoría de los hombres desespera y calla”.

Hondamente introspectivo, Walden no deja de ser un libro yanqui como Un yanqui en la corte del rey Arturo de Twain. Es un manual práctico. Está lleno de clavos y de tuercas, de técnicas de construcción y agricultura, de dólares, centavos y hasta contiene algunas cuentas. No es análisis intelectual de ese medio hombre y monstruo y medio que nada más piensa con la cabeza. En Walden están los problemas muy carnales de comer y descomer. Viajar por adentro es viajar por el alma, pero también es viajar por la tripa.

Thoreau es uno de los seis “clásicos americanos”, junto con Poe, Melville, Hawthorne, Emerson y Whitman. Como se puede advertir leyéndolos, no tenían nada más que el siglo y la lengua en común. Poe y Hawthorne, que eran más de ciudad, más de salón, más de revista, escribieron sátiras y diatribas contra los trascendentalistas Thoreau y Emerson, que eran más silvestres. Whitman todavía era un vagabundo al que nadie hacía caso en aquella república de las letras. ~

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