El culto a los hรฉroes es tan antiguo como la humanidad. Estรก en los griegos y romanos, en el Renacimiento y la Ilustraciรณn. En el siglo XIX, la idea del “gran hombre” y su consiguiente representaciรณn pictรณrica y estatuรญstica tomรณ vuelo con la representaciรณn de Napoleรณn. En Amรฉrica Latina, donde Napoleรณn tuvo varios imitadores, prosperรณ la “Historia de Bronce”, gรฉnero de exaltaciรณn histรณrica que contribuyรณ a la formaciรณn y consolidaciรณn de los estados y las identidades nacionales. “Mi padre decรญa que el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina”, escribiรณ Borges. La frase vale, en mayor o menor medida, para todo el continente. Las historias patrias (con sus respectivos panteones de hรฉroes) legitimaron la construcciรณn del nuevo orden republicano, laico y constitucional, adoptando muchas veces las formas de devociรณn del antiguo orden religioso que habรญan desplazado. Frente al cielo catรณlico -poblado de santos-, apareciรณ el cielo cรญvico -poblado de santos laicos: caudillos, libertadores, tribunos, estadistas, presidentes, rebeldes, reformistas. En el siglo XX, el “culto a la personalidad” -fanรกtica variedad del culto a los hรฉroes- llegรณ a extremos delirantes en los paรญses totalitarios de izquierda o derecha. Y como soles inextinguibles en la noche de la Historia, aparecieron los รญconos modernos y posmodernos de la teologรญa polรญtica: los santos revolucionarios.
En Mรฉxico practicamos con fervor la Historia de Bronce. Desecharla es imposible y quizรก indeseable. Si bien ya no aparece con tonos exaltados en los libros de texto gratuitos, la inercia de la vieja historia oficial (maniquea, solemne, unidimensional) y el prestigio mรกgico de la palabra “Revoluciรณn” han probado ser mรกs fuertes que la letra impresa. Los ritos y los mitos nacen, crecen y desaparecen cuando ellos quieren, no cuando los historiadores lo dictaminan.
Asรญ como “cada santo tiene su capillita”, cada hรฉroe tiene su callecita… su plaza, su mercado, su pueblo, su ciudad, su estado, su poema, su estampita, su altar, su canciรณn, su estatua, su รณleo, su mural, su escuela, su instituciรณn, su cantina, su parque, su paseo, su leyenda y hasta su club de futbol. Vivimos inmersos en una nomenclatura heroica. Al mismo tiempo, cumplimos religiosamente con el santoral cรญvico: natalicios, muertes, batallas. En el dรญa de la patria, los viejos ritos (el grito, la fiesta, la campana, el ondear de la bandera, el desfile) han seguido y seguirรกn celebrรกndose, con variantes, como cada 16 de septiembre desde 1825. Son nuestra humilde raciรณn de sacralidad cรญvica en un mundo desacralizado. No hacen daรฑo y, hasta cierto punto, hacen bien.
Si se me permite una anรฉcdota personal, yo mismo descubrรญ por esa vรญa el amor a la historia. De niรฑo, en el Mรฉxico radiofรณnico de los aรฑos cincuenta, fui -y lo confieso sin rubor- un emocionado escucha de “La Hora Nacional”. A las diez de la noche en punto, enmarcada por la mรบsica de Moncayo, una voz grave pronunciaba las palabras sagradas: “Soy el pueblo, me gustarรญa saber”; en seguida venรญa la anรฉcdota histรณrica de la semana. Recuerdo varias: Nicolรกs Bravo perdona a los asesinos de Leonardo, su padre; el niรฑo artillero rompe el sitio de Cuautla; Guillermo Prieto antepone su cuerpo al de Juรกrez y exclama ante el pelotรณn que pretendรญa fusilarlo: “ยกLos valientes no asesinan!”. Entre las narraciones de la Revoluciรณn habรญa una que me conmovรญa: en medio de una lluvia de balas, el maestro de literatura Erasmo Castellanos Quinto cruzaba el Zรณcalo para cumplir sus deberes en la Escuela Nacional Preparatoria. Ya en la adolescencia, mi padre nos llevรณ a mi hermano y a mรญ a recorrer la Ruta de la Independencia. Fue mi bautizo en la historia.
No veo cรณmo el cumplir con esos rituales o memorizar algunos (idealizados) episodios nacionales pueda afectar negativamente la sensibilidad y la imaginaciรณn de un niรฑo. Suministrados en pequeรฑas dosis antes de la adolescencia, pueden favorecer el cultivo de una actitud que los ideรณlogos suelen confundir con el nacionalismo: el patriotismo. Agresivo o defensivo, el nacionalismo presupone la afirmaciรณn de lo propio a costa de lo ajeno. Es una actitud que pertenece a la esfera del poder. El patriotismo, en cambio, es un sentimiento de filiaciรณn: pertenece a la esfera del amor. Pero una vez pasado el umbral de la infancia, plantada la semilla del amor por este paรญs, debe sobrevenir un sano y paulatino desencanto. La duda metรณdica y la bรบsqueda de la verdad deben desplazar a la admiraciรณn sentimental. La Historia de Bronce debe someterse a una crรญtica severa, en varias direcciones que explorarรฉ en futuras entregas como un pequeรฑo antรญdoto frente a los posibles delirios que traiga consigo el sonoro y rugiente mes de la patria.
– Enrique Krauze
(Imagen tomada de aquรญ)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clรญo.