Buena parte de la planta profesional del país a lo largo del siglo XX se formó en la UNAM. Sus institutos de investigación científica y humanística cubren diversas ramas del árbol del conocimiento y sus investigadores alcanzan, en no pocos casos, un reconocimiento internacional. Varios de sus maestros históricos y actuales son un ejemplo de entrega. Su labor de difusión ha sido variada y admirable. La UNAM merece con creces el agradecimiento de la nación.
Personal y familiarmente, también yo soy deudor suyo. En la UNAM estudié ingeniería y puedo atestiguar el rigor y el espíritu de innovación de aquella Facultad, cualidades que aún conserva. Muchos de los maestros que tuve –comenzando por el eminente matemático Enrique Rivero Borrell y siguiendo con Marco Aurelio Torres H., Carlos Chávarri, Carlos Gómez Figueroa, Juan N. Dyer de León, Odón de Buen– fueron memorables. Entre 1968 y 1970 fui Consejero Universitario. Me enorgullece haber acompañado al Ingeniero Javier Barros Sierra en los días aciagos de su rectorado y haber participado (en tiempos del rector Pablo González Casanova) en la creación del CCH.
Amor con amor se paga. Por eso, con el ascenso paralelo de la izquierda radical y el sindicalismo político en los recintos universitarios, acompañé a Octavio Paz, Alejandro Rossi y Marcos Moshinsky en la crítica a esa doble adulteración de la vida académica y en el apoyo al rector Guillermo Soberón. En 1999, cuando la UNAM enfrentó al conflicto más grave de su historia reciente, la defendimos en Reforma y Letras Libres y apoyamos a los rectores Barnés y De la Fuente. Más tarde, invitado por Gilberto Borja a la Fundación UNAM, produje y doné un par de documentales sobre la historia de la UNAM que se trasmitieron por televisión abierta.
Traigo a colación mis cartas credenciales –las mías, las de Letras Libres y Clío– porque acreditan una trayectoria de respeto y lealtad que permite –que obliga– a hacerle, en su Centenario, el modesto servicio de una visión crítica. Eso fue lo que intentamos en Letras Libres (julio 2010). No repetiré los argumentos (hasta ahora no refutados) de Gabriel Zaid sobre la “hinchazón burocrática” en la UNAM; ni los de Guillermo Sheridan sobre diversos aspectos preocupantes de la vida universitaria (sindicalismo opresivo, militancia política, opacidad presupuestal) que él conoce y padece. Prefiero concentrarme en tres puntos: señalar un equívoco en torno al lugar de la UNAM en la cultura mexicana; apuntar la carencia de una historia definitiva de la UNAM; y, finalmente, un reparo moral hacia lo que percibo, en tiempos recientes, como una cierta soberbia institucional.
“La Universidad es la cultura mexicana” me dijo mi amigo Alejandro Rossi. Yo no podía estar de acuerdo con él. Piénsese, por ejemplo, en la literatura del siglo XX. En distintas épocas ha mantenido vínculos más o menos estrechos con la Universidad, pero su desarrollo ha sido libre y autónomo, no académico. Con la excepción obvia de la Revista de la Universidad, las principales revistas literarias del siglo (Contemporáneos, Taller, El hijo pródigo, Revista Mexicana de Literatura, Plural, Vuelta) se desarrollaron al margen de la UNAM. Varios escritores pasaron por sus aulas pero su obra tampoco es deudora directa de esa experiencia. El impulso cultural de la UNAM ha sido generoso: el teatro universitario, la arquitectura, el cine experimental, la música sinfónica, la danza. Pero las letras y las artes mexicanas son, ante todo, hijas de sí mismas. Nacieron de la libertad y a la intemperie, no de las aulas ni en los cubículos.
La Universidad está en espera de su historiador. Mientras llega, arriesgo algunas ideas heterodoxas: la autonomía efectiva de la UNAM (y, de hecho, su existencia misma) se debe al rectorado de Manuel Gómez Morin (ya para entonces un hombre de “derecha”), que junto con Antonio Caso defendió la institución frente a las pretensiones de acotarla ideológicamente y asfixiarla financieramente. Otro notable protagonista, paradigma del universitario en el poder, fue nada menos que Miguel Alemán. La erección de su estatua (decapitada en el 68) fue una de sus muchas desmesuras, pero su generación (en la cual destacaba Carlos Lazo) dio impulso al proyecto (y al mito) universitario. Un personaje olvidado es Ignacio Chávez. Su salida de la rectoría –documentada por su hijo en un libro que debería circular profusamente– fue vergonzosa y premonitoria. Otro líder extraordinario fue Barros Sierra. Siempre recordaré la gallardía con que defendió a la Universidad frente a un estado en trance totalitario. Con Echeverría y López Portillo vino un cambio de escala que incrementó enormemente el subsidio y la matrícula. La universidad de masas reforzó el paradigma alemanista del universitario en el poder, con las consecuencias sociológicas que ha estudiado Zaid en El progreso improductivo y De los libros al poder. La Universidad ha crecido exponencialmente, el país no. ¿Cómo se explica el contraste, si el país ha estado, en buena medida, gobernado por universitarios?
En sus discursos inaugurales, los rectores de las décadas finales del siglo XX hicieron una valerosa autocrítica. Ahora el tono es distinto. Por momentos, la UNAM se presenta y actúa como la Iglesia en el siglo XIX: como la conciencia nacional encarnada. Y el rector, por momentos también, pontifica. Ambas actitudes parecen relegar a las meritorias instituciones educativas, culturales, científicas, técnicas y humanísticas, independientes de la UNAM, que México ha construido y que han construido a México. Pero sobre todas las cosas, esa pretensión de hegemonía espiritual y moral induce en la UNAM una intolerancia a la crítica que es contraria a la noble vocación de libertad que la fundó.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.