Lo primeros textos de Vicente Leñero que leí fueron una crónica acerca de una tumultuaria presentación del cantante español Raphael en la Alameda Central y su autobiografía, que fue una de las que publicó Rafael Giménez Siles en Empresas Editoriales por el impulso de Emmanuel Carballo. Ambos escritos aparecieron a finales de los sesenta, cuando la aún incipiente trayectoria del autor había alcanzado frutos tan notables como las novelas Los albañiles y Estudio Q.
Desde entonces Vicente Leñero se reveló como un escritor excepcional en las letras mexicanas. Dos elementos de aquella singularidad: un escritor católico que se mantenía lejos de la predicación y de los afanes moralizadores; un narrador aventurado, ambicioso, descreído de los tipos convenidos pero a la vez, y muy afortunadamente, de los recursos efectistas de los adscritos a las modas y las vanguardias a fortiori. Su catolicismo aparecerá sobre todo en una obra teatral de 1968, Pueblo rechazado, que fluye por una vertiente no ortodoxa de la religión (a la luz de “la liberalidad del obispo Sergio Méndez Arceo”).
De manera ingeniosa Leñero se refería a su destreza técnica en aquella autobiografía aparecida en la serie “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, líneas brillantes en las que se trasluce la enemistad que hubo desde entonces entre el narrador y dramaturgo y periodista y el crítico Carballo. Miente Leñero cuando afirma “Me gustaría escribir novelas en orden cronológico, en las que todo se fuera deslizando sin alteraciones de tiempo y de espacio. Pero no puedo, no a causa de mi temperamento ni de mi credo literario ni de la escuela que sigo si es que existe esa escuela o el parentesco con alguna escuela semejante, no por falta de voluntad sino simple y llanamente por falta de oficio. Y para disimularlo, padre, me acuso, recurro a trastocar el tiempo y a cambiar bruscamente de ubicación, escena, diálogo, a encadenar adjetivos o sustantivos o expresiones aclaratorias como cualquier lector puede descubrir en cualquier momento y que revelan, me acuso padre, este balbuceo impotente del que soy responsable sin llegar a sentir verdadero arrepentimiento, verdadero propósito de enmienda. No, porque entonces me vería obligado a despojarme de esta máscara con la que pretendo tener éxito ante los demás…”.
La maestría técnica de este ingeniero civil tapatío (1933-2014) probablemente se relaciona de modo muy directo con los saberes propios del ingeniero, conocedor de los juegos estructurales, y es posible también que esté vinculada con el vasto aprendizaje del quehacer teatral que Leñero tuvo desde muy temprano en su vida.
Si en Estudio Q, su novela de ambiciones técnicas mayores, pone en juego constante las realidades virtuales de la literatura y la televisión, y en otras obras de ficción desplegará también con sorprendente fortuna su destreza técnica, como en la premiada Los albañiles, Leñero buscará también de forma más directa dar con lo que verdaderamente le interesaba registrar: los sentimientos de la gente y sus modos de actuar. Se sirvió de los más variados recursos narrativos para revelar pliegues normalmente ocultos de los seres humanos y a la vez fue un feliz maestro del registro directo, ideal para la reconstrucción de anécdotas, escenas, retratos. En el último de sus grandes libros, la novela La vida que se va, brilla la maestría de un autor experto en la técnica que ha conseguido hacer brotar con plenitud toda su sensibilidad.
Me decía con frecuencia, lamentándolo pero con su infaltable sonrisa: “En México casi nadie sabe narrar”. De algún escritor al que detestaba, podía reconocer que “es buen prosista… aunque no tiene nada que decir”. Subrayaba el caso del cine: “Parecería que aquí es imposible hallar un buen guión”. A la vez era del todo consciente que si algo le era natural a él mismo era contar historias. Practicó con muy buen éxito el imprescindible Los periodistas, acerca del golpe asestado por Echeverría al diario Excélsior, y Asesinato, sobre un doble crimen donde en principio se acusó al nieto de los dos personajes muertos, ambas obras modelos del non-fiction.
Hizo periodismo siempre de calidad y en diversas tribunas: de la revista Claudia a la revista Proceso, de la que fue fundador y subdirector, compañero siempre de Julio Scherer García, a quien acompañó en aquel Excélsior. Fue guionista de cine tenaz y con fortuna, hasta llegar al gran impacto de El crimen del padre Amaro (“No sabes cuánto me han dado a ganar los ataques de la derecha a la película”).
Ha sido uno de los grandes novelistas mexicanos y ha sido un cronista de veras único. Practicó con generosidad y gracia única una de las artes hoy casi en extinción: la de la plática. Fue el mejor de los amigos. Inolvidable, siempre querido.
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México