Vida privada de la tradiciĆ³n

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Eliot comentĆ³ que al escribir sobre Shakespeare sĆ³lo podemos aspirar a equivocarnos de nueva manera. Algo parecido ocurre con Borges. El diario en el que Bioy Casares registra medio siglo de amistad con el maestro llega como el rayo verde en un paisaje marino: un deslumbramiento impreciso que invita a equivocarnos otra vez.

ā€œBorges come en casaā€, la frase resume los encuentros entre el autor de Ficciones y su testigo impar, quince aƱos menor que Ć©l. Tres o cuatro noches por semana cenan juntos, a veces en compaƱƭa de Peyrou, casi siempre solos o ante la sombra marginal de Silvina Ocampo, mujer de Bioy. Borges se interesa mucho mĆ”s en todo que su amigo; habla pestes de los comunistas, los peronistas, los espaƱoles (llega a concebir el chiste de que encontrĆ³ a un ā€œespaƱol antropomorfoā€), arremete contra las vanguardias y toda forma de la novedad (del arte abstracto a la mĆŗsica de Piazzola), y distingue las rigurosas y austeras minucias en que descansa la literatura: la acentuaciĆ³n, la lĆ³gica del argumento, la indeleble fuerza del adjetivo. DespuĆ©s de cenar, Borges y Bioy trabajan. Una amistad fundada en el oficio. Borges estĆ” perdiendo la vista y necesita una mirada externa; Bioy es un tĆ­mido consumado y sĆ³lo en ese trato puede demorar el diĆ”logo. 

Con frecuencia, el anfitriĆ³n sucumbe al cansancio y dormita ante el interlocutor que pasa de un tema a otro para alargar la reuniĆ³n. Finalmente, Bioy lleva a Borges a su casa y conduce como un sonĆ”mbulo. De regreso, se desploma en su cama con la ilusiĆ³n de que el encuentro se repita. La rutina, estimulante y agotadora, organiza dos vidas del todo distintas.

ConocĆ­amos de sobra los cruces pĆŗblicos de los destinos del mundano Bioy, arquetĆ­pico Don Juan que juega al tenis, y el hombre de las bibliotecas que camina por Buenos Aires como por sus lecturas. Durante dĆ©cadas, Borges y Bioy escriben prĆ³logos, preparan antologĆ­as, son jurados de certĆ”menes, traducen, conciben el alias de Bustos Domecq, escritor autoparĆ³dico y esquizoide que no es ninguno de los dos o es demasiado cada uno de ellos. Con la excepciĆ³n de Lennon y McCartney o Laurel y Hardy es difĆ­cil pensar en asociaciones artĆ­sticas mĆ”s fecundas en el siglo XX e imposible dar con otra mĆ”s duradera.

Antes de la apariciĆ³n de las mil seiscientas pĆ”ginas del diario, los estudios borgesianos parecĆ­an al fin dominados por cierta sensaciĆ³n de clausura, la tranquilidad de que la obra, inagotable en la interpretaciĆ³n, tenĆ­a pĆ”ginas finitas.

Borges observĆ³ que la fama simplifica la contradictoria personalidad que le sirve de sustento. Esta prevenciĆ³n no impidiĆ³ que Ć©l mismo se resignara a su leyenda, aun a riesgo de adquirir el folclor del ciego profĆ©tico que recitaba rĆŗsticas sagas en anglosajĆ³n, fatigaba (el verbo es uno de sus sellos) las mĆ”s diversas literaturas, recuperaba esquivos talismanes (el laberinto, el tigre, el espejo, el cuchillo, el libro cuyas pĆ”ginas no cesan de ocurrir). Un Borges siempre profundo, algo caricaturesco. Al propio Bioy lo irrita el Borges viejo, autorreferente, que se ufana de su ceguera con un tĆ­tulo de falsa valentĆ­a (ā€œElogio de la sombraā€), cede al untuoso afecto de los admiradores, viaja sin tregua para recibir galardones y, sobre todo, habla y habla sin escuchar a nadie. El primero de septiembre de 1969 el redactor estĆ” harto de figurar como escudero del titĆ”n: ā€œĀæPara quĆ© Bioy, si estĆ” Borges, the real thing?ā€ Aunque estos exabruptos se acentĆŗan con el paso de los aƱos, la principal lealtad de Bioy ā€“tributaria del afecto o del oĆ­do para lo que dice el otroā€“ consiste en ubicar a Borges en un plano siempre superior. Incluso cuando se sirve de las autorizadas opiniones del amigo para atacar a otros, Bioy transmite sin pĆ©rdida la complejidad de un pensamiento que lo excede. Si bien estĆ” animado por un propĆ³sito enteramente distinto, el caso es similar al de Paul Theroux en La sombra de Sir Vidia. Una tarde de desgracia, el escritor norteamericano descubriĆ³ todos los libros que le habĆ­a dedicado a su gran amigo V. S. Naipaul en una librerĆ­a de viejo. Se sintiĆ³ traicionado, revisĆ³ varias dĆ©cadas de amistad y escribiĆ³ un libro para desenmascarar al egoĆ­sta que se habĆ­a aprovechado de Ć©l. Theroux es tan buen cronista que, aun odiando a Naipaul, no puede dejar de transmitir con exactitud lo que dice. La paradoja es que el villano de la trama resulta mucho mĆ”s interesante que el autor.

Bioy en modo alguno pretende atacar a Borges. Si en ocasiones se siente a la sombra del clĆ”sico, lo hace con mĆ”s resignaciĆ³n que encono. Sin embargo, para algunos lectores, el diario prueba que nunca pudo asimilar la superioridad de Borges. Por eso describe la forma en que el amigo ciego orina en el piso, niega en privado lo que sostiene en pĆŗblico, se muestra calculador y egoĆ­sta, arremete contra los conocidos y sĆ³lo salva a algunos favoritos de Bioy, como la novelista Vlady Kociancich o el director de cine Hugo Santiago Muchnik. De acuerdo con esta interpretaciĆ³n del Bioy ā€œinfielā€, la obra serĆ­a una venganza para rebasar al maestro con sus propias frases. MĆ”s allĆ” de estos inexplorables resortes psicolĆ³gicos, la obra confirma otra clase de lealtad. Al igual que Theroux, Bioy transmite con devociĆ³n por el idioma; el espontĆ”neo y a veces impulsivo discurso de Borges estĆ” animado por un fuego y un ingenio que el autor del texto sĆ³lo puede obtener como testigo. Al margen de los designios morales o inmorales de Bioy y de sus posibles mezclas en una ā€œadmirativa perfidiaā€, el protagonista de sus pĆ”ginas no deja de deslumbrar. SerĆ­a bastante extraƱo que alguien repudiara la obra de Borges por lo que dice en el diario. En todo caso, el encono se dirigirĆ­a hacia su indiscreto confidente. Es el riesgo, calculado o temerario, que Bioy asume en estas sorprendentes pĆ”ginas.

DespuƩs de cuarenta aƱos de trato, le molesta que su interlocutor avance hacia el solipsismo, no porque deje de interesarse en lo que dice, sino por el distanciamiento y el desafecto que eso significa. Las grandes horas de la amistad son las que pasan al margen de la Ʃpoca y los otros, leyendo y concibiendo con idƩntico placer disparates y obras maestras.

Un signo saludable del diario es que dificulta la beatificaciĆ³n borgesiana: dos irresponsables hablan mal de todo mundo con esplĆ©ndido sentido del humor. Alejandro Rossi ha sugerido que el diario deberĆ­a llevar el subtĆ­tulo de ā€œSĆ”lvese quien puedaā€. Algunas gotas del arsĆ©nico borgesiano [sobre su cuƱado Guillermo de Torre]: ā€œPobre: naciĆ³ tonto y tuvo la mala suerte de descubrir muy pronto el dadaĆ­smo.ā€ [Sobre Victoria Ocampo]: ā€œMe trajo una vez un poema de no sĆ© quiĆ©n para Sur y me preguntĆ³: ā€˜ĀæQuĆ© tal es?ā€™ Yo le dije: ā€˜Y a usted, ĀæquĆ© le parece?ā€™ ā€˜Yo no entiendo los poemas en espaƱolā€™, me contestĆ³. Bioy: Tampoco en otros idiomas. Borges: Es claro, debĆ­ decirle: ā€˜ĀæPor quĆ© esa modestia? ĀæPor quĆ© esa limitaciĆ³n? Su incomprensiĆ³n es enciclopĆ©dica.ā€ [Sobre Eduardo Mallea]: ā€œTiene una notable capacidad para elegir buenos tĆ­tulos. Es una lĆ”stima que se obstine en aƱadirles libros.ā€

Llama la atenciĆ³n la chismosa inmersiĆ³n de Borges en la vida literaria de la Ć©poca, los pleitos con glorias municipales, las intrigas menores, las continuas disquisiciones para firmar desplegados, su manera de prodigarse en clases, conferencias, discursos en banquetes. El diario normaliza a su protagonista casi hasta el agravio y lo muestra de golpe como un chiflado que advierte que estĆ” en pelota en la playa.

Borges se burla sin miramientos de las seƱoras de falsa cultura y los absurdos colegas que cortejan la posteridad, pero tambiĆ©n de sus amigos cercanos y sus novias. El diario parece menos animado por delatar a un hipĆ³crita que por configurar un temperamento en la intimidad de sus contradicciones. Obra ajena a todo afĆ”n de autoayuda o superaciĆ³n personal, Borges niega la correcciĆ³n en sentido moral (lo edificante) y la ejerce en sentido tĆ©cnico (lo mejorable). Aunque merezca cargos de incongruencia, insensatez y capricho, el Borges del diario refleja una condiciĆ³n esencial de la literatura: toda voz que aspira a ser distinta lucha con las demĆ”s, de las que secretamente depende, y que le sirven de blanco y modelo. Esta idea agonista de la cultura, tan cara a Harold Bloom y al Borges de ā€œKafka y sus precursoresā€, permite construir una filiaciĆ³n (ā€œhay que pedir un buen pasadoā€, dice Borges en el diario) que permitirĆ”, con el tiempo, ver la impronta del presente en la tradiciĆ³n, leer una parĆ”bola china en clave kafkiana.

Las opiniones sobre los fracasos de Goethe, las limitaciones de Shakespeare ā€“Ā”ese amateur!- y las caĆ­das de Homero serĆ­an eminentes pedanterĆ­as en un ensayo. DespuĆ©s de leer unas pĆ”ginas de La cartuja de Parma, Borges comenta: ā€œSi sospecharan que cometimos un crimen, si dijĆ©ramos que estuvimos leyendo a Stendhal y nos pidieran que contĆ”ramos lo leĆ­do, nos meterĆ­an presos.ā€

Las continuas salidas de tono pertenecen al boxeo de sombra imprescindible para conformar un criterio independiente, ejercicio a fin de cuentas inofensivo: ā€œTodas esas polĆ©micas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: despuĆ©s nadie muereā€, comenta Borges, que no pretende ser definitivo cuando le dice ā€œanimalā€ a un clĆ”sico, sino ponerlo a prueba o, mejor dicho, poner a prueba sus propias intuiciones, y cambiar de opiniĆ³n si es preciso (entre otros equĆ­vocos, revisa una y otra vez su idea de juventud de que Quevedo era mejor que Cervantes).

Borges juzga que los criterios de la posteridad son improvisados, discutibles, difĆ­ciles de comprender: Āæpor quĆ© sus admirados Chesterton, Kipling y Stevenson tienen menos prestigio que los ampulosos Beckett, Proust y Joyce? La tradiciĆ³n se encuentra abierta y en disputa, de ahĆ­ que sea necesario discutirla.

Por otra parte, abundan los juicios brillantes sobre la literatura: ā€œNegar la causalidad es mĆ”s difĆ­cil que negar la realidadā€, ā€œComo estos apuntes no estaban escritos para ser publicados no son barrocos ni humorĆ­sticos. Tienen una falta de forma que les da la sinceridadā€, ā€œEn el olvido coinciden la venganza y el perdĆ³nā€, ā€œNuestra situaciĆ³n es rara: escribimos en un idioma que nos desagrada; nuestro estilo resulta de omisiones; evitamos palabras que nos asquean. DespuĆ©s algĆŗn espaƱol advierte con asombro nuestra pobreza de vocabulario. SĆ³lo para el escritor que no se halla en casa en el idioma, como Conrad, el estilo es un instrumentoā€, ā€œPor quĆ© darse trabajo para ser ambiguo y confuso, cuando siempre se esā€.

Los numerosos textos de Borges para revistas, sus prĆ³logos, antologĆ­as y traducciones pertenecen a una estrategia para configurar el gusto y respaldar la propia obra con el linaje del que se desprende. Los arrebatos contra autores que la costumbre recomienda en forma impositiva muestran su recelo ante las ideas recibidas, pero sobre todo ponen a prueba sus reflejos. En una entrada de 1963, Borges ridiculiza al ā€œaborrecedor generalā€, que se opone a todo de manera indistinta. Ɖl es, por el contrario, un aborrecedor de alta escuela, muy especializado. Resulta difĆ­cil encontrar un libro que celebre tanto la literatura en su conjunto y al mismo tiempo se acerque con particularidad a las obras maestras como zonas de desastre: todo podrĆ­a ser mejor. Escribir es corregir.

Sƭ, Borges y Bioy descubren los defectos de los demƔs. Lo singular es que rara vez ocultan los propios. A lo largo del diario, la figura de la madre de Borges se alza como una preciada voz de la sensatez en un entorno casi irreal, protagonizado por su eminente hijo.

Entre otras cosas, el diario es un almanaque de sueƱos. Naturalmente, las historias que refieren los protagonistas estĆ”n filtradas por el oficio literario: su mundo onĆ­rico llega ya editado. Con frecuencia, los amigos ven en estas escenas una invaluable cantera para sus relatos, pero son derrotados por el robusto sentido comĆŗn de la madre. A punto de cumplir 68 aƱos, Borges le refiere un sueƱo a Bioy y aƱade: ā€œCuando le contĆ© este sueƱo a Madre ā€“por un rato me hago la ilusiĆ³n de que son valiosĆ­simosā€“ se puso furiosa. Me dijo que mientras ella duerme tranquila, yo estoy soƱando disparates. Que ni dormido dejo de inventar cosas raras. Mejor que el sueƱo me pareciĆ³ la reacciĆ³n de Madre. Muestra su carĆ”cter.ā€

En algĆŗn pasaje Bianco dice que el verdadero loco de la literatura argentina no es Arlt ni Macedonio, sino el desesperado Borges, que para tranquilizarse busca un dentista cualquiera en una calle y se hace sacar una muela que no le molestaba (al respecto le dice la madre: ā€œVos estĆ”s cada dĆ­a mĆ”s loco. Primero el anglosajĆ³n; ahora el dentistaā€).

Un contrato en la sombra

Bioy observa que Borges aprovecha la ceguera para caer dentro de sĆ­ mismo con libertad y en cierta forma la revierte en su favor. De manera equivalente, los amigos se rodean de un aire extravagante ā€“son locos voluntariosā€“ para fantasear al margen de toda correcciĆ³n. A propĆ³sito de las arbitrariedades de juicio y las incorrecciones polĆ­ticas, comenta Edgardo Cozarinsky: ā€œLa misoginia mĆ”s agresiva, el racismo (limitado a la raza negra), el mĆ”s rancio sentimiento de superioridad argentina sobre los demĆ”s paĆ­ses del continente aparecen aquĆ­ con una franqueza propia de otros siglos, antes de que la mala conciencia contemporĆ”nea aprendiese a encubrirlos.ā€ A esta lista de oprobios habrĆ­a que agregar el recelo ante la democracia, la consideraciĆ³n de que todo arte indĆ­gena ajeno al criterio occidental estĆ” regido por la fealdad, el irrestricto respaldo a los militares como Ćŗnicos garantes de la patria. Los mexicanos no podemos pasar por alto la aviesa entrada del 22 de octubre de 1968: ā€œDespuĆ©s de comer, llamo a Borges para hablar de la contestaciĆ³n a un telegrama de Helena [sic] Garro, que pide telegrafiemos nuestra solidaridad a DĆ­az Ordaz, ministro de gobernaciĆ³n mexicano [sic], por los Ćŗltimos sucesos. Explica Helena que los comunistas tirotearon al pueblo y al ejĆ©rcito y ahora se presentan como vĆ­ctimas.ā€

En los fragmentos del diario que Bioy publicĆ³ hace unos aƱos (Descanso de caminantes) la sinceridad trabajaba en su contra. Un seƱorito frĆ­volo, mĆ”s atento a su robe de chambre que a un golpe de Estado. Esta persona mejora poco en Borges, donde llega a decir, como un Don Juan de opereta: ā€œNada mĆ”s concreto, mĆ”s burguĆ©s, mĆ”s limitado, que una mujer.ā€ Sin embargo, ahora los dislates y las deficiencias de carĆ”cter contribuyen a un mĆ©todo de indagaciĆ³n de la vida y la literatura; son el franco y precario correlato humano de quienes leen el mundo como una comedia crĆ­tica y autocrĆ­tica.

El resultado es un libro Ćŗnico, irrepetible, desafiante.

La referencia obvia de este segundo diario es Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Borges comenta de manera reveladora: ā€œBoswell resolviĆ³ el problema de mostrar manĆ­as, rasgos absurdos y hasta desagradables de Johnson y, al mismo tiempo, persuadirnos de que era un hombre admirable y hasta querible.ā€ En consecuencia, Bioy escribe desde las deficiencias del admirado amigo. El discurso privado enfrenta un reto similar al que suelen producir las relaciones afectivas: querer a alguien, no a pesar de sus defectos, sino por ellos.

De modo reticente, Bioy narra a travĆ©s de otro. ĀæHasta quĆ© punto matiza o altera las opiniones de Borges? Imposible saberlo. Para el lector, los diĆ”logos llegan con una verosimilitud apoyada con firmeza en el carĆ”cter.

Bioy visitĆ³ MĆ©xico en el verano de 1991 y sostuvo un diĆ”logo pĆŗblico con JosĆ© de la Colina. El autor de La lucha con la pantera tuvo la intuiciĆ³n sagaz de preguntarle acerca de la relaciĆ³n entre Johnson y Boswell. Bioy refiriĆ³ entonces una paradoja: Johnson le parecĆ­a un autor mĆ”s importante, pero preferĆ­a leer a Boswell. Poco amigo de complicar los argumentos, dejĆ³ en el aire la oposiciĆ³n entre el significado del texto y el placer de leerlo. ĀæQuĆ© aspiraciĆ³n resulta mĆ”s alta: ser un necesario ā€œmaterial de consultaā€ o una legible forma de la felicidad? El reconocimiento de la superioridad de Johnson encubre una tensiĆ³n: leerlo de manera indirecta ā€“a travĆ©s de Boswellā€“ representa una operaciĆ³n intelectual de segundo orden que sin embargo apasiona mĆ”s. En su retrato del doctor Johnson, Julian Green llega a una conclusiĆ³n parecida a la de Bioy; exagera la importancia del retratista al tiempo que disminuye la de su modelo: ā€œResulta pues bastante impresionante que un hombre que parecĆ­a haber nacido sobre todo para decir cosas molestas, sobreviva en la memoria de sus compatriotas a despecho de lo que debiera ā€“segĆŗn las aparienciasā€“ condenarle al olvido. Desde luego que su gloria estĆ” bien establecida. Se hablarĆ” de Samuel Johnson siempre que se siga hablando del siglo xviii inglĆ©s. ĀæPero a quiĆ©n debe esta gloria? Lo mĆ”s notable del asunto es esto: al libro de otro.ā€

Green simplifica la relaciĆ³n entre Johnson y Boswell para lograr el agradable efecto del pasaje anterior. Pasa por alto el hecho de que, aun y cuando se juzgara que sus escritos fueran prescindibles, la Vida es, ante todo, un compendio de lo que opina Johnson, de modo que la autorĆ­a se divide al modo de las conversaciones de Eckermann con Goethe: quien firma el texto es quien pregunta.

Bioy no llegĆ³ al extremo de declarar que Johnson debĆ­a su supervivencia a Boswell, pero en su diĆ”logo con De la Colina insinuĆ³ la utopĆ­a del cronista de temple boswelliano: escribir la mejor obra del autor retratado. Esa desmesura suele producir un efecto secundario: la mejor obra del cronista.

QuizĆ” lo mĆ”s extraƱo del dietario Borges sea algo muy simple: la forma en que fue escrito. Resulta difĆ­cil suponer que Bioy lo haya compuesto en total privacidad. Cada una de las entradas remite a lecturas intrincadas, abundan las citas, las discusiones puntuales sobre otros autores. Para escribir ese vĆ©rtigo como recuerdo, se necesitarĆ­a la capacidad retentiva de Funes. Una opciĆ³n menos sobrenatural es que el diario se escribiera mientras los amigos conversaban, con pausas para cotejar lecturas, transcribir juegos de palabras, bromas en las que habĆ­a que rimar y colocar cursivas.

El registro de los dĆ­as representa en este caso una obsesiva pesquisa de detalles literarios: la experiencia como aparato de notas. Esto supone en mayor o menor medida un trabajo cĆ³mplice. Bioy no parece anotar en soledad, o al menos no lo hace sin la anuencia de su amigo, que llega a decirle: ā€œEn cuanto lo supe, sĆ³lo pensĆ© en comunicĆ”rtela, para evitar que esa noticia preciosa cayera en el olvido.ā€ La frase revela el veloz gusto por el chisme, pero tambiĆ©n el deseo de que quede testimonio. En su calidad de seƱores porteƱos, Bioy y Borges cumplen con pudor un pacto tĆ”cito, al que resultarĆ­a grosero referirse: uno habla para que el otro escriba, no necesariamente a sus espaldas. Al mismo tiempo, al tratarse de una estrategia no declarada, disponen de mayor espacio de libertad y juego. Carecen de compromiso, de nociĆ³n de ā€œfidelidadā€ ante lo dicho; hablan en el tono intermedio de lo que puede ser transmitido pero tambiĆ©n puede ser silenciado, las palabras que existen como posibilidad y ensayo, al margen de gĆ©neros y formas definidas, equidistantes de la confesiĆ³n y el olvido.

Borges dice con cuidada despreocupaciĆ³n: ā€œĀæTendrĆ­a [Johnson] curiosidad de ver lo que Boswell estaba haciendo, de ver cĆ³mo lo mostraba en el libro? Tal vez no. En todo caso no creo que Johnson haya corregido nada: darse el trabajo de corregir ese libro no se parece a Johnson (por haraganerĆ­a, por generosidad de alma, por indiferencia). Es claro que Boswell sĆ­ habrĆ” corregido; habrĆ” mejorado y estilizado los dichos y los episodios. Hizo bien.ā€ Al respecto comenta Bioy: ā€œYo me preguntaba mientras tanto si Ć©l sospecharĆ­a de la existencia de este libro; si tendrĆ­a curiosidad de leerlo; si lo corregirĆ­a; si la circunstancia de que Ćŗltimamente escribĆ­a tan poco se deberĆ­a no sĆ³lo a la deficiencia de vista y a la haraganerĆ­a, sino tambiĆ©n al conocimiento de este libro.ā€ El pasaje sugiere que Borges acepta y acaso desea la progresiĆ³n del diario (parece menos ajeno a ese propĆ³sito de lo que sospecha Bioy, o de lo que quiere hacer creer); al mismo tiempo, no parece dispuesto a leer las copiosas pĆ”ginas y mucho menos a corregirlas. En este teatro de suposiciones tambiĆ©n existe la posibilidad de que los autores se hayan puesto de acuerdo en la forma que adquirĆ­a el libro e incluyeran los pasajes anteriores para hacerlo mĆ”s interesante, fingiendo que uno ignora lo que escribe el otro. En buena medida, el atractivo de un diario deriva de la intromisiĆ³n, de irrumpir en la intimidad de los protagonistas para escuchar de manera gozosamente ilĆ­cita. ĀæHasta dĆ³nde es esto un efecto calculado? Para no llevar la especulaciĆ³n a un nivel conspiratorio, conviene aceptar un modo de escritura. Me inclino por el pacto tĆ”cito, en el que Borges habla ante la posibilidad de que eso derive en libro, pero sin la certeza de que asĆ­ sea. Bioy se subordina a la voz que acaso traiciona en secreto, aunque nunca lo suficiente para escribir al margen de ella. De manera extraordinaria, se trata de una obra ajena para ambos. Aislado y de algĆŗn modo protegido por su ceguera, Borges habla sin saber a ciencia cierta si sus palabras son anotadas ni reparar mayor cosa en los afanes de su testigo para dar con las vastas fuentes bibliogrĆ”ficas (la esplĆ©ndida ediciĆ³n crĆ­tica de Daniel Martino complementa el trabajo a un grado casi alarmante). Si la mayorĆ­a de los diarios reflejan una escritura nocturna ā€“la soledad robada al dĆ­a hĆ”bilā€“, Borges depende de un contrato en la sombra: ninguno de los dos autores estĆ” del todo presente en el momento de la escritura.

Esto confirma un postulado cardinal de la poĆ©tica borgesiana. Como ha observado Alan Pauls, a partir de ā€œPierre Menardā€ Borges define una peculiar nociĆ³n de la autorĆ­a. Por un lado demuestra que toda obra depende del contexto en que es leĆ­da (el Quijote ā€œescritoā€ por Menard es, palabra por palabra, idĆ©ntico al de Cervantes; sin embargo, dice otras cosas al ser leĆ­do como obra contemporĆ”nea). AsĆ­, Borges se burla del arte conceptual (Menard resulta profundamente ridĆ­culo) que se desentiende de la ejecuciĆ³n de una obra para privilegiar la idea que la anima, y al mismo tiempo inaugura una estĆ©tica que depende de una teorĆ­a de la herencia y la recepciĆ³n: la perspectiva define lo que se mira. Actuar como Pierre Menard (ser un espejo indiferenciado de una obra anterior) es un gesto vanguardista estĆŗpido (de ahĆ­ la comicidad del cuento); sin embargo, alterar un poco esta condiciĆ³n (ser un falso copista, un apĆ³crifo deliberado, alguien que distorsiona lo que cita) es ser original al modo borgesiano.

Menard estĆ” enfermo de literalidad en una Ć©poca enferma de sobreinterpretaciĆ³n: estas dos taras producen un resultado asombroso. Borges, que se oponĆ­a a Joyce y se referĆ­a a su paso por las vanguardias como su ā€œerror ultraĆ­staā€, se sirve de recursos parecidos a los de Duchamp para situarse en el polo opuesto y burlarse de ellos. En el diario comenta: ā€œSi despuĆ©s de muchos siglos un texto sigue asombrando por extravagante, esto significa que el autor no supo imponer su manera, que fracasĆ³.ā€ Lejos de las vanguardias y sus efĆ­meras estridencias, busca la renovaciĆ³n del modo clĆ”sico. No es casual que en ā€œPierre Menardā€ elija el Quijote como modelo, pues es fiel a la nociĆ³n que Cervantes tiene de la autorĆ­a: no se postula como creador sino como padrastro de un manuscrito recibido en custodia.

Borges asume la ficciĆ³n como un arte derivado: concibe en primera instancia al copista Menard y desplaza el procedimiento ā€“lo hace menos literalā€“ para pasar a los comentaristas caprichosos, los traductores parciales, los distorsionadores de textos ajenos. Su apuesta definitiva consiste en escribir despuĆ©s que otro; es quien corrige, aƱade, altera: la ā€œsegunda manoā€ que toca el manuscrito.

Esta estrategia exige antecedentes; deriva de la lectura o de algo que se escuchĆ³ o se supo lejanamente. Una cita, una leyenda, un hecho histĆ³rico, una idea filosĆ³fica, un rumor, una cosmogonĆ­a, una enciclopedia ya extraviada acreditan la historia. A veces, los datos que apoyan la invenciĆ³n son precisos, eruditos, insoslayables; otras veces se trata de meras especulaciones. Lo decisivo, en todo caso, es que una voz previa justifica la escritura. Borges urde dos tramas: el relato propiamente dicho y su causa remota, trabajada por la cultura. El cuento prolonga algo que ya fue vivido, comentado, malentendido e incluso olvidado. AsĆ­ establece una curiosa identidad entre lo real y lo ficticio; el plano de la invenciĆ³n se inscribe en la costumbre, las representaciones asimiladas por la experiencia, la tradiciĆ³n. La historia, por fantĆ”stica que sea, hace eco a la que otros creyeron. Un estatuto de verdad respalda al narrador. La fabulaciĆ³n no es un dispositivo que surge de la nada, sino la interpretaciĆ³n ā€“necesaria, inescapableā€“ de algo que tuvo una manera de ser cierto y quedĆ³ inconcluso. Borges actĆŗa como el lector inspirado de un texto ilocalizable, conjetural. La invenciĆ³n mĆ”s desaforada se pacifica, adquiere lĆ³gica, se vuelve necesaria al aparecer como la continuaciĆ³n de un expediente previo. La segunda mano es siempre sensata: se limita a comentar. AsĆ­, la tensiĆ³n entre lo real y lo ficticio se disipa en forma inadvertida.

En El factor Borges, Pauls escribe con elocuencia: ā€œBorges define una verdadera Ć©tica de la subordinaciĆ³nā€, y poco despuĆ©s agrega: ā€œLa experiencia del bilingĆ¼ismo despeja en Borges el camino para la formaciĆ³n de una nueva especie de parĆ”sitos: traductores infieles, lectores estrĆ”bicos, comentaristas que se distraen, prologuistas digresivos, anotadores olvidadizos, antĆ³logos arrogantes.ā€ Aunque se asemejan a Menard, estos repetidores modifican: al traducir, copiar o comentar de manera arbitraria, fabulan, escriben.

Acaso el rasgo mĆ”s fino de la imaginaciĆ³n borgesiana sea la creaciĆ³n del motivo necesario: el resto, el saldo roto y apenas descifrable de una cultura o una mente anteriores que propone el enigma y reclama soluciĆ³n.

En el vasto expediente de contar siempre por segunda vez faltaba el gĆ©nero vicario por excelencia: el diario, que narra en clave privada lo ya sucedido. En la fĆ³rmula compartida por Bioy y Borges, lo peculiar es que ambos son autores subordinados.

ĀæHasta dĆ³nde puede un escritor valorar sus textos? Tal vez la Ćŗnica forma de suponer la calidad de una pĆ”gina sea descubrirla, de pronto, como ajena. Esta despersonalizaciĆ³n prueba la independencia del texto, su propia legalidad, y pulveriza la pretensiĆ³n de ser original: lo que estĆ” bien es de otro. La literatura de Borges depende de este juego de falsas atribuciones y espejos que se desplazan. La inventiva no es otra cosa que la rebeldĆ­a de una voz parasitaria que por ingenio, azar o incluso incompetencia altera una obra ā€œajenaā€ sin dejar de depender de ella.

Borges buscĆ³ una renovaciĆ³n del modo clĆ”sico a travĆ©s de la lectura: la novedad como algo ya discutido y asentado. La tradiciĆ³n como invento o resistente apĆ³crifo.

Ciertos autores (Shakespeare, Cervantes, Dante o, mĆ”s cerca de nosotros, Joyce, Kafka, Borges) pueden ser asociados no sĆ³lo con sus libros sino con maneras de leer lo real. En tales casos, los personajes y las tramas se condensan en una manera de mirar, un paradigma de interpretaciĆ³n. Fuera de la obra, la imaginaciĆ³n del autor adquiere una fuerza peculiar. De pronto, no sabemos si interpretamos a travĆ©s de Kafka o si somos kafkianos sin saberlo.

El paradigma borgesiano se ha convertido en una forma habitual de leer el entorno. De ahĆ­ la dificultad de advertir lo que su mirada tiene de riesgo y desafĆ­o. El diario de Bioy regresa al momento, casi inconcebible, en que todo pudo ser distinto, la zona privada en la que se decidieron juicios que serĆ­an clĆ”sicos. Muchos de ellos surgen del barro comĆŗn de la maledicencia, el arrebato pasional, el disparate. En cierta forma, el diario pone en escena el predicamento del protagonista de ā€œLa memoria de Shakespeareā€. Un hombre comĆŗn recibe los recuerdos de un autor incomparable. Curiosamente, se trata de imĆ”genes bastante normales, incluso nimias. Esto en modo alguno rebaja a Shakespeare; saber que sus raros artificios surgieron de una percepciĆ³n habitual representa un misterio superior. Bioy propone un desconcierto parecido; registra una voz admirable y plagada de defectos, con derecho a las arbitrariedades del discurso Ć­ntimo.

ā€œBorges come en casaā€, la frase se repite como una clave. Un libro escrito por dos autores fantasma, desde el sitio donde la obra es apenas tentativa, todavĆ­a irreal. ĀæQuiĆ©n guĆ­a el diĆ”logo, el que habla o el que escucha, el que pregunta o el que responde? En su coloquio de sombras, Borges y Bioy Casares entregan la trama Ć­ntima, la mitologĆ­a privada, una verdad que pide ser apĆ³crifa, el antecedente necesario para la segunda voz de su escritura. ~ 

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro mƔs reciente es El vƩrtigo horizontal. Una ciudad llamada MƩxico (Almadƭa/El Colegio Nacional, 2018).


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