Una roca del espacio cayó en el fin del mundo

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¿Así comenzaría el fin del mundo?, se preguntó el pastor José Sarmiento Pari, preso de un terror insólito. Era una mañana de septiembre y una roca envuelta en un fuego rojizo caía en picada desde el cielo y le cegaba la vista. Aquel proyectil extraterrestre bien podía haberse dirigido a Lima, a Río de Janeiro o acaso al centro financiero de Nueva York, como ocurre en las películas, pero su destino apuntaba al mediodía soleado en la aldea de Carancas, Perú, en la inhóspita frontera con Bolivia. José Sarmiento Pari, un pastor de ovejas, miró el cielo y creyó que en ese momento acabaría todo. Después de vulnerar la espesa atmósfera del planeta a veinte mil kilómetros por hora, como después explicarían los científicos, y tras recorrer el cielo de los Andes como una estrella fugaz extraviada, la bola de fuego se precipitó ante los ojos conmocionados de los campesinos que pastaban sus animales en ese paisaje de llanuras extensas, y estalló con la violencia de una bomba descomunal. A casi cien metros del lugar donde caería aquella maldición, el superviviente Sarmiento Pari no tuvo tiempo de avisar a sus siete hijos, ni de pensar en Dios, ni siquiera de poner a salvo a sus cinco vacas y cincuenta ovejas, que, como dirá mucho tiempo después, conforman toda su riqueza. Tampoco atinó a taparse la boca, ni a cerrar los ojos, precauciones que le habrían librado de muchos pesares. No. El meteorito se hundió en su chacra de pasto abriendo un cráter al borde de un riachuelo escuálido, y produjo un extraño temblor que remeció casi todos los pueblos del distrito de Desaguadero, ese fin del mundo al que Carancas pertenece. Entonces, toda la distancia que Sarmiento Pari podía alcanzar con los ojos se cubrió de una asfixiante nube de polvo, como un hongo fabuloso, y una lluvia de piedras calientes cambió para siempre la historia de su aldea.

Desaguadero sólo puede ser el nombre de un destino fatal. Un escenario apropiado, se diría, para que una piedra del espacio de cinco mil millones de años terminase allí sus días. El meteorito tenía un metro de diámetro –según el astrónomo uruguayo Gonzalo Tancredi, que después inspeccionaría el lugar–, pesaba dos toneladas y estalló con la potencia de una carga de tres mil kilos de explosivos. Era una fuerza suficiente para destruir una manzana completa de edificios en cualquier ciudad del mundo. Lima. Madrid. Nueva York. Pero había caído en Desaguadero, el distrito al que la aldea de Carancas pertenece. Aquel sábado 15 de septiembre del 2007 los científicos de los observatorios sísmicos más próximos, en Bolivia y en el sur del Perú, registraron el lugar exacto del temblor y dieron la alerta. Poco después, una tropa de policías de la ciudad de Desaguadero partió con la misión de conocer lo que había causado el lejano hongo de vapor que se divisaba en el cielo y alarmaba a los vecinos.

La explosión había ocurrido en la comunidad campesina de Carancas, la zona más alejada y menos poblada del distrito, en un rincón de la frontera entre el Perú y Bolivia. El fin del mundo. Un lugar donde esa gigantesca cortina de polvo y humo sólo podía significar que había empezado una guerra, según creyó Alberto Machuca Pari, un campesino que ese día había salido de Carancas para rezar en un templo de la ciudad, como quien presagia el peligro. O bien podía tratarse de un avión en llamas o incluso de una nave extraterrestre caída en desgracia. Eso pensaron los ciudadanos alarmados. Así que esa tarde de invierno, el comisario de la ciudad de Desaguadero, el mayor Víctor Anaya, envió a la zona a siete de sus hombres para salir de toda duda y para que prestaran sus servicios a las posibles víctimas de ese misterio.

Un año después de aquellos sucesos, ningún agente de la comisaría querrá referirse a lo que ocurrió en esa expedición. El mayor Anaya habrá sido trasladado a otra zona de servicios y, para muchos de los personajes de aquel raro acontecimiento, él y sus hombres trabajaron para los villanos de esta historia. Pero eso ocurrirá después. En todo caso, aquel mediodía de septiembre, los policías partieron sanos en los patrulleros de la estación de Desaguadero, esa ciudad fronteriza que parece un gran mercado ambulante de objetos de contrabando, a sólo diez kilómetros de la aldea castigada. Horas después, los agentes estaban al borde de la asfixia y parecían enfermos. ¿Acaso no debieron acercarse a ese objeto que cayó del cielo? Según algunas personas que luego tuvieron trato con ellos, les había ganado la codicia.

El taxista Ricardo Sarmiento dice que la gente de Carancas también se ha vuelto recelosa e interesada después de que el meteorito cayó en su aldea. Entonces agradece a Dios –él es muy religioso– por haberle permitido vender todas sus tierras y salir de ese “fin del mundo” mucho antes de que ocurriera lo que ocurrió. Ahora él se esfuerza por sostener el timón de su camioneta station wagon blanca mientras ésta avanza por un camino de piedras filosas que rebotan agresivas contra la parte baja del chasis. Carancas es un lugar difícil de recorrer incluso en un vehículo, como si la tierra misma detestara a los visitantes y a toda forma de vida. Las amplias llanuras están salpicadas de solitarias casas de barro, como si un azar siniestro las hubiera arrojado allí a su antojo. El cielo es de un azul tan arrogante que no admite nubes, tampoco lluvias, al menos a comienzos de agosto, cuando el invierno en ese confín a casi cuatro mil metros de altura congela las plantas. La única forma de vida vegetal que cubre los campos es el ichu, un pasto amarillento de hebras largas y espinosas, de las que se alimentan algunas vacas y ovejas escuálidas, que a su vez sirven de alimento a las personas. “Es como una tierra maldita”, dice el taxista Ricardo Sarmiento y escupe por la ventanilla. Es un hombre robusto, de unos sesenta años, piel marrón y manos muy grandes, que cumple su trabajo con una mezcla de rabia y melancolía. Esos sentimientos, sin embargo, no le impiden detener su vehículo para recoger a una mujer que alza la mano al borde del camino. Parece la única persona viva en esa parte del espacio.

–Yo lo toqué –dice ella cuando el vehículo vuelve a su marcha y después de que el taxista le explica algo en aimara, el idioma que se habla en el lugar–. Pero ahí mismo lo solté porque dijeron que mala suerte trae.

Como muchos campesinos que ese mediodía pastaban su ganado cuando de pronto todo se oscureció, esta mujer –pantalón bajo la falda amplia y un niño de dos años sujeto a su espalda– dice que se asustó mucho al escuchar la explosión. El cielo adquirió el color de la tierra debido al polvo que levantó el impacto, y una infinidad de piedras y terrones gordos salieron disparados como esquirlas medio kilómetro a la redonda. Los animales huían. Las personas gritaban en sus chacras. Cogían a sus hijos. Se arrodillaban. Pedían perdón al cielo. Temían lo peor. Pasado el remezón, el silencio habitual de Carancas regresó como si nada hubiera ocurrido allí, pero una garúa de polvo y un olor nauseabundo, como de huevo podrido, según recuerdan esa mujer y también un médico que llegaría al lugar para atender a los afectados, manaba del agujero gigantesco que se formó en el terreno de uno de los campesinos. El humo y el polvo se disiparon pronto, pero la pestilencia continuó los dos días siguientes como una huella de aquel suceso extraordinario. Acaso era una advertencia de lo que vendría después.

La station wagon blanca continúa surcando el espacio amarillento cortado por la única carretera. Todo lo que existe al margen de ese camino luce igual. La mujer le entrega unas monedas al conductor y le señala un punto en medio de la nada. Es joven, de unos treinta años, y sonríe mucho. El niño que lleva en la espalda tiene el rostro morado por el frío. Ella dice que su hijo es muy fuerte y que el día en que el meteorito cayó, él gateó entre los fragmentos esparcidos en el suelo, igual que otros niños y adultos que se apuraron a recoger los escombros. Entonces llegaron los policías de la ciudad. Al enterarse de lo ocurrido, ellos ordenaron a los campesinos que soltaran las rocas que habían levantado del suelo. “Les va a dar enfermedades, sarna, granos”, recuerda esta mujer que gritaban los agentes mientras instaban al pueblo a amontonar todas las piedras en un solo sitio. Unas cincuenta personas se habían congregado en el lugar y trataban de observar lo que había en el fondo del cráter. Pero el aire aún estaba turbio y ni siquiera se podía distinguir bien a la gente de entre los animales amedrentados. La mujer les entregó a los policías todas las piedras que había reunido. Mucho tiempo después de ese alboroto y de que, en efecto, los testigos empezaran a sentir dolores de cabeza y náuseas, como habían advertido los policías, una vecina habría de regalarle una de esas piedras caídas del cielo en señal de amistad. Una cosa así, le dijo, sólo podía traer dinero.

–Por ahí debe de estar en mi casa –dice la mujer cuando la station wagon se detiene–. ¿Dónde, pues? Hay que buscar, pero no se ha perdido.

–Muéstrale al periodista –le dice el taxista.

–Cómo, pues, señor. Si todo se lo llevaron los policías. Esto es para mí. Para vender a los gringos.

Luego la mujer baja del vehículo y, a paso nervioso, se pierde en el espacio.

–¿No ve? –dice Sarmiento–. En buena hora y gracias a Dios me fui de este lugar maldito.

La solitaria enfermera que atiende el puesto de salud de Carancas también quiere irse de ese lugar. Pero sus motivos no vienen al caso, al menos no por ahora. Es la una de la tarde en la aldea y hace sólo unos minutos Nélida Chaiña cocinaba el almuerzo aprovechando que no tenía pacientes. Casi nunca los hay. Afuera del local, el viento soplaba frío sobre lo que los aldeanos llaman el Centro Poblado: una isla de cemento en medio de la llanura, donde se levantan el puesto de salud sin enfermos, una plaza de concreto desierta, algunas bancas vacías, la escuela para los niños (vacía debido a las vacaciones de medio año) y un baño público en desuso aunque adornado por una impecable placa recordatoria: “Letrinas-Carancas. Inaugurado siendo Presidente Alan García Pérez. Mayo 2007”. El lugar parecía un pueblo fantasma hasta que la enfermera –pelo negro a la altura de los hombros, gafas ahumadas, rostro inexpresivo– y su hija de doce años emergieron de la cocina y me guiaron hacia un escritorio con flores artificiales, en medio de un salón donde cuelgan afiches que le cuentan a nadie las funciones del aparato digestivo y del corazón. Nadie más vive en el Centro Poblado. Lo único que alguna vez pareció darle verdadera vida a ese sector de Carancas, y a toda la aldea –recuerda la enfermera–, fue el meteorito.

Nélida Chaiña llegó a Carancas al día siguiente de la explosión, después de haber pasado su sábado de descanso en la ciudad, y encontró un lugar irreconocible. Había muchos estudiantes de las universidades de Puno y La Paz, periodistas, ingenieros; también funcionarios de la Municipalidad de Desaguadero que recibían llamadas telefónicas para responder entrevistas y para coordinar la llegada de más periodistas y de científicos de muchos países. Por allí caminaban varios médicos que atendían a los campesinos que habían inhalado el humo polvoriento de la explosión. El malestar (náuseas, vómitos, mareos) fue un hecho pasajero, recuerda la enfermera Nélida Chaiña, y se había disipado durante la noche que siguió a la explosión; pero los campesinos, alentados por la inédita cantidad de autoridades presentes en el lugar, aún clamaban por ayuda. “Los animales no están comiendo y algunas personas presentan cierta tartamudez”, se alarmó a través de una radio noticiosa un político del lugar. “Creían que les iban a traer ayuda, cosas, regalos”, dice la enfermera casi un año después. “Por eso suplicaban”. Alrededor del cráter, los policías y funcionarios de la municipalidad habían formado un cordón humano que impedía que los curiosos se acercaran mucho. Fuera de él, algunos forasteros y lugareños recogían los fragmentos del meteorito esparcidos en el suelo como granizo; otros preferían mirar con precaución. “Me dijeron que también me quedara con esas piedras –recuerda ahora la enfermera de Carancas–, pero yo qué iba a saber que no eran dañinas. Mejor las dejé en el suelo nomás”. Eran de todo tipo, recuerda, desde pedacitos del tamaño de una uña hasta trozos como pelotas de tenis. Por su textura y color, parecían escombros de cemento. Eso quedaba del meteorito.

Hacia el mediodía del domingo, los siete policías que habían llegado el día anterior a Carancas y tenido contacto cercano con los restos de la roca espacial fueron relevados y trasladados al hospital de la ciudad de Desaguadero. Allí les dieron oxígeno y mucha agua para que se recuperasen de los vómitos y las diarreas. Otros agentes los reemplazaron en el trabajo de ahuyentar a los curiosos del cráter. Más o menos por ese momento o tal vez un poco más tarde, la comisaría de la ciudad ya guardaba una carga completa con fragmentos del meteorito envueltos en una bolsa negra.

En esa comisaría se detuvieron un grupo de médicos que viajaron desde Puno, la capital del departamento, para atender a los enfermos. Casi un año después, en su pequeño consultorio del hospital de esa ciudad, el doctor Fredy Pásara recordará que los policías lo guiaron con recelo hacia una habitación de la estación donde estaba aislado aquel envoltorio. “Realmente era un olor nauseabundo, muy penetrante. Tuvimos que entrar con máscaras. No podíamos determinar el contenido de los gases, pero era algo así como azufre: olía como a huevo podrido”. El médico no se atrevió a tocar las piedras. Luego, frente al cráter de Carancas, halló el mismo olor y volvió a ponerse la máscara protectora. Pásara es un hombre pequeño e hiperactivo de cuarenta años que ha trabajado durante toda su carrera en ese sector extremo de los Andes y conoce muy bien cómo viven, de qué se enferman y por qué mueren los campesinos de la zona. Por eso le sorprendieron los resultados de las pruebas de sangre y orina que recogió entre las personas que habían presenciado la explosión o tenido contacto con el cráter. Arsénico. Un mineral venenoso que, en grandes dosis, puede matar a una persona, pero que en pequeñas cantidades raja la piel y destruye el hígado. “El agua subterránea que toma la gente en muchas comunidades de Puno contiene esa sustancia”, dirá Pásara en su consultorio. La sorpresa era que ese mismo problema afectara a Carancas, donde los médicos jamás habían hecho una investigación de ese tipo, y que esa muestra de la pobreza más extrema se descubriera gracias a la caída de un meteorito. En el puesto de salud de la aldea, la enfermera Nélida Chaiña cree que quizá debido al arsénico que ella bebe en el agua a veces siente que se olvida muy rápido de las cosas. Luego reposa un brazo en la espalda de su hija y me dice que lo que más desea es que sus superiores la trasladen a otro lugar de trabajo.

En Carancas, nadie más que ella sabe lo del arsénico. “No hay que alarmarlos”, dice la enfermera. Suficiente tienen los campesinos con ese cráter que quedó después de la explosión, pues lo que el meteorito en realidad afectó no fue la salud de la gente, sino sus pensamientos y ambiciones desde el momento en que, además de la curiosidad, comenzó a rondar por allí el dinero.

Lo llaman El Cazameteoritos. Pero el sobrenombre le añade cierta nobleza caballeresca a su talento principal: es un hábil mercader de todo mineral que cae del espacio. Michael Farmer estaba en España, junto con dos colegas, cuando supo que su próximo destino podía estar en el Perú. Había pasado un día después de la caída del “Meteorito de Carancas”. Él leía las noticias que los periodistas habían esparcido por el mundo durante las últimas horas, pero éstas todavía le parecieron demasiado confusas como para decidirse a dar el primer paso hacia aquel remoto lugar de Sudamérica. “Había mucha desinformación –cuenta en una memoria posterior que publicó en su página web–. Se hablaba de vapores venenosos que enfermaban a la gente. Entonces desestimé de plano la historia y asumí que se trataba de un hecho volcánico y no de la caída de un meteorito”. Una semana después, el diario ruso Pravda afirmaba que ni siquiera se trataba un hecho natural, sino de los restos de un satélite espía que el gobierno de los Estados Unidos había derribado. La intoxicación de los aldeanos y de los policías en Carancas, decía ese periódico, se debía a la radiactividad que emanaba el artefacto. Farmer decidió esperar.

Hay minerales que valen más que el oro, me dijo una tarde la geóloga Teresa Velarde en su oficina de Lima. Trataba de explicarme lo que puede costar en el mercado un simple fragmento de meteorito. Un gramo de una piedra espacial puede valer hasta cien dólares, cuatro veces más que el metal dorado. Michael Farmer, una especie de cazafortunas del cosmos, posee una colección de cientos de fragmentos de meteoritos que ha ido recolectando durante más de una década de carrera, motivado, según ha dicho, por una mezcla de fascinación (similar a la de cualquier astrónomo) más un instinto particular de acumulación (como cualquier coleccionista compulsivo). Un día, cuando era un estudiante en la Universidad de Arizona, visitó una feria de gemas y minerales y tocó por primera vez una piedra del espacio. Que ese pedacito de roca poco más grande que una canica hubiera pasado miles de millones de años dando vueltas en el universo antes de caer en la Tierra, en Australia, y que por esos rebotes increíbles del azar estuviera ahora entre sus manos fue un hecho que lo trastornó para siempre. Compró la piedra, abandonó la universidad y comenzó una vida guiada por el movimiento y la caída de los astros, que lo ha llevado a rastrear el Sáhara, México, China y Rusia. Ha comprado, vendido y negociado tanto y con tan buena suerte en ese mundo de coleccionistas, laboratorios y museos sobre el espacio, que cuando finalmente decidió ir a Carancas, ya no era ese ingenuo muchacho de la feria de minerales, sino una celebridad que suele viajar con muchos dólares en el bolsillo.

¿Acaso una roca podía valer tanto? Para los geólogos y los astrónomos, un meteorito como el de Carancas es la piedra. Una concentración en estado puro de la materia que, al chocar y estallar, formó los planetas en el principio del universo. Miles de millones de años después de su origen, todavía los asteroides y cometas suspendidos en el espacio chocan contra la Tierra.

Dos o tres meteoritos pequeños se disuelven en la atmósfera cada día. Los más grandes –como el que cayó hace cincuenta millones de años y oscureció el planeta y extinguió a los dinosaurios– podrían acabar con la humanidad. Ése sería el fin del mundo, que no es un lugar ni se llama Carancas, aunque lo que pasó en esa aldea sólo sea una advertencia reciente. “Pocas veces una persona tiene oportunidad de tocar esos cuerpos que se estudia en los libros”, me dijo la geóloga Teresa Velarde con cierta nostalgia en su oficina. Ella es una investigadora del Instituto Geológico Minero y Metalúrgico del Perú, y aquella tarde había prometido mostrarme un fragmento del meteorito de Carancas que alguna vez examinó en el microscopio para conocer su composición. Pero ese trozo único se encontraba en el almacén de un museo de la ciudad, y unos trámites que demoraban más de la cuenta le impedían volver a tocarlo. Velarde lucía apenada. Habría sido una oportunidad perfecta para invocar al Cazameteoritos y solicitarle uno solo de los trescientos gramos que compró en Carancas. Él es el dueño de la evidencia. Al menos de una gran parte de ella.

El Instituto Geofísico del Perú no es la nasa. Tampoco se parece a esos laboratorios de las películas repletos de científicos en trajes blancos, adictos al café y conectados a computadoras ultrasofisticadas. Era una mañana fría de fines de julio en Lima, y el astrónomo José Ishitsuka Iba –ojos rasgados, pantalón de dril beige, camiseta blanca– sostenía un recipiente plástico de película fotográfica y un envoltorio de papel de platino, adentro de una solitaria sala de reuniones. Había aplazado su trabajo en un observatorio de las afueras de la ciudad, porque le sorprendía que casi un año después de la caída del meteorito de Carancas alguien le preguntara sobre el tema. En las afueras del instituto –un edificio pequeño de lunas polarizadas y jardín austero– algunas mujeres barrían las veredas de sus casas, y un puesto de periódicos exhibía las noticias del día. El Gobierno del Perú iba a enjuiciar a una mujer que posó desnuda en el lomo de un caballo cubierto con la bandera nacional. La realidad siempre ha sido un desafío a la inteligencia. “¿Podemos ser más inteligentes que los dinosaurios?”, se preguntaba por los mismos días un físico nuclear del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, en los Estados Unidos. David Dearborn, como se llama ese científico, cree que un meteorito gigante que amenace la Tierra podría ser destruido con energía nuclear. Pero no está seguro de los resultados. ¿Podrá salvarse la humanidad del fin del mundo? ¿Se harán estas preguntas los políticos? El novelista Arthur C. Clarke planteaba ambos problemas en su novela El martillo de Dios. La historia transcurre en el siglo xxii, cuando los hombres habitan la Luna y Marte. Entonces, un meteorito se aproxima a la Tierra, pero hay quienes consideran que no hacer nada para evitarlo podría ser un remedio contra la superpoblación (y contra los políticos). No es ése el caso del meteorito de Carancas. Regresemos a la realidad. Volvamos a la Tierra. A la sala del Instituto Geofísico del Perú, donde esa mañana de julio el astrónomo José Ishitsuka destapó su pequeño recipiente de plástico y con lacónica amabilidad me dijo:

–Mira.

Tres días después de la explosión del meteorito, José Ishitsuka llegó a la comisaría de Desaguadero y recogió unas muestras de la bolsa negra que un policía aún amedrentado soltó delante de él, como quien teme una enfermedad. Dos de ellas las envió a un museo de Austria y a un laboratorio de Argentina. Allí le confirmaron que, en efecto, aquello era un meteorito. Provenía de la franja de asteroides que existe entre Marte y Júpiter. En su segunda visita a la zona, dos semanas después, Ishitsuka quiso ver cómo se había conservado el cráter durante su ausencia. Aquello era un agujero de unos trece metros de diámetro y unos cinco de profundidad que el agua subterránea había inundado y que ahora se distinguía poco de los pozos que los campesinos perforan para su consumo. Alrededor orbitaban periodistas, campesinos trajinando piedras y algunos forasteros curiosos. El cerco humano de los primeros días había sido reemplazado por una alambrada con púas. Por allí también andaba el Cazameteoritos.

Michael Farmer es un hombre algo subido de peso, cabello rubio muy corto, casi militar, y en las fotografías que se tomó alrededor del cráter sonríe mucho. En una de ellas hasta lo acompañan tres policías risueños, y esto debió causarle mucha gracia, pues en su página web los llama “corruptos”. Allí también cuenta que compró el primer lote de fragmentos en la comisaría de Desaguadero. Tras explicarles a los agentes en qué consistía su trabajo, éstos escoltaron al Cazameteoritos en dos vehículos que finalmente se detuvieron cerca del cráter. Durante dos días, Farmer les compró piedras a los campesinos y hasta participó en una asamblea de la comunidad. “Ellos no sabían qué hacer para proteger el cráter”, ha escrito. Así que él les explicó una teoría que ha quedado grabada en la aldea con la fuerza de un credo celestial. Casi un año después, todavía tiene seguidores.

Pero en el principio de esta historia, ni siquiera el Cazameteoritos creía en lo que había ocurrido en Carancas. Tardó casi dos semanas en decidirse a viajar y hasta se detuvo en Bogotá, por esas cosas de su trabajo, antes de llegar a La Paz, a una hora y media de la zona del impacto. Durante su demora, otros negociantes de meteoritos se adelantaron. Uno de ellos hasta se fotografió delante del cráter cargando una bolsa con su botín y uno de esos sombreros andinos –o chullos– en la cabeza. Era una prueba de garantía para sus futuros clientes. Entre las curiosidades que ahora exhibe Robert Haag (The Original Meteoriteman, como se llama en su página web), hay un pendiente donde reluce un gramo del meteorito de Carancas, como un testimonio de las mañas comerciales terrícolas: una piedra del espacio podía terminar colgando en una oreja. Así que cuando el Cazameteoritos Michael Farmer llegó, sólo “recogió” lo que pudo: trescientos gramos. Sus colegas habían sacado del país unos treinta kilos, les explicó enfadado a los periodistas. Luego, en la asamblea de la aldea, les dijo a los campesinos que un gran pedazo de meteorito se hallaba intacto dentro del cráter, a menos de diez metros bajo tierra. Y en ese español perfecto que había aprendido en la universidad, añadió que “debían salvarlo para la ciencia y para el turismo”.

Los políticos locales decían cosas parecidas. “Venderemos la imagen del cráter como atractivo turístico para que los comuneros puedan beneficiarse”, dijo un funcionario de la municipalidad de Desaguadero. El gobierno regional de Puno prometió una carretera de asfalto para llegar hasta el cráter, y en los meses siguientes sus funcionarios reunieron planos, oficios, proyecciones estadísticas, actas de reuniones, cartas de científicos, fotografías, en un cuaderno de trescientas páginas donde el futuro de Carancas en el plazo de un año se leía como una novela de ciencia ficción: el cráter sería cubierto por un techo translúcido; al lado habría un museo con una sala científica y una recepción donde unos ocho mil turistas al año pagarían en dólares por ver. Luego, se pronosticaba que muchos empresarios se animarían a construirían resorts para completar la postal. En Carancas no había electricidad, tampoco agua potable, ni siquiera un sistema de transporte público, pero en esa aldea que nunca ha figurado en los mapas ni en las guías de viajes entonces se pensaba mucho en el turismo. Así que las firmas de los trescientos ochenta campesinos que acompañan aquel expediente confirman esa ilusión colectiva. Pero eso ocurriría un poco después. Porque cuando el Cazameteoritos habló ante la comunidad, lo único que cubría el cráter era mucha agua empozada y una suma de proyectos. Las lluvias iban a comenzar en menos de dos meses y destruirían lo que quedara de la piedra espacial. “Les dije que no se podía conservar el cráter –escribe Farmer en su página web–, pero sí el resto del meteorito”. Y, por supuesto, se comprometió a comprar una parte de lo que pudieran sacar. “Lo demás se quedaría en una de las casas a salvo del deterioro”. Había mucho dinero bajo tierra, les dijo a los campesinos el Cazameteoritos. Un millón de dólares, escuchó alguien. Era más de lo que ninguno de esos campesinos había visto jamás. Luego se produjo un debate en la asamblea. El futuro, la riqueza, la salud, la educación, todo, absolutamente todo lo que Carancas no había tenido nunca estaba bajo esa agua empozada y marrón que cubría el cráter. Y aún más al fondo, a diez metros de profundidad, como calcularon unos geólogos que apoyaron la medida. La comunidad decidió por mayoría. Veinte hombres vigilarían el lugar durante el día y otros veinte durante las noches. El que incumpliera su deber sería multado con una oveja. Empezarían a excavar en busca de esa piedra a la mañana siguiente. Era el 30 de setiembre del 2007 y había que darse prisa. El progreso era una piedra que había caído del cielo.

Una piedra de concreto. Una roca que engaña a los sentidos. Eso parece el meteorito. Aparenta cierta porosa fragilidad, pero pesa como un trozo de hierro. Hasta provoca tirarlo contra una ventana o un automóvil –acaso contra una persona– para probar su poder destructor. Pero los dos fragmentos que el astrónomo José Ishitsuka conserva son apenas más grandes que una caja de fósforos. Él no lo dijo, pero son un recuerdo digno de un museo más que unas piezas que puedan seguir estudiándose. Por eso las guarda en su casa y rara vez las saca de allí. Una de ellas ha adquirido un color rojizo. “Se está oxidando”, aclaró esa mañana en la sala de reuniones de su trabajo. Y se oxida debido al contacto con el aire terrestre pero sobre todo con el agua que brotó del cráter de Carancas. El otro fragmento estuvo en manos de unos astrónomos de un laboratorio de Viena, quienes explicaron su composición: una concentración altísima de hierro, casi en estado puro, como sólo se puede hallar en el centro de la Tierra. Su nombre técnico: condrita, debido a los cóndrulos o estrías que sólo un microscopio permite ver. En teoría, también es un meteorito corriente, como muchos de los restos que se han encontrado en diversas partes del mundo. “Lo particular del caso de Carancas no eran tanto estas piezas”, me explicó Ishitsuka, quien, junto a otros veinte científicos de Sudamérica y los Estados Unidos, informó sobre los detalles del suceso en el Congreso 71 de la Sociedad Meteorítica, en marzo del 2008. Lo que asombró a los astrónomos y otros científicos reunidos allí es que un meteorito tan pequeño (entre uno y dos metros de diámetro) pudo vulnerar la atmósfera y llegar hasta el suelo sin destruirse en el camino, como sí ocurre por lo general con otros cuerpos de ese tamaño. “Por eso importa tanto este cráter”, añadió Ishitsuka mientras jugaba con uno de sus fragmentos como si se tratara de un adorno de escritorio. Los científicos necesitaban que el cráter se conservara sin alteraciones porque su forma, profundidad y tamaño les permitiría saber cómo es que esa piedra pudo llegar. Porque –recordemos– así se extinguieron los dinosaurios y así podríamos terminar los hombres. Por eso, aquella mañana en que los campesinos de Carancas iban a comenzar a cavar en busca de su tesoro, las autoridades de la Región Puno, al que la aldea y Desaguadero pertenecen, fueron alertadas desde Lima por el presidente del Instituto Geofísico del Perú, y entonces impidieron que nadie se acercara al cráter. “El cráter es un patrimonio natural del país”, me dirá Rocío Gómez, la gerente de Recursos Naturales del gobierno regional, quien apoyó aquella decisión de no tocar el cráter. “O sea que les explicamos a los campesinos la ley –añadirá en su oficina atiborrada de papeles–. Todo lo que está sobre el suelo es de sus propietarios. Lo que está debajo le pertenece al Estado”.

Michael Farmer, el Cazameteoritos, salió del Perú instigado por los policías que, según él, antes lo habían ayudado. En una de las fotografías de su página web se le ve apoyado en la cubierta de una lancha que surca el Lago Titicaca; lleva gafas y está serio. “¡Libertad!”, grita la leyenda de la imagen. “Sólo horas después de escapar de los corruptos policías peruanos”. En otra vista, Farmer aparece en una especie de laboratorio y lo acompaña, asegura él, el editor de una revista sobre meteoritos que examina una piedra de Carancas. “Me aseguraré –añade a manera de coda personal– que la mayor cantidad posible de científicos pueda estudiar estas muestras”. Unos días después de su huida, explicó desde su país que pagó mil dólares a los policías que le vendieron parte de su botín. El comisario de Desaguadero aseguró que lo denunciaría por difamación y poco después retiró a sus hombres de Carancas. Luego lo retiraron a él de su comisaría. Pero el cráter seguía allí y con él la creencia de los aldeanos de que adentro se hallaba el meteorito, es decir, su fortuna.

La tercera vez que el astrónomo José Ishitsuka visitó Carancas llevó consigo un aparato magnético rastreador para salir de toda duda. El resultado de ese sondeo es simple, me dijo casi un año después en esa fría sala de reuniones: Allí no hay nada. Nada. Todo lo que quedaba del meteorito estalló y se esparció y fue recogido, vendido o regalado. Pero a pesar de esas explicaciones, los campesinos de Carancas siguieron custodiando el cráter, en rondas de veinte hombres de día y veinte de noche, durante muchos meses y con un celo casi religioso. “Tratan el cráter como ‘un tesoro que tienen que estar cuidando día y noche’”, le dijo en octubre del 2007 a la agencia efe un científico peruano que alegaba que los campesinos impedían que sus colegas se acercaran al lugar. Sufrían, añadió, una “psicosis colectiva”.

Pero esta tarde de agosto en Carancas, cuando el taxista detiene por fin su station wagon a unos doscientos metros del cráter, sólo una barrera de tierra impide proseguir el camino sobre ruedas. Una anciana en cuclillas parece limpiar su chacra y no se inmuta por el paso de los visitantes. Más adelante, entre la monotonía del cielo azul y la llanura amarillenta, una tela anaranjada traza una extraña figura geométrica, como una fatigada carpa de circo. La rodea un cerco de alambres y unas cuantas columnas de cemento inconclusas. Entonces, como si emergiera de la nada, un hombre empieza a crecer a la distancia. “En esa tabla había un cartel. Prohibido entrar”, dice al llegar y señala un punto inexistente en aquella arquitectura imposible. Se llama José Sarmiento Pari y es un pastor de ovejas de cincuenta años, aunque ya parece un anciano. Viste un pantalón de jean gastado y un suéter empolvado, y aquella mañana de setiembre, al advertir una luz extraña que caía del cielo, se preguntó más o menos lo mismo que se preguntan los científicos de todo el planeta. Sí. Así podría comenzar el fin del mundo.

No hay una fecha. Es cierto. Pero en el Observatorio Nacional Kitt Peak, en Arizona, se cree que hay una posibilidad de que algo así suceda en el año 2036. Una posibilidad entre cuarenta y cinco mil de que un asteroide del tamaño de un campo de fútbol se estrelle contra la Tierra un domingo de Semana Santa. Parece la superstición propia de un estado norteamericano que ha logrado convertir en atractivo turístico un cráter de un kilómetro de extensión y cincuenta mil años de antigüedad. Pero es ciencia. Y en ese futuro posible, quizá los hombres serán más inteligentes que los dinosaurios y lograrán detonar una bomba nuclear en el cielo para demostrarlo y para salvarse. ¿Y el meteorito de Carancas? “No debió llegar”, me dijo desde su oficina de Montevideo el astrónomo Gonzalo Tancredi, quien expuso sobre el tema en esa reunión anual de los expertos en meteoritos de todo el mundo. “Era muy pequeño para atravesar la atmósfera. Por eso interesa tanto a la ciencia conservar el cráter para saber cómo lo logró”. Peter Schutz, un colega suyo de la Universidad de Brown, en Estados Unidos, también explicó en ese congreso que el meteorito de Carancas había desbaratado todas las teorías sobre ese tipo de impactos. Schutz viajó a Carancas, conversó con los testigos (porque nunca, según los astrónomos, ha habido testigos tan cercanos de un impacto así), y ahora se propone reconstruir cómo fue que esa piedra espacial, que nunca debió caer, terminó en Desaguadero.

Pero el pastor José Sarmiento Pari no sabe nada de esas investigaciones. Tampoco conoce de dónde vienen los meteoritos ni siquiera cuántos planetas hay alrededor del Sol. Mientras sus animales pastan en el extremo de su chacra, él vigila la presencia de cualquier extraño. Hace mucho que sus paisanos dejaron de confiar en las promesas de un museo, carretera y turistas por montones. Así se terminaron las jornadas de vigilancia de veinte hombres de día y veinte de noche. Sólo Sarmiento permanece ahí, casi por obligación, pues admite que el cráter le ha quitado parte de su terreno. No ha habido lluvias en el último año, dice con cierta molestia de agricultor frustrado. La sequía es buena para conservar el cráter, pero es una condena para esa aldea de campesinos. Ahora él retira unas piedras grandes que impiden que la carpa anaranjada que cubre lo que queda del agujero salga volando con el viento, y eleva con todas sus fuerzas un extremo para que yo pueda ver. El suelo de tierra está húmedo y por allí sólo se ven las diminutas huellas de un perro. El olor es húmedo y hediondo debido al agua empozada que, a manera de espejo, refleja el techo de tela de la carpa e impide observar el fondo del cráter. En ese umbral increíble, Sarmiento me arranca dos promesas: que le entregaré algo de dinero al salir y que no se lo contaré a ninguno de sus vecinos. Entonces, con los buenos modales de quien se sabe dueño de su propio terreno, dice: “Pase usted”. ~

©Etiqueta Negra

 

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