Varias crisis y alguna plenitud

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En lo que respecta a la poesía, el archicomentado fenómeno del selfie o la “autofoto” es algo que lleva funcionando desde la Alta Edad Media, pero naturalmente no ha dejado de adquirir vigor, y en nuestros días, que no son solo los del auge y el paroxismo del narcisismo sino casi los de su prestigio, los de su obligatoriedad, ese afán de contemplarse y ser contemplado monopoliza y lastra un porcentaje alarmante de la producción poética. Es muy fácil pasar de lo íntimo significativo a la confidencia plana, y de esta al exhibicionismo más teatral. El acceso a las editoriales y por tanto a la visibilidad de muchos ejemplos de eso que suele llamarse “poetas de taller”, figura entrañable y meritoria pero insuficientemente satisfactoria a la hora de pensar en la posible publicación, ha multiplicado la edición de expresiones más o menos exaltadas de sentimientos privados seguramente nobles, muchos de naturaleza amorosa o francamente sexual, pero cuyos autores no han conseguido hacerlos universales, compartibles, de todos, sino que en ellos leemos más bien un conjunto de piezas íntimas, versos impúdicos y fragmentos confesionales que no consiguen importarnos, y que de hecho se leen a veces con un punto de incomodidad, por vernos invitados a una privacidad que se desnuda sin hacerse símbolo de nada, quedando en un desahogo autocomplaciente pero hueco, en una revelación acaso honesta pero particular e irrelevante, personal e intransferible.

Venturosamente, tan natural y explicable como esa creciente presunción general es el hecho de que existan y surjan poetas de verdadero talento, y últimamente han aparecido entre nosotros nuevas y muy diversas muestras de ello, con ejemplos de cómo el testimonio más autobiográfico puede hacerse aullido general, o reflexión panorámica, o al menos una propuesta de análisis generacional. La debutante Ana Llurba (Córdoba, Argentina, 1980) se ha inventado algo que podríamos llamar la “crisis de los treinta”, a través de la cual explora la otra cara de la dilatación progresiva de la juventud, que es la cada vez más precoz frustración por haber dejado pasar de forma estéril determinados años cruciales. El hecho de “madurar” y “sentar la cabeza” cada vez más tarde implicaría que es más tiempo el que se ha vivido de un modo que de repente se juzga pueril, y de eso nace un vacío que afortunadamente Llurba vive sin dramatismo, casi en tercera persona, aunque su implicación es muy seria, y su compromiso con su propio texto es absoluto, radical. Y poemas tan buenos como “El día después de mañana” insinúan otro camino, un futuro distinto, con esperanza.

Lo familiar asume asimismo diferentes formas en algunas novedades destacables. Si Andrés Barba, quien también se estrena como poeta, ha dedicado un intenso libro monográfico a las últimas semanas de vida de su padre, demostrando lo perspicaz que es a la hora de detectar, aislar y relatar síntomas y detalles significativos, y recurriendo a un prosaísmo que no lastra una melodía que lo busca a conciencia (y que de todos modos no impide que leamos muchas imágenes fulgurantes, potentísimas: “Me daba miedo cada vez que te equivocabas. / No quería saber más que tú”), el tú al que Mariano Peyrou se dirige en varios poemas de Niños enamorados es su hijo, y lo hace con esa forma tan particular que tiene el autor de manejar y barajar con soltura, sin turbulencias, los registros de la rutina y la sorpresa, el de lo más cotidiano y el de lo más abstracto (pero es que “Abstracto es lo concreto / fuera de contexto”): “Hoy / le he enseñado a mi hijo la palabra / etcétera, nos reíamos en el autobús con los ejemplos / y el sol le daba en el pelo. / Me gusta acariciarle el pelo / y las mejillas y tener su cara cerca / de la mía, no pegarle nunca.”

También hay apóstrofes a los padres en el cuarto libro de Carlos Pardo, que regresa a la calidad luminosa de Desvelo sin paisaje sin renunciar a la inteligencia chispeante de la que abusó, descarrilando, en Echado a perder. Los allanadores es un carnaval donde el lenguaje, la cultura y la lucidez se van de fiesta sin perder los papeles, con versos radiantes sobre los que sin embargo siempre planea la amenaza del exceso de ironía, como un plato perfecto al que podría llegar a sobrarle la última pizca de sal. Muchos de estos nuevos poemas confirman que, si en su generación hay un genio, es sin duda él, aunque si fuera menos inteligente, menos brillante, sería todavía mejor poeta. Él puede permitirse ponerse estupendo porque es estupendo, pero esa falta de contención, esa opulencia lingüística, esa ostentación, serían un lastre insalvable (si no ridículo) en quienes cometieran la temeridad de pretender imitarle.

Y en esa línea definitivamente magistral está ya Rafael Espejo, cuyos dos anteriores libros, muy estimables, permitían concebir la esperanza de que algún día publicase un poemario como este, que es simplemente el mejor de los que han aparecido entre nosotros en 2015. En él Espejo ha dado con una fórmula para decir cosas importantes y comunes de un modo verdaderamente refrescante, sin ser, por un lado, ni obvio de ningún modo ni blando en absoluto, pero sin incurrir tampoco, por otro, en esa antipatiquísima poesía vistosa pero vacía, ingeniosa pero hueca, resultona pero solo por un rato, que practican algunos otros compañeros de viaje y generación. Lo de Hierba en los tejados es como una tercera vía para unir dos tradiciones, aprovechando lo mejor de cada una (el afán de verdad vital directa de una y el misterio inspirado de la otra), y se entrega a las cosas de siempre (los tres o cuatro asuntos sobre los que hay que escribir si se quiere reflexionar sobre temas relevantes) sin caer en lo consabido ni en lo jactanciosamente autista. Una poesía que se entiende y que sorprende y que además convence plenamente: no es tan frecuente como cabría suponer. Es, de hecho, realmente excepcional. ~

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(Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010)


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