Vandalismo lingüístico

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A semejanza de los jóvenes encapuchados que incendian oficinas públicas y apedrean sucursales bancarias, los sembradores del caos en el terreno de la sintaxis fortalecen a las autoridades que combaten o fiscalizan desde la prensa. Sus actos vandálicos no causan alarma, ni ameritan penas de cárcel, pero oxidan nuestra principal herramienta civilizadora. Cuando el lenguaje pierde precisión, los abusos de poder quedan envueltos en una penumbra muy favorable para delinquir impunemente desde los puestos públicos. Y aunque los redactores confusos tengan buenas intenciones políticas, su anarquía verbal facilita el saqueo sistemático del erario. Cada galimatías avalado por un periódico importante favorece a los vivales que desean adulterar el recto significado de las palabras para ocultar sus latrocinios bajo una espesa maraña de vaguedades.

Desde finales de los noventa, cuando la censura oficial aflojó sus controles, la prensa mexicana está llena de acusaciones y denuncias contra funcionarios corruptos. Los escándalos que suscitan –efímeros por desgracia– rara vez llegan a tener consecuencias penales, pero su efecto político es quizá nuestra única defensa contra la podredumbre institucional. Si queremos fumigar a fondo la administración pública y aguzar el filo crítico del cuarto poder, deberíamos esmerarnos por formular esas denuncias y acusaciones con la mayor claridad. Sin embargo, el contrahecho lenguaje periodístico muchas veces conspira contra la libertad de expresión. De unos años para acá, en los diarios de mayor tiraje se ha puesto de moda usar como sinónimos los verbos acusar y denunciar, que si bien pertenecen al mismo campo semántico, designan acciones distintas. La tendencia de los cabeceadores a sustituir un verbo por otro está embrollando a miles de lectores. Doy algunos ejemplos pepenados en los últimos meses:

“La embajada de Estados Unidos acusó que su personal de la cia fue emboscado” (El Universal, 21/viii/2014).

“Acusan sobreprecio en compra del gdf” (Reforma, 15/viii/2014).

“Acusa Fox que an traicionó principios” (Reforma, 8/ix/2014).

“Avispones acusan que fueron olvidados por las autoridades” (El Universal, 18/xii/2014).

Según la benemérita María Moliner, acusar significa: “atribuir a alguien un delito o falta”. El diccionario de la Real Academia define el verbo en los mismos términos: “imputar a uno algún delito, culpa, vicio o cualquier cosa vituperable”. Ambas definiciones dejan muy claro que después de acusar solo puede venir un objeto indirecto, es decir, el nombre de la persona o la institución acusada, no el hecho que se le imputa, como sucede en los cuatro ejemplos citados. En todos los casos, los cabeceadores debieron haber usado el verbo denunciar, que significa, según Moliner, “comunicar a la autoridad un delito”, y según la Academia, “participar o declarar oficialmente el estado ilegal, irregular o inconveniente de una cosa”. La prensa denuncia delitos, abusos, injusticias o atropellos y acusa a las personas que los cometen. No es una negligencia menor cambiar de un día para otro el significado de un verbo: el genio de la lengua tardó diez siglos en establecer ese necesario deslinde. La mala sintaxis es cómplice involuntaria de la desinformación. Si traslapamos las palabras, envolvemos las noticias en bancos de niebla. Y aunque, en los casos citados, un buen entendedor puede subsanar las pifias de los redactores, ningún lector de periódicos debería estar obligado a resolver acertijos.

El desastre educativo de las últimas décadas ha hecho tremendos estragos en el español de México (el más notorio es el bochornoso “güeyeo”), pero las aberraciones léxicas y gramaticales nacidas de la ignorancia serían menos graves si los medios de comunicación fueran un valladar contra el vandalismo lingüístico, en vez de fomentarlo a gran escala. Una regla de oro para cualquier redactor de periódicos, anuncios publicitarios o noticieros debería ser no emplear una palabra extranjera cuando pueda decir lo mismo en español. Pero en México no hay bien más codiciado que el inglés, y para darnos taco, le rendimos pleitesía en todo momento. Por economía verbal o esnobismo, los locutores radiofónicos han contraído el hábito de llamar bullying al hostigamiento escolar. Ya es demasiado tarde para impedir el desaguisado, pero aún podríamos evitar que se popularice el cancerígeno derivado “bulear”. Nunca había sido tan clara la correspondencia entre una enfermedad social y un chancro del idioma. Los imitadores infantiles de la mafia narcopolítica no solo siembran el terror en las aulas: también han desatado una epidemia de adefesios verbales. “Acusan padres de familia que pandillas bulean a sus hijos”, dirán mañana los vándalos de la prensa, si acaso no lo dijeron ya. El último grado de la barbarie es no poder nombrarla con un mínimo de coherencia. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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