Vida privada de la tradición

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Eliot comentó que al escribir sobre Shakespeare sólo podemos aspirar a equivocarnos de nueva manera. Algo parecido ocurre con Borges. El diario en el que Bioy Casares registra medio siglo de amistad con el maestro llega como el rayo verde en un paisaje marino: un deslumbramiento impreciso que invita a equivocarnos otra vez.

“Borges come en casa”, la frase resume los encuentros entre el autor de Ficciones y su testigo impar, quince años menor que él. Tres o cuatro noches por semana cenan juntos, a veces en compañía de Peyrou, casi siempre solos o ante la sombra marginal de Silvina Ocampo, mujer de Bioy. Borges se interesa mucho más en todo que su amigo; habla pestes de los comunistas, los peronistas, los españoles (llega a concebir el chiste de que encontró a un “español antropomorfo”), arremete contra las vanguardias y toda forma de la novedad (del arte abstracto a la música de Piazzola), y distingue las rigurosas y austeras minucias en que descansa la literatura: la acentuación, la lógica del argumento, la indeleble fuerza del adjetivo. Después de cenar, Borges y Bioy trabajan. Una amistad fundada en el oficio. Borges está perdiendo la vista y necesita una mirada externa; Bioy es un tímido consumado y sólo en ese trato puede demorar el diálogo. 

Con frecuencia, el anfitrión sucumbe al cansancio y dormita ante el interlocutor que pasa de un tema a otro para alargar la reunión. Finalmente, Bioy lleva a Borges a su casa y conduce como un sonámbulo. De regreso, se desploma en su cama con la ilusión de que el encuentro se repita. La rutina, estimulante y agotadora, organiza dos vidas del todo distintas.

Conocíamos de sobra los cruces públicos de los destinos del mundano Bioy, arquetípico Don Juan que juega al tenis, y el hombre de las bibliotecas que camina por Buenos Aires como por sus lecturas. Durante décadas, Borges y Bioy escriben prólogos, preparan antologías, son jurados de certámenes, traducen, conciben el alias de Bustos Domecq, escritor autoparódico y esquizoide que no es ninguno de los dos o es demasiado cada uno de ellos. Con la excepción de Lennon y McCartney o Laurel y Hardy es difícil pensar en asociaciones artísticas más fecundas en el siglo XX e imposible dar con otra más duradera.

Antes de la aparición de las mil seiscientas páginas del diario, los estudios borgesianos parecían al fin dominados por cierta sensación de clausura, la tranquilidad de que la obra, inagotable en la interpretación, tenía páginas finitas.

Borges observó que la fama simplifica la contradictoria personalidad que le sirve de sustento. Esta prevención no impidió que él mismo se resignara a su leyenda, aun a riesgo de adquirir el folclor del ciego profético que recitaba rústicas sagas en anglosajón, fatigaba (el verbo es uno de sus sellos) las más diversas literaturas, recuperaba esquivos talismanes (el laberinto, el tigre, el espejo, el cuchillo, el libro cuyas páginas no cesan de ocurrir). Un Borges siempre profundo, algo caricaturesco. Al propio Bioy lo irrita el Borges viejo, autorreferente, que se ufana de su ceguera con un título de falsa valentía (“Elogio de la sombra”), cede al untuoso afecto de los admiradores, viaja sin tregua para recibir galardones y, sobre todo, habla y habla sin escuchar a nadie. El primero de septiembre de 1969 el redactor está harto de figurar como escudero del titán: “¿Para qué Bioy, si está Borges, the real thing?” Aunque estos exabruptos se acentúan con el paso de los años, la principal lealtad de Bioy –tributaria del afecto o del oído para lo que dice el otro– consiste en ubicar a Borges en un plano siempre superior. Incluso cuando se sirve de las autorizadas opiniones del amigo para atacar a otros, Bioy transmite sin pérdida la complejidad de un pensamiento que lo excede. Si bien está animado por un propósito enteramente distinto, el caso es similar al de Paul Theroux en La sombra de Sir Vidia. Una tarde de desgracia, el escritor norteamericano descubrió todos los libros que le había dedicado a su gran amigo V. S. Naipaul en una librería de viejo. Se sintió traicionado, revisó varias décadas de amistad y escribió un libro para desenmascarar al egoísta que se había aprovechado de él. Theroux es tan buen cronista que, aun odiando a Naipaul, no puede dejar de transmitir con exactitud lo que dice. La paradoja es que el villano de la trama resulta mucho más interesante que el autor.

Bioy en modo alguno pretende atacar a Borges. Si en ocasiones se siente a la sombra del clásico, lo hace con más resignación que encono. Sin embargo, para algunos lectores, el diario prueba que nunca pudo asimilar la superioridad de Borges. Por eso describe la forma en que el amigo ciego orina en el piso, niega en privado lo que sostiene en público, se muestra calculador y egoísta, arremete contra los conocidos y sólo salva a algunos favoritos de Bioy, como la novelista Vlady Kociancich o el director de cine Hugo Santiago Muchnik. De acuerdo con esta interpretación del Bioy “infiel”, la obra sería una venganza para rebasar al maestro con sus propias frases. Más allá de estos inexplorables resortes psicológicos, la obra confirma otra clase de lealtad. Al igual que Theroux, Bioy transmite con devoción por el idioma; el espontáneo y a veces impulsivo discurso de Borges está animado por un fuego y un ingenio que el autor del texto sólo puede obtener como testigo. Al margen de los designios morales o inmorales de Bioy y de sus posibles mezclas en una “admirativa perfidia”, el protagonista de sus páginas no deja de deslumbrar. Sería bastante extraño que alguien repudiara la obra de Borges por lo que dice en el diario. En todo caso, el encono se dirigiría hacia su indiscreto confidente. Es el riesgo, calculado o temerario, que Bioy asume en estas sorprendentes páginas.

Después de cuarenta años de trato, le molesta que su interlocutor avance hacia el solipsismo, no porque deje de interesarse en lo que dice, sino por el distanciamiento y el desafecto que eso significa. Las grandes horas de la amistad son las que pasan al margen de la época y los otros, leyendo y concibiendo con idéntico placer disparates y obras maestras.

Un signo saludable del diario es que dificulta la beatificación borgesiana: dos irresponsables hablan mal de todo mundo con espléndido sentido del humor. Alejandro Rossi ha sugerido que el diario debería llevar el subtítulo de “Sálvese quien pueda”. Algunas gotas del arsénico borgesiano [sobre su cuñado Guillermo de Torre]: “Pobre: nació tonto y tuvo la mala suerte de descubrir muy pronto el dadaísmo.” [Sobre Victoria Ocampo]: “Me trajo una vez un poema de no sé quién para Sur y me preguntó: ‘¿Qué tal es?’ Yo le dije: ‘Y a usted, ¿qué le parece?’ ‘Yo no entiendo los poemas en español’, me contestó. Bioy: Tampoco en otros idiomas. Borges: Es claro, debí decirle: ‘¿Por qué esa modestia? ¿Por qué esa limitación? Su incomprensión es enciclopédica.” [Sobre Eduardo Mallea]: “Tiene una notable capacidad para elegir buenos títulos. Es una lástima que se obstine en añadirles libros.”

Llama la atención la chismosa inmersión de Borges en la vida literaria de la época, los pleitos con glorias municipales, las intrigas menores, las continuas disquisiciones para firmar desplegados, su manera de prodigarse en clases, conferencias, discursos en banquetes. El diario normaliza a su protagonista casi hasta el agravio y lo muestra de golpe como un chiflado que advierte que está en pelota en la playa.

Borges se burla sin miramientos de las señoras de falsa cultura y los absurdos colegas que cortejan la posteridad, pero también de sus amigos cercanos y sus novias. El diario parece menos animado por delatar a un hipócrita que por configurar un temperamento en la intimidad de sus contradicciones. Obra ajena a todo afán de autoayuda o superación personal, Borges niega la corrección en sentido moral (lo edificante) y la ejerce en sentido técnico (lo mejorable). Aunque merezca cargos de incongruencia, insensatez y capricho, el Borges del diario refleja una condición esencial de la literatura: toda voz que aspira a ser distinta lucha con las demás, de las que secretamente depende, y que le sirven de blanco y modelo. Esta idea agonista de la cultura, tan cara a Harold Bloom y al Borges de “Kafka y sus precursores”, permite construir una filiación (“hay que pedir un buen pasado”, dice Borges en el diario) que permitirá, con el tiempo, ver la impronta del presente en la tradición, leer una parábola china en clave kafkiana.

Las opiniones sobre los fracasos de Goethe, las limitaciones de Shakespeare –¡ese amateur!- y las caídas de Homero serían eminentes pedanterías en un ensayo. Después de leer unas páginas de La cartuja de Parma, Borges comenta: “Si sospecharan que cometimos un crimen, si dijéramos que estuvimos leyendo a Stendhal y nos pidieran que contáramos lo leído, nos meterían presos.”

Las continuas salidas de tono pertenecen al boxeo de sombra imprescindible para conformar un criterio independiente, ejercicio a fin de cuentas inofensivo: “Todas esas polémicas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: después nadie muere”, comenta Borges, que no pretende ser definitivo cuando le dice “animal” a un clásico, sino ponerlo a prueba o, mejor dicho, poner a prueba sus propias intuiciones, y cambiar de opinión si es preciso (entre otros equívocos, revisa una y otra vez su idea de juventud de que Quevedo era mejor que Cervantes).

Borges juzga que los criterios de la posteridad son improvisados, discutibles, difíciles de comprender: ¿por qué sus admirados Chesterton, Kipling y Stevenson tienen menos prestigio que los ampulosos Beckett, Proust y Joyce? La tradición se encuentra abierta y en disputa, de ahí que sea necesario discutirla.

Por otra parte, abundan los juicios brillantes sobre la literatura: “Negar la causalidad es más difícil que negar la realidad”, “Como estos apuntes no estaban escritos para ser publicados no son barrocos ni humorísticos. Tienen una falta de forma que les da la sinceridad”, “En el olvido coinciden la venganza y el perdón”, “Nuestra situación es rara: escribimos en un idioma que nos desagrada; nuestro estilo resulta de omisiones; evitamos palabras que nos asquean. Después algún español advierte con asombro nuestra pobreza de vocabulario. Sólo para el escritor que no se halla en casa en el idioma, como Conrad, el estilo es un instrumento”, “Por qué darse trabajo para ser ambiguo y confuso, cuando siempre se es”.

Los numerosos textos de Borges para revistas, sus prólogos, antologías y traducciones pertenecen a una estrategia para configurar el gusto y respaldar la propia obra con el linaje del que se desprende. Los arrebatos contra autores que la costumbre recomienda en forma impositiva muestran su recelo ante las ideas recibidas, pero sobre todo ponen a prueba sus reflejos. En una entrada de 1963, Borges ridiculiza al “aborrecedor general”, que se opone a todo de manera indistinta. Él es, por el contrario, un aborrecedor de alta escuela, muy especializado. Resulta difícil encontrar un libro que celebre tanto la literatura en su conjunto y al mismo tiempo se acerque con particularidad a las obras maestras como zonas de desastre: todo podría ser mejor. Escribir es corregir.

Sí, Borges y Bioy descubren los defectos de los demás. Lo singular es que rara vez ocultan los propios. A lo largo del diario, la figura de la madre de Borges se alza como una preciada voz de la sensatez en un entorno casi irreal, protagonizado por su eminente hijo.

Entre otras cosas, el diario es un almanaque de sueños. Naturalmente, las historias que refieren los protagonistas están filtradas por el oficio literario: su mundo onírico llega ya editado. Con frecuencia, los amigos ven en estas escenas una invaluable cantera para sus relatos, pero son derrotados por el robusto sentido común de la madre. A punto de cumplir 68 años, Borges le refiere un sueño a Bioy y añade: “Cuando le conté este sueño a Madre –por un rato me hago la ilusión de que son valiosísimos– se puso furiosa. Me dijo que mientras ella duerme tranquila, yo estoy soñando disparates. Que ni dormido dejo de inventar cosas raras. Mejor que el sueño me pareció la reacción de Madre. Muestra su carácter.”

En algún pasaje Bianco dice que el verdadero loco de la literatura argentina no es Arlt ni Macedonio, sino el desesperado Borges, que para tranquilizarse busca un dentista cualquiera en una calle y se hace sacar una muela que no le molestaba (al respecto le dice la madre: “Vos estás cada día más loco. Primero el anglosajón; ahora el dentista”).

Un contrato en la sombra

Bioy observa que Borges aprovecha la ceguera para caer dentro de sí mismo con libertad y en cierta forma la revierte en su favor. De manera equivalente, los amigos se rodean de un aire extravagante –son locos voluntarios– para fantasear al margen de toda corrección. A propósito de las arbitrariedades de juicio y las incorrecciones políticas, comenta Edgardo Cozarinsky: “La misoginia más agresiva, el racismo (limitado a la raza negra), el más rancio sentimiento de superioridad argentina sobre los demás países del continente aparecen aquí con una franqueza propia de otros siglos, antes de que la mala conciencia contemporánea aprendiese a encubrirlos.” A esta lista de oprobios habría que agregar el recelo ante la democracia, la consideración de que todo arte indígena ajeno al criterio occidental está regido por la fealdad, el irrestricto respaldo a los militares como únicos garantes de la patria. Los mexicanos no podemos pasar por alto la aviesa entrada del 22 de octubre de 1968: “Después de comer, llamo a Borges para hablar de la contestación a un telegrama de Helena [sic] Garro, que pide telegrafiemos nuestra solidaridad a Díaz Ordaz, ministro de gobernación mexicano [sic], por los últimos sucesos. Explica Helena que los comunistas tirotearon al pueblo y al ejército y ahora se presentan como víctimas.”

En los fragmentos del diario que Bioy publicó hace unos años (Descanso de caminantes) la sinceridad trabajaba en su contra. Un señorito frívolo, más atento a su robe de chambre que a un golpe de Estado. Esta persona mejora poco en Borges, donde llega a decir, como un Don Juan de opereta: “Nada más concreto, más burgués, más limitado, que una mujer.” Sin embargo, ahora los dislates y las deficiencias de carácter contribuyen a un método de indagación de la vida y la literatura; son el franco y precario correlato humano de quienes leen el mundo como una comedia crítica y autocrítica.

El resultado es un libro único, irrepetible, desafiante.

La referencia obvia de este segundo diario es Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Borges comenta de manera reveladora: “Boswell resolvió el problema de mostrar manías, rasgos absurdos y hasta desagradables de Johnson y, al mismo tiempo, persuadirnos de que era un hombre admirable y hasta querible.” En consecuencia, Bioy escribe desde las deficiencias del admirado amigo. El discurso privado enfrenta un reto similar al que suelen producir las relaciones afectivas: querer a alguien, no a pesar de sus defectos, sino por ellos.

De modo reticente, Bioy narra a través de otro. ¿Hasta qué punto matiza o altera las opiniones de Borges? Imposible saberlo. Para el lector, los diálogos llegan con una verosimilitud apoyada con firmeza en el carácter.

Bioy visitó México en el verano de 1991 y sostuvo un diálogo público con José de la Colina. El autor de La lucha con la pantera tuvo la intuición sagaz de preguntarle acerca de la relación entre Johnson y Boswell. Bioy refirió entonces una paradoja: Johnson le parecía un autor más importante, pero prefería leer a Boswell. Poco amigo de complicar los argumentos, dejó en el aire la oposición entre el significado del texto y el placer de leerlo. ¿Qué aspiración resulta más alta: ser un necesario “material de consulta” o una legible forma de la felicidad? El reconocimiento de la superioridad de Johnson encubre una tensión: leerlo de manera indirecta –a través de Boswell– representa una operación intelectual de segundo orden que sin embargo apasiona más. En su retrato del doctor Johnson, Julian Green llega a una conclusión parecida a la de Bioy; exagera la importancia del retratista al tiempo que disminuye la de su modelo: “Resulta pues bastante impresionante que un hombre que parecía haber nacido sobre todo para decir cosas molestas, sobreviva en la memoria de sus compatriotas a despecho de lo que debiera –según las apariencias– condenarle al olvido. Desde luego que su gloria está bien establecida. Se hablará de Samuel Johnson siempre que se siga hablando del siglo xviii inglés. ¿Pero a quién debe esta gloria? Lo más notable del asunto es esto: al libro de otro.”

Green simplifica la relación entre Johnson y Boswell para lograr el agradable efecto del pasaje anterior. Pasa por alto el hecho de que, aun y cuando se juzgara que sus escritos fueran prescindibles, la Vida es, ante todo, un compendio de lo que opina Johnson, de modo que la autoría se divide al modo de las conversaciones de Eckermann con Goethe: quien firma el texto es quien pregunta.

Bioy no llegó al extremo de declarar que Johnson debía su supervivencia a Boswell, pero en su diálogo con De la Colina insinuó la utopía del cronista de temple boswelliano: escribir la mejor obra del autor retratado. Esa desmesura suele producir un efecto secundario: la mejor obra del cronista.

Quizá lo más extraño del dietario Borges sea algo muy simple: la forma en que fue escrito. Resulta difícil suponer que Bioy lo haya compuesto en total privacidad. Cada una de las entradas remite a lecturas intrincadas, abundan las citas, las discusiones puntuales sobre otros autores. Para escribir ese vértigo como recuerdo, se necesitaría la capacidad retentiva de Funes. Una opción menos sobrenatural es que el diario se escribiera mientras los amigos conversaban, con pausas para cotejar lecturas, transcribir juegos de palabras, bromas en las que había que rimar y colocar cursivas.

El registro de los días representa en este caso una obsesiva pesquisa de detalles literarios: la experiencia como aparato de notas. Esto supone en mayor o menor medida un trabajo cómplice. Bioy no parece anotar en soledad, o al menos no lo hace sin la anuencia de su amigo, que llega a decirle: “En cuanto lo supe, sólo pensé en comunicártela, para evitar que esa noticia preciosa cayera en el olvido.” La frase revela el veloz gusto por el chisme, pero también el deseo de que quede testimonio. En su calidad de señores porteños, Bioy y Borges cumplen con pudor un pacto tácito, al que resultaría grosero referirse: uno habla para que el otro escriba, no necesariamente a sus espaldas. Al mismo tiempo, al tratarse de una estrategia no declarada, disponen de mayor espacio de libertad y juego. Carecen de compromiso, de noción de “fidelidad” ante lo dicho; hablan en el tono intermedio de lo que puede ser transmitido pero también puede ser silenciado, las palabras que existen como posibilidad y ensayo, al margen de géneros y formas definidas, equidistantes de la confesión y el olvido.

Borges dice con cuidada despreocupación: “¿Tendría [Johnson] curiosidad de ver lo que Boswell estaba haciendo, de ver cómo lo mostraba en el libro? Tal vez no. En todo caso no creo que Johnson haya corregido nada: darse el trabajo de corregir ese libro no se parece a Johnson (por haraganería, por generosidad de alma, por indiferencia). Es claro que Boswell sí habrá corregido; habrá mejorado y estilizado los dichos y los episodios. Hizo bien.” Al respecto comenta Bioy: “Yo me preguntaba mientras tanto si él sospecharía de la existencia de este libro; si tendría curiosidad de leerlo; si lo corregiría; si la circunstancia de que últimamente escribía tan poco se debería no sólo a la deficiencia de vista y a la haraganería, sino también al conocimiento de este libro.” El pasaje sugiere que Borges acepta y acaso desea la progresión del diario (parece menos ajeno a ese propósito de lo que sospecha Bioy, o de lo que quiere hacer creer); al mismo tiempo, no parece dispuesto a leer las copiosas páginas y mucho menos a corregirlas. En este teatro de suposiciones también existe la posibilidad de que los autores se hayan puesto de acuerdo en la forma que adquiría el libro e incluyeran los pasajes anteriores para hacerlo más interesante, fingiendo que uno ignora lo que escribe el otro. En buena medida, el atractivo de un diario deriva de la intromisión, de irrumpir en la intimidad de los protagonistas para escuchar de manera gozosamente ilícita. ¿Hasta dónde es esto un efecto calculado? Para no llevar la especulación a un nivel conspiratorio, conviene aceptar un modo de escritura. Me inclino por el pacto tácito, en el que Borges habla ante la posibilidad de que eso derive en libro, pero sin la certeza de que así sea. Bioy se subordina a la voz que acaso traiciona en secreto, aunque nunca lo suficiente para escribir al margen de ella. De manera extraordinaria, se trata de una obra ajena para ambos. Aislado y de algún modo protegido por su ceguera, Borges habla sin saber a ciencia cierta si sus palabras son anotadas ni reparar mayor cosa en los afanes de su testigo para dar con las vastas fuentes bibliográficas (la espléndida edición crítica de Daniel Martino complementa el trabajo a un grado casi alarmante). Si la mayoría de los diarios reflejan una escritura nocturna –la soledad robada al día hábil–, Borges depende de un contrato en la sombra: ninguno de los dos autores está del todo presente en el momento de la escritura.

Esto confirma un postulado cardinal de la poética borgesiana. Como ha observado Alan Pauls, a partir de “Pierre Menard” Borges define una peculiar noción de la autoría. Por un lado demuestra que toda obra depende del contexto en que es leída (el Quijote “escrito” por Menard es, palabra por palabra, idéntico al de Cervantes; sin embargo, dice otras cosas al ser leído como obra contemporánea). Así, Borges se burla del arte conceptual (Menard resulta profundamente ridículo) que se desentiende de la ejecución de una obra para privilegiar la idea que la anima, y al mismo tiempo inaugura una estética que depende de una teoría de la herencia y la recepción: la perspectiva define lo que se mira. Actuar como Pierre Menard (ser un espejo indiferenciado de una obra anterior) es un gesto vanguardista estúpido (de ahí la comicidad del cuento); sin embargo, alterar un poco esta condición (ser un falso copista, un apócrifo deliberado, alguien que distorsiona lo que cita) es ser original al modo borgesiano.

Menard está enfermo de literalidad en una época enferma de sobreinterpretación: estas dos taras producen un resultado asombroso. Borges, que se oponía a Joyce y se refería a su paso por las vanguardias como su “error ultraísta”, se sirve de recursos parecidos a los de Duchamp para situarse en el polo opuesto y burlarse de ellos. En el diario comenta: “Si después de muchos siglos un texto sigue asombrando por extravagante, esto significa que el autor no supo imponer su manera, que fracasó.” Lejos de las vanguardias y sus efímeras estridencias, busca la renovación del modo clásico. No es casual que en “Pierre Menard” elija el Quijote como modelo, pues es fiel a la noción que Cervantes tiene de la autoría: no se postula como creador sino como padrastro de un manuscrito recibido en custodia.

Borges asume la ficción como un arte derivado: concibe en primera instancia al copista Menard y desplaza el procedimiento –lo hace menos literal– para pasar a los comentaristas caprichosos, los traductores parciales, los distorsionadores de textos ajenos. Su apuesta definitiva consiste en escribir después que otro; es quien corrige, añade, altera: la “segunda mano” que toca el manuscrito.

Esta estrategia exige antecedentes; deriva de la lectura o de algo que se escuchó o se supo lejanamente. Una cita, una leyenda, un hecho histórico, una idea filosófica, un rumor, una cosmogonía, una enciclopedia ya extraviada acreditan la historia. A veces, los datos que apoyan la invención son precisos, eruditos, insoslayables; otras veces se trata de meras especulaciones. Lo decisivo, en todo caso, es que una voz previa justifica la escritura. Borges urde dos tramas: el relato propiamente dicho y su causa remota, trabajada por la cultura. El cuento prolonga algo que ya fue vivido, comentado, malentendido e incluso olvidado. Así establece una curiosa identidad entre lo real y lo ficticio; el plano de la invención se inscribe en la costumbre, las representaciones asimiladas por la experiencia, la tradición. La historia, por fantástica que sea, hace eco a la que otros creyeron. Un estatuto de verdad respalda al narrador. La fabulación no es un dispositivo que surge de la nada, sino la interpretación –necesaria, inescapable– de algo que tuvo una manera de ser cierto y quedó inconcluso. Borges actúa como el lector inspirado de un texto ilocalizable, conjetural. La invención más desaforada se pacifica, adquiere lógica, se vuelve necesaria al aparecer como la continuación de un expediente previo. La segunda mano es siempre sensata: se limita a comentar. Así, la tensión entre lo real y lo ficticio se disipa en forma inadvertida.

En El factor Borges, Pauls escribe con elocuencia: “Borges define una verdadera ética de la subordinación”, y poco después agrega: “La experiencia del bilingüismo despeja en Borges el camino para la formación de una nueva especie de parásitos: traductores infieles, lectores estrábicos, comentaristas que se distraen, prologuistas digresivos, anotadores olvidadizos, antólogos arrogantes.” Aunque se asemejan a Menard, estos repetidores modifican: al traducir, copiar o comentar de manera arbitraria, fabulan, escriben.

Acaso el rasgo más fino de la imaginación borgesiana sea la creación del motivo necesario: el resto, el saldo roto y apenas descifrable de una cultura o una mente anteriores que propone el enigma y reclama solución.

En el vasto expediente de contar siempre por segunda vez faltaba el género vicario por excelencia: el diario, que narra en clave privada lo ya sucedido. En la fórmula compartida por Bioy y Borges, lo peculiar es que ambos son autores subordinados.

¿Hasta dónde puede un escritor valorar sus textos? Tal vez la única forma de suponer la calidad de una página sea descubrirla, de pronto, como ajena. Esta despersonalización prueba la independencia del texto, su propia legalidad, y pulveriza la pretensión de ser original: lo que está bien es de otro. La literatura de Borges depende de este juego de falsas atribuciones y espejos que se desplazan. La inventiva no es otra cosa que la rebeldía de una voz parasitaria que por ingenio, azar o incluso incompetencia altera una obra “ajena” sin dejar de depender de ella.

Borges buscó una renovación del modo clásico a través de la lectura: la novedad como algo ya discutido y asentado. La tradición como invento o resistente apócrifo.

Ciertos autores (Shakespeare, Cervantes, Dante o, más cerca de nosotros, Joyce, Kafka, Borges) pueden ser asociados no sólo con sus libros sino con maneras de leer lo real. En tales casos, los personajes y las tramas se condensan en una manera de mirar, un paradigma de interpretación. Fuera de la obra, la imaginación del autor adquiere una fuerza peculiar. De pronto, no sabemos si interpretamos a través de Kafka o si somos kafkianos sin saberlo.

El paradigma borgesiano se ha convertido en una forma habitual de leer el entorno. De ahí la dificultad de advertir lo que su mirada tiene de riesgo y desafío. El diario de Bioy regresa al momento, casi inconcebible, en que todo pudo ser distinto, la zona privada en la que se decidieron juicios que serían clásicos. Muchos de ellos surgen del barro común de la maledicencia, el arrebato pasional, el disparate. En cierta forma, el diario pone en escena el predicamento del protagonista de “La memoria de Shakespeare”. Un hombre común recibe los recuerdos de un autor incomparable. Curiosamente, se trata de imágenes bastante normales, incluso nimias. Esto en modo alguno rebaja a Shakespeare; saber que sus raros artificios surgieron de una percepción habitual representa un misterio superior. Bioy propone un desconcierto parecido; registra una voz admirable y plagada de defectos, con derecho a las arbitrariedades del discurso íntimo.

“Borges come en casa”, la frase se repite como una clave. Un libro escrito por dos autores fantasma, desde el sitio donde la obra es apenas tentativa, todavía irreal. ¿Quién guía el diálogo, el que habla o el que escucha, el que pregunta o el que responde? En su coloquio de sombras, Borges y Bioy Casares entregan la trama íntima, la mitología privada, una verdad que pide ser apócrifa, el antecedente necesario para la segunda voz de su escritura. ~ 

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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