“Operación Inteligencia”: la Casa de España en México

La Casa de España fue una de las más importantes iniciativas emprendidas por Daniel Cosío Villegas, no solo por la nobleza de sus propósitos sino por su impacto en la sociedad. A pesar de las dificultades inherentes a semejante proyecto, el asilo que brindó México a los intelectuales españoles terminó por enriquecer la vida cultural del país.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El eminente medievalista Claudio Sánchez-Albornoz, embajador de España en Portugal, había dejado Lisboa en noviembre de 1936 no sin antes confiar ampliamente a su antiguo conocido, el otro ministro vermelho, Daniel Cosío Villegas –entonces encargado de negocios en la Legación de México en Portugal–, la desesperada situación por la que atravesaban los intelectuales en España, internados en las casas de cultura que el gobierno republicano había ideado para que en ellas pudiesen continuar su labor académica, pero que, desprovistas de libros y alumnos y acosadas por las noticias reales e imaginarias de la guerra, se habían convertido en verdaderos manicomios.

El testimonio de Sánchez-Albornoz y el temprano convencimiento que asaltó a Cosío de que los republicanos perderían la guerra, lo movió a escribir al director del Banco de México, su amigo Luis Montes de Oca, y exponerle una idea encaminada a ayudar de modo tangible a aquellos hombres y beneficiar, al mismo tiempo, a México:

Mire usted que haber venido a Lisboa con el fin –tanto tiempo acariciado– de descansar y venirse encima la revuelta española: justamente en relación con esta deseo escribirle, no sin antes aclarar que durante días –un mes, puedo decir– he estado reflexionando a quién en el desierto mexicano se podría acudir con plena confianza de que entendiera. Y, al fin, lo he escogido a usted como víctima –usted que es comprensivo, ponderado y tiene un espíritu abierto.

Leo El Nacional de México y me avergüenzo de ver cómo una nación pequeña –y poco inteligente, además– puede ser engañada toda ella por una agencia extranjera de noticias. Según esta, Madrid gana; Burgos pierde. La verdad es la opuesta: los militares van triunfando y no pasará mucho tiempo sin que su victoria se consume. Yo tengo mis teorías sobre todo esto; pero no es el caso contarlas ahora. Lo cierto es que México es y ha sido el único país confesadamente amigo de Madrid. Puede discutirse la técnica de la amistad, pero no la amistad misma: es uno de los rasgos más generosos de México. Pero un rasgo no es la generosidad misma; es apenas un paso, un primer paso. Y yo quisiera que usted encabezara un movimiento para que México siga siendo generoso con España y ya no en un terreno que, por ser político, es discutible, sino que, por ser humano, está a salvo de toda sospecha o mala interpretación.

Con el triunfo de los militares queda afuera, desamparado, sin recursos, sin país, un puñado de españoles de primera fila, valores científicos, literarios, artísticos y, por añadidura, de ejemplar calidad moral. Entre los más conocidos están: Claudio Sánchez-Albornoz, embajador aquí, el más grande medievalista español y una de las más firmes autoridades del mundo; Américo Castro, Enrique Díez-Canedo, Fernando de los Ríos, a quienes usted conoce; Menéndez Pidal, el gran filólogo, Zulueta, ministro de Estado, embajador en el Vaticano, gran pedagogo…

¿Por qué no le habla al presidente para que México gaste una buena suma, la que sea necesaria, e invita a estas gentes por dos o tres años a nuestra Universidad? México está en buenas condiciones económicas ahora y probablemente todavía lo estará por algunos años. Luego, no costaría gran cosa: sueldos de seiscientos, setecientos cincuenta y mil bastarían. Además, qué gran refuerzo para nuestra pobre Universidad, que ha caído casi en el arroyo. Hasta pienso que pocos rasgos de simpatía del presidente apreciaría tanto la Universidad como este, que le costeara diez profesores extranjeros buenos.

Por supuesto que me temo que usted mismo encuentre exagerado este llamamiento; pero no hay tal: es necesario estar siquiera a esta distancia para darse cuenta de la tragedia de España y de la de cada uno de sus hijos, siendo naturalmente mayor para los más sensibles. Y estos hombres, que normalmente irían a Argentina, país rico y que ha sabido gastar en su educación, quizás encuentren las puertas cerradas ahora, así de reaccionario es todo el cono sudamericano. Y si Argentina no las cerrara, sería una nueva vergüenza que, habiendo jugado del otro lado, quedara ella al final como la buena y la generosa, mientras nosotros, que lo fuimos y sufrimos y sufriremos por serlo, quedaremos como simples políticos.

Montes de Oca tardó casi dos meses y medio en obtener el visto bueno presidencial. El 29 de diciembre telegrafió a Cosío la aprobación, en principio, del asunto, y días más tarde le explicaba con amplitud que la idea había sido acogida de modo entusiasta por el presidente Cárdenas. Cosío debería elaborar un plan de invitaciones, aunque no permanentes sino transitorias, pues México confiaba en que la acción de Inglaterra crearía un impasse que imposibilitaría la victoria a cualquiera de los bandos.

Cosío contestó el 22 de enero de 1937. Su plan consistía en recabar informes del Instituto de Cooperación Intelectual de París y de la Junta para Ampliación de Estudios en Londres, organizaciones dedicadas a esta clase de ayuda a intelectuales. Con esos auxilios, elaboraría a la brevedad una primera lista de intelectuales que convendría invitar. En cuanto al rumbo de la guerra, advertía: “es muy difícil decir nada; pero, grosso modo, puede decirse que ninguna solución será la que convenga y quiera España. En todo caso, son ya muchos los desajustes y las tragedias, y aparte de una política gubernamental, habrá siempre lugar para una obra de cruz roja, a mí me interesa la intelectual”.

En febrero, Cosío recibió una carta de su amiga Gabriela Mistral, representante de Chile en París, y colaboradora del Instituto. La lista que sugería la escritora incluía no solo a intelectuales disponibles y deseosos de viajar a México, sino a aquellos que serían de utilidad a la cultura del país, como era el caso del joven musicólogo Jesús Bal y Gay, que podría enriquecer el conocimiento del folclor mexicano; del pintor, crítico de arte y agudo observador social José Moreno Villa, del filósofo Eugenio Ímaz y del lingüista Dámaso Alonso. Aconsejaba que estos intelectuales fueran “invitados” y no “contratados”, porque esto último podía interpretarse como un abandono de la causa republicana.

Utilizando la carta de Gabriela Mistral, Cosío elaboró su primera lista acompañada de los criterios que deberían seguirse en la invitación de los intelectuales. Estos criterios no deberían ser políticos. El gobierno mexicano debería hacer “invitaciones premio”, por ejemplo, a Menéndez Pidal, no solo por su altísimo valor académico, sino por su gesto intachable de apoyar desde un principio y sin miramientos a la República. El criterio decisivo tenía que ser puramente cultural: el valor académico de los invitados y la posibilidad de que México pudiese aprovechar su experiencia. En definitiva, proponía tres distintos tipos de invitaciones: la “homenaje”, como la de Menéndez Pidal; la “actual” a los intelectuales-parias que estuvieran dispuestos a emigrar de inmediato y la “futura” a quienes aún no quisieran o pudieran emprender el viaje y decidieran aplazarlo para el fin de la guerra: una especie de boleto abierto.

La primera lista tuvo implícito un criterio adicional: el del equilibrio. Incluía a nueve personas en total, provenientes de campos intelectuales diversos de fuera y dentro de la academia: un profesor e investigador de la literatura española (Dámaso Alonso); un filósofo de la educación (Luis de Zulueta); el historiador de arte Enrique Díez-Canedo; la profesora en derecho penal y líder obrera Victoria Kent; el químico Antonio García Banús; el folclorista Jesús Bal y Gay; el teórico en política y sociedad Eugenio Ímaz; José Moreno Villa, artista, escritor y crítico, y Teófilo Hernando, médico. “El buen gesto –urgía Cosío a Montes de Oca– hay que hacerlo a tiempo… ahora sí que el tiempo es oro… conveniencia del país, sentido de humanidad, caridad, etc., etc.”

En mayo del 37, ya destituido de la Legación, Cosío continúa su gestión dependiendo de sus ahorros. Muchos de los intelectuales propuestos se habían excusado y había que hacer nuevas listas. A pesar de haberse mudado a París, desde donde podía maniobrar mejor, no se le ocultaba la premura con que deberían seguirse las gestiones: Harvard, por ejemplo, lanzaba ya sus redes a muchos de los candidatos originales. En París, Cosío cerró varios tratos pero faltaba completar la gestión con la aprobación formal del gobierno, que se había trasladado a Valencia, cosa que no podía hacer careciendo de personalidad oficial. Con buen sentido, Montes de Oca y Cosío habían convenido en que toda gestión se hiciera por canales extraburocráticos, pero ahora cierta investidura parecía imprescindible. Faltaba, además, obtener la aceptación formal de los interesados; instruir a la Legación en Londres para que hiciera lo mismo con los intelectuales que vivían en esa ciudad y, finalmente, contar con la cantidad de dinero necesario para no cortar la fluidez en los trámites. Él permanecería unos días en París, disponible si se requería, sobre todo para la compra de libros para los exiliados. “Si en algo puedo servir para sacar a las gentes bibliografías mínimas y hacer adquisiciones, encantado… y viva méxico, que mientras me duren los últimos cuartos que tengo en el bolso, puede uno darse el lujo de gastarlos en beneficio ajeno.”

Montes de Oca le informó en una última carta que las gestiones iban en caballo de hacienda. El gobierno crearía un instituto –independiente de la Universidad– para acoger a los españoles. Las invitaciones formales se habían turnado ya, respetando íntegramente la lista enviada por Cosío, a la que solo habían adicionado algunos nombres. Para cerrar el ciclo, Montes de Oca le encarecía recabar las bibliografías y le enviaba dinero para comprar los libros y traerlos él mismo en barco. El último paso, sin embargo, parecía difícil: Cosío debería hablar personalmente con las autoridades de la República y obtener de ellas el consentimiento formal para toda la operación.

Cosío viajó efectivamente a Valencia y se entrevistó con Wenceslao Roces, subsecretario de Cultura, quien aceptó de buenísimo grado con la única salvedad de advertir que sería la República quien nombrara –y en su caso removiera– a los intelectuales, dándoles jerarquía de embajadores. Cosío le indicó que en ese caso los gastos correrían a cargo de la República, por lo que Roces no tuvo más remedio que ceder a la propuesta original. La “Operación Inteligencia” concluía felizmente en su primera etapa: la del salvamento y la atracción.

El éxodo concertado de intelectuales españoles coincidió con un mal que por bien vino: buscando un ahorro de divisas en vista a la expropiación petrolera, el gobierno mexicano había cesado en sus funciones a varios embajadores, entre ellos a Alfonso Reyes, embajador en Brasil. Como esta medida atrajo ciertas críticas, Cárdenas quiso reparar el daño en la medida en que fuera posible dándole a Reyes la tarea de presidir la institución que se creaba en julio de 1938 para acoger a los inmigrantes: la Casa de España en México. El nombre quería significar dos cosas: en primer lugar, que el gobierno mexicano creaba una institución especial para recibir a estas personas, y, en segundo, que deberían sentirse como en su casa.

La institución se puso bajo el gobierno directo de un patronato constituido por Alfonso Reyes, presidente, Eduardo Villaseñor (subsecretario de Hacienda), Enrique Arreguín Jr. (director del Politécnico), Gustavo Baz (rector de la Universidad) y Daniel Cosío Villegas como secretario. Financieramente dependía de modo directo de la Presidencia de la República, la que dispuso para ella un generoso estipendio anual de 200 mil pesos. El objetivo de la Casa era constituirse en centro de reunión y trabajo de los exiliados españoles, pero desde un principio sus directivos tuvieron plena conciencia de la necesidad de vincular a sus miembros a la vida intelectual y artística de México, con el propósito no solo de que México recogiera de ellos los mayores frutos, “sino de ensayar la posibilidad de que la Casa pudiera llegar a ser con el tiempo una institución de cultura superior perfectamente encuadrada dentro de las necesidades y exigencias del país”.

Cuando la guerra española se perdió definitivamente, comenzó a llegar a México un alud de profesionistas, médicos y maestros. La Casa de España tuvo entonces otra misión auxiliar: la de acoger a estas personas que no eran propiamente sus invitadas o miembros permanentes y ayudarles a conectarse en el ámbito mexicano apoyándolas financieramente. Esta función se cumplió sobre todo con los médicos.

La Casa de España desplegó una actividad intensísima coordinada por sus dos puntales: el presidente y el secretario, don Alfonso y don Daniel. Para que continuaran normalmente su labor académica, incorporó a varios profesores a facultades universitarias: las de Derecho, Economía, Ciencias Químicas, Filosofía y Letras e incluso el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Por otra parte, la Casa no descuidó su carácter de centro de investigación y publicó tanto obras originales de los propios maestros, como libros clásicos y didácticos en sus respectivas disciplinas: seis obras de historia, ocho de filosofía, ocho científicas, ocho sobre arte y música y doce de carácter literario.

Desde su inicio, la Casa sostuvo también un Laboratorio de Investigaciones Fisiológicas y construyó un pabellón destinado al Instituto de Química anexo a la Facultad de Ciencias Químicas. La mayoría de los intelectuales ligados a la Casa pasaron a colaborar a otra empresa cultural de Cosío Villegas, el Fondo de Cultura Económica, como traductores y directores de sección. La Casa se alojaba, de hecho, en el mismo edificio de Madero 32 donde operaba el Fondo. En fin, abundaron también, además de cursos libres en la propia Casa, las exportaciones de maestros españoles a la Facultad de Filosofía (Juan de la Encina y Jesús Bal y Gay daban cursos innovadores de pintura y música, respectivamente) y a las universidades de provincia: Michoacán, Jalisco, San Luis, Guanajuato, Nuevo León y Oaxaca.

El número de cerebros en fuga que dejó la guerra española se ha calculado en mil. Ninguno de los países que los acogió, salvo México, tuvo una política deliberada de ayuda, atracción y encauzamiento sin la cual la inmigración intelectual española hubiera sido aún más azarosa. La inventiva cultural de Cosío inició el pequeño milagro: convertir un exilio en una empresa, un destierro en un floreciente transtierro. ~

Fragmento de Daniel Cosío Villegas. Una biografía intelectual
(Joaquín Mortiz, 1980; Tusquets, 2001).

+ posts

Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: