Uno o dos argumentos (nada pueriles) contra la SOPA y el ACTA y…* (última parte)

La última parte de una serie de argumentos en contra de las leyes que buscan intentan extender las protecciones del copyright en internet
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4.

Detrás de esta historia se esconde una ironía que tendría que ponernos a pensar a todos los escritores, músicos, artistas y editores en nombre de los cuales se hacen leyes tan absurdas, injustas y antidemocráticas como la ley SOPA que (y este es el verdadero fondo de la cuestión) ponen en peligro las formas en que la tradición y la cultura han circulado durante siglos: el sampleo de las fuentes, la remasterización y el cover. Es decir, lo que hace John Zorn y que antes hizo John Cage y varios siglos antes, Shakespeare. Un proceso fascinante de préstamos y transformaciones, ideas tomadas aquí y allá, reelaboraciones posteriores de una idea original. De piraterías, dirán los que redactan los contratos. De plagios necesarios, dirán los provocadores (Lautréamont et. al.) para usarlo como estrategia estética contra la figura romántica  (y burguesa, agregan los surrealistas) del autor. De intervenciones, dicen ahora los pedantes. No es sólo que el recurso central del arte del siglo pasado (y de éste) haya sido anticopyright. Es que toda la cultura desde sus orígenes se fundó en la tecnología de la copia para su divulgación y contagio, desde la mnemotecnia hasta el p2p (peer to peer o descarga de archivo entre iguales). Cuando alguien se aprendía un poema de memoria y lo repetía más tarde frente a otros, ¿estaba cometiendo un delito? En el tiempo de los trovadores, no. En la era de los controles excesivos, sí. Hasta el 2003, la nota de copyright de la versión electrónica de Alicia en el país de las maravillas elaborada por Adobe decía: “Este libro no puede ser leído en voz alta.” ¡Pero si Alicia era de dominio público! Es que al convertirla al formato digital, las compañías podían volver a poseerla. ¡Pero nadie más! Y que los ciegos se apañen. Por fortuna los ciegos se conjuraron, como lo hicieron hace una semana los usuarios de Internet, y la Ley de Copyright del Milenio Digital (la abuela de la ley SOPA, tan fanática como ella) se modificó para que pudieran escuchar sus e-books sin convertirse, como los personajes de Bradbury, en criminales. Pero eso no es suficiente.  

 

5.

“¿Podrías tararear el Waka Waka?”, le pregunta un periodista televisivo a Shakira. “No, responde ella con una sonrisa, porque cobro royalties.” Durante el Mundial de Futbol 2010 un pequeño escándalo se desató alrededor del zumbidito fastidioso (y omnipresente) de la canción oficial del torneo. No se trataba, por desgracia, de una discusión sobre gusto musical ni sobre el derecho que deberíamos tener los seres humanos a no escuchar una canción abominable que no nos gusta, pero que la industria ha puesto a todas horas en todas partes como una enfermedad inescapable. Más bien, alguien advirtió que la colombiana había plagiado a Wilfrido Vargas y que el estribillo de “El negro no puede” era el mismo del Waka Waka. Vargas desmintió el rumor explicando que la autoría era en realidad de un grupo camerunés, Golden Sound. Pero el grupo camerunés reconoció a su vez que ellos lo habían adoptado de un canto popular llamado Zangalewa que había surgido espontáneamente entre un grupo de scouts que lo cantaban mientras marchaban. ¿A quién pertenecía entonces la canción? Seguro, no enteramente a Shakira, pero ella cobraba royalties por tararearla cinco segundos en televisión y estaba dispuesta a defender su propiedad contra la piratería. Eso no es todo: si una adolescente descarga el Waka Waka de Internet (aunque podría, por su bien, descargar cosas mejores), en la escuela su maestra le dirá que está haciendo algo desagradable, incorrecto, poco ético, abusivo y que está a un paso de convertirse en delincuente. Como en efecto le sucedió a un grupo de girl scouts que fueron demandadas por cantar (sin pagar) canciones con copyright alrededor de la fogata, un caso documentado por Lessig en Free Culture. No es que yo sienta un aprecio especial por los scouts, pero aquí es evidente que se los han timado. A ellos y a todos nosotros. Alguien nos ha querido vender algo que nos pertenecía de antemano.

 

6.

Lo que ha sucedido en estos días alrededor de la leyes SOPA y ACTA (Acuerdo Comercial Anti-falsificación), las reacciones en ambos sentidos a favor y en contra, es sólo el momento más tenso y extraordinariamente complejo de una larga batalla cultural (que hoy se autoproclama como World War Web) entre la industria del copyright (farmacéuticas, editoriales, grandes consorcios televisivos, sociedades de gestión de músicos, escritores y artistas) y una creciente comunidad de usuarios (lectores, espectadores, investigadores, periodistas, consumidores de música, libros, películas, programadores y millones de personas que navegan diariamente por la red). Como ha señalado Lawrence Lessig en su libro Free Culture (cuya versión gratuita en español fue traducida como Cultura Libre y es, lo digo desde ahora, una lectura indispensable para entender el momento actual), se trata en realidad de una lucha que se reaviva cada vez que una innovación tecnológica amenaza con disminuir el poder económico de la industria, es decir, de su monopolio sobre la distribución y la copia. En lugar de redefinir su “modelo de negocios” (eso es lo que aconseja Google en estos días a sus enemigos declarados), las compañías han satanizado históricamente al nuevo medio, desde el FM, el disco de acetato, la fotografía, el casete o la videocasetera (comparada en su momento con un serial killer), confundiendo dos términos que hoy vuelven deformados a nuestros oídos: robar y compartir. La forma en que estas palabras se han convertido en sinónimos en el lenguaje de la industria es fundamental para entender el tipo de chantaje que su discurso ha ejercido en los medios y entre los autores mismos, tratando de convencernos de que las descargas en Internet están matando la cultura, cuando en realidad sucede al revés: la censura y las sanciones que la industria ha impuesto con sus cabildeos en los congresos de medio mundo, le están quitando a la cultura el aire que la hace vivir. La libre circulación, el préstamo bibliotecario, la lectura en voz alta, el regalo. Varios estudios recientes de los comportamientos de los consumidores culturales indican que los jóvenes que más descargan archivos de música en Internet, son también los que más comparten sus propios archivos y los que más consumen discos en las tiendas y asisten a más conciertos. Pertenecen a la estirpe coleccionista de John Zorn, una estirpe que no merece ser encarcelada por su adicción a la cultura.

 

7.

Entonces, se coloca en primer plano una pregunta que desde hace por lo menos dos décadas han venido haciendo diversos activistas del código abierto (un modelo de programación que permite la modificación, copia y mejora de software por parte de los usuarios): ¿qué parte de la cultura es privada y qué otra es un bien común? De un lado están los que consideran que compartir el link de este artículo es criminal, algo que te convierte en un pirata en potencia. Del otro, están quienes propugnan porque se respeten los derechos de los autores (el pago legítimo por su trabajo) sin restringir por eso las libertades asociadas al disfrute de las obras. Los primeros ven en la cultura una fuente inagotable de lucro. Los segundos reconocen que hay un valor inmaterial en la imaginación y el conocimiento, un valor que no puede legislarse ni cotizarse del mismo modo que un automóvil. Copyright de un lado, copyleft del otro. La economía del máximo beneficio frente a la economía del regalo. En cualquier caso, se trata de restituir el equilibrio (por ahora perdido) entre el derecho de la industria a recuperar su inversión y obtener una ganancia justa (pero sin monopolios ni especulación ni incremento excesivo en el precio de las mercancías), el derecho de los autores a ser reconocidos como tales y a recibir un incentivo por su creación, pero también el derecho de la comunidad a participar de la cultura. Hasta ahora se han multiplicado a tal punto los ejemplos de editores y escritores que venden más libros impresos y tienen más lectores gracias a la posibilidad de que sus obras se descarguen gratuitamente en Internet (pongo un ejemplo aquí del editor de Orsai y otro acá del colectivo Wu Ming) que eso debería ser una muestra suficiente para entender por qué, en efecto, ahora que los medios para reproducir y copiar bienes culturales se han democratizado y se han vuelto extraordinariamente dúctiles y eficaces, es necesaria una redefinición legal de los derechos de autor y de propiedad intelectual, pero exactamente en sentido contrario al que en estos días pretende avanzar. En dirección del copyleft.

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* Se permite la copia, préstamo y reproducción de este ensayo siempre y cuando se haga sin fines de lucro, se incluya la fuente, el nombre de la autora y esta nota se mantenga, siguiendo la tradición del Creative Commons (un proyecto colectivo, fundado en 2001 por Lawrence Lessig, que ha desarrollado una serie de licencias alternativas al copyright que permiten a los autores decidir la manera en que su obra va a circular en Internet). 

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